Me acaban de dar una noticia que me alegra enormemente. Parece que allá por septiembre se organiza una reunión de unos cuantos de los que fuimos niños en Ruedes con doña Manolita, nuestra maestra. Pocas personas han sido tan importantes en mi vida y agradezco al destino esta oportunidad para decírselo de viva voz antes de que sea demasiado tarde. Tiene ochenta y tantos años. Se me curará así un remordimiento que hace mucho que me acompaña. Tanta palabra vana para tanta gente que tal vez merece apenas un silencio conmiserativo, y se nos quedan por decir cosas de las que más importan.
Doña Manolita era una maestra a la vieja usanza y una maravillosa maestra. Sus métodos eran los tradicionales, lectura, caligrafía, cuentas, dictados. De vez en cuando nos daba alguna hora para leer libremente algo de los libros de aquella exigua biblioteca –veinte o treinta ejemplares varipintos- que teníamos en la escuela. Era una escuela rural y en los tiempos mejores llegamos a ser veintitantos niños. Cada tanto los padres le llevaban huevos, patatas, cebollas, lo que le podían regalar. Algunas veces ella nos mandaba a buscar caracoles en las tapias y las huertas. Castigaba al modo antiguo cuando nos desmadrábamos un poquito, nos ponía de rodillas contra la pared, muy de tarde en tarde nos arreaba sin saña con un palo bambú en la palma de la mano. Nos hacía copiar cincuenta o cien veces las palabras escritas con faltas de ortografía. Y, sin embargo, no me consta que nos quedara ningún trauma o resquemor. Más dolorosa, mucho más, es la indiferencia, y nosotros, aquellos niños que llegaban cada mañana con madreñas o chanclos y oliendo a establo, nunca le fuimos indiferentes. Cuando llegué a Gijón, no sabía menos cosas que aquellos hijos de papá. Y de la vida en general sabía más.
No gastábamos apenas en libros de texto ni había asignaturas modernas, como conocimiento del medio o cosas por el estilo. En realidad, el medio lo conocíamos nosotros infinitamente mejor que ella y podíamos darle lecciones sobre animales, hierbas o tierras, sobre la luna y las cosechas, sobre vientos y brisas. Era salmantina y creo que siempre nos contempló con la perplejidad amable del antropólogo a la fuerza en tierras del buen salvaje. Cuando en el gran salón que era la escuela aparecía algún ratoncillo a la carrera, se subía de pie encima de su silla y gritaba con horror, mientras nosotros perseguíamos a la bestezuela con festivo entusiasmo.
Ella se tomó tiempo y buen ánimo para convencer a mis padres de que me enviaran a estudiar el bachillerato a Gijón, argumentando que, por muy hijo único que yo fuera, no podían condenarme a respetar tradiciones ni amarrarme para siempre a unas labores para las que en verdad no estaba dotado. Si no se va ahora, les dijo, se marchará cuando sea mayor de edad, pero este crío acabará buscando otros horizontes. Lloré al dejar aquella escuela, lloré yo y lloraron mis padres cuando con diez años me mandaron a aquel colegio tan fino en el que había salvajes de verdad, con o sin sotana, y no precisamente salvajes mansos. Y lágrimas se me vienen a los ojos cuando recuerdo tan a menudo a doña Manolita en aquellos caminos ajenos a sus pies de señora de ciudad, cuando rememoro cómo su extrañeza ante aquel mundo peculiar se tornaba en ternura para nosotros, sus niños, y en afecto para nuestros padres, campesinos que la veneraban como se venera al sabio distante de buen corazón.
En septiembre, si el encuentro se consuma y no me incapacita el nudo que tendré en la garganta, quisiera decirle que, por encima de tantos vaivenes de la vida, la amo y la amaré siempre como a una madre, como a una amiga, como a una maestra, en el más pleno sentido de la palabra, y que, para mis adentros, nunca he dejado de dedicarle cuanto hago y cuanto soy que pueda tener algún valor.
Doña Manolita era una maestra a la vieja usanza y una maravillosa maestra. Sus métodos eran los tradicionales, lectura, caligrafía, cuentas, dictados. De vez en cuando nos daba alguna hora para leer libremente algo de los libros de aquella exigua biblioteca –veinte o treinta ejemplares varipintos- que teníamos en la escuela. Era una escuela rural y en los tiempos mejores llegamos a ser veintitantos niños. Cada tanto los padres le llevaban huevos, patatas, cebollas, lo que le podían regalar. Algunas veces ella nos mandaba a buscar caracoles en las tapias y las huertas. Castigaba al modo antiguo cuando nos desmadrábamos un poquito, nos ponía de rodillas contra la pared, muy de tarde en tarde nos arreaba sin saña con un palo bambú en la palma de la mano. Nos hacía copiar cincuenta o cien veces las palabras escritas con faltas de ortografía. Y, sin embargo, no me consta que nos quedara ningún trauma o resquemor. Más dolorosa, mucho más, es la indiferencia, y nosotros, aquellos niños que llegaban cada mañana con madreñas o chanclos y oliendo a establo, nunca le fuimos indiferentes. Cuando llegué a Gijón, no sabía menos cosas que aquellos hijos de papá. Y de la vida en general sabía más.
No gastábamos apenas en libros de texto ni había asignaturas modernas, como conocimiento del medio o cosas por el estilo. En realidad, el medio lo conocíamos nosotros infinitamente mejor que ella y podíamos darle lecciones sobre animales, hierbas o tierras, sobre la luna y las cosechas, sobre vientos y brisas. Era salmantina y creo que siempre nos contempló con la perplejidad amable del antropólogo a la fuerza en tierras del buen salvaje. Cuando en el gran salón que era la escuela aparecía algún ratoncillo a la carrera, se subía de pie encima de su silla y gritaba con horror, mientras nosotros perseguíamos a la bestezuela con festivo entusiasmo.
Ella se tomó tiempo y buen ánimo para convencer a mis padres de que me enviaran a estudiar el bachillerato a Gijón, argumentando que, por muy hijo único que yo fuera, no podían condenarme a respetar tradiciones ni amarrarme para siempre a unas labores para las que en verdad no estaba dotado. Si no se va ahora, les dijo, se marchará cuando sea mayor de edad, pero este crío acabará buscando otros horizontes. Lloré al dejar aquella escuela, lloré yo y lloraron mis padres cuando con diez años me mandaron a aquel colegio tan fino en el que había salvajes de verdad, con o sin sotana, y no precisamente salvajes mansos. Y lágrimas se me vienen a los ojos cuando recuerdo tan a menudo a doña Manolita en aquellos caminos ajenos a sus pies de señora de ciudad, cuando rememoro cómo su extrañeza ante aquel mundo peculiar se tornaba en ternura para nosotros, sus niños, y en afecto para nuestros padres, campesinos que la veneraban como se venera al sabio distante de buen corazón.
En septiembre, si el encuentro se consuma y no me incapacita el nudo que tendré en la garganta, quisiera decirle que, por encima de tantos vaivenes de la vida, la amo y la amaré siempre como a una madre, como a una amiga, como a una maestra, en el más pleno sentido de la palabra, y que, para mis adentros, nunca he dejado de dedicarle cuanto hago y cuanto soy que pueda tener algún valor.
Es lo mejor y mas bonito que ha escrito. Gracias
ResponderEliminarProfesor García Amado:
ResponderEliminarLos sentimientos que expresa en su post no sólo le honran a Vd. sino también a Doña Manolita, por haber sabido inculcárselos.
Es Vd. un bien nacido.
Vd. sabe la suerte que tuvo. Yo sé la suerte que no tuve en aquel horrendo colegio de monjas. Las hijas de madres pijas lo pagan más tarde o más temprano.
ResponderEliminarJoder, Toño, qué bueno.
ResponderEliminarRuega que el camino sea largo, lleno de aventuras, de conocimiento....
Buen viaje.
Sin palabras me he quedado... y con una llorera que a ver si cesa. Es usted un sensible maravilloso. Pero culmine la tarea y, antes de que acaso sea demasiado tarde, antes incluso de ese homenaje en septiembre, hágale llegar a Doña Manolita esto que ha escrito sobre sus sentimientos hacia ella. Se lo agracederá en el alma.
ResponderEliminarA Doña Manolita la homenajea usted constantemente, aunque ella no lo sepa. Quienes han sido alumnos suyos le han oído hablar con cariño de doña Manolita -también de la tía Obdulia, otra gran homenajeada-; sus amigos saben quién es doña Manolita, y lo que ella hizo y lo que usted le debe. Le falta decírselo, a doña Manolita. Porque honrarla ya lo hace y ya lo ha hecho, sin fecha concreta, todos los días.
ResponderEliminarGracias!.
ResponderEliminarCon doce años, el año 1961, me trajeron desde un pueblo de Córdoba a Sevilla. El maestro, Don Domingo, ya no podía seguir enseñándome oficialmente nada, había acabado tercero de bachillerato y prepararme para cuarto y reválida ya no se atrevía. Convenció a mis padres de que me llevaran a un Colegio a Sevilla, y abandoné el pueblo. Ya no volví a dormir en una era, y se olvidó porqué le ponian un gran trozo de sal a las vacas, y el sonido de los grillos, y los "carburos", y casi se me olvidó Don Domingo.
Por eso empecé escribiendo "Gracias" porque me has recordado a Don Domingo, la ortografía, también teníamos que repetir las faltas, 50 ó 100 veces, la "regla" que utilizaba para los castigos, los tinteros incrustados en los pupitres, y los borrones. Y lo aburrida que era la asignatura de "Formación del Espíritu Nacional", y lo que me gustó "Luiso, Matrícula de Bilbao", mi primera novela.
O sea que como sigo recordando estoy aún vivo. Ah!, y vivía, y mandaba, Franco, y todos estabamos convencidos que Don Domingo era un represaliado, un "rojo". Pero Don Domingo era respetado, al menos recuerdo a mis padres absolutamente pendientes de su criterio, que no del mío. Y Don Domingo "siempre" llevaba razón.
Muy emotivo, también me he tenido que sorber los mocos.
ResponderEliminarGracias a todas las Manolitas y Manolitos que en el mundo han sido y que han hecho su trabajo con la dignidad y la entrega propia del puesto.
Hola. Casi todos los que eramos niños en aquella decada de los 60 del siglo pasado, y habiamos nacido en un ambiente rural, hemos tenido a los maestros de escuela de entonces como nuestros pilares. En cualquier punto de la geografía española, rural, se repetía siempre la figura del maestro. Entonces, la mayoría de los niños y las pocas niñas que había, no estudiaban en universidades, y muy pocos terminaban el bachiller elemental, casi nadie el superior.
ResponderEliminarLos que despues, pudimos acceder a los estudios universitarios, sea siendo jovenes, o siendo ya mayores, añoramos a aquellos maestres y maestras que, como el buen artesano, trabajaban la madera de sus alumnos, sabiendo escoger la buena de la mala, y en cualquier caso dejando su huella en todos. Pero, no todos tenemos la suerte de que aquellos, que fueron nuestros maestros, hayan sobrevivido al paso del tiempo. La mayoría tendrían casi noventa años. Por eso, me alegro de que podais celebrar en vida, con aquella maestra, todo lo que de ayuda, en la vida, supuso para vosotros. Un saludo.
Y Doña Clara, y Doña Josefina... Lo que más valoro de mí, profesional e intelectualmente, se lo debo a ellas... y mucho de lo que más valoro personal y emocionalmente, también. Tengo la suerte de que a una de ellas le dio tiempo a espabilarme a los retoños.
ResponderEliminarTal vez esos otros parajes que frecuenta no son sino un intento por recrear aquella infancia perdida, aquella infancia y aquel mundo... El cielo es el mismo, Toño, el que te abriga hoy, el que te abrigó de pequeño y el que abriga a nuestras gentes de Medellín, de Ciudad Juárez. Conservo una carta que me enviaste, cuando simplemente figurabas de suplente en mi tesis doctoral, fueron palabras sinceras que guardo, porque después vinieron muchas, no tuyas, que no fueron igual.
ResponderEliminarUn saludo afectuoso
Remití tu emotivo artículo a un amigo maestro y esto me respondió. Creo que tiene razón y supongo que, más o menos, estarás de acuerdo, porque alusiones a parafernalias similares son habituales en tu blog.
ResponderEliminarSaludos
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Yo no sé si el profesor, o en este caso también debería decir maestro, ha hecho alguna incursión por las despedidas actuales de las maestras de ahora
Alucinaría.
Las comparaciones son odiosas, ya lo sé , pero ¿cómo se acordarán los niños /las niñas de ahora de ellos/ellas?.
La EGB, la LOGSE, la LOde, el DCB, el curriculum,laPGA, el PCC.... las competencias ..., el proyecto de centro ...etc etc, ya casi no queda tiempo para mirar a esos niños/niñas .
Y ellos/ellas con con su especialista en inglés, en música, en educación física, con su logopeda, su terapeuta, su orientadora, sus actividades extrescolares y sus monitoras .etc etc etc
Y el espectáculo final de la graduación en ...Infantil primero, en Primaria después .... con sus banditas y sus diplomas.....
Dios mío cuanto recuerdos se les van a acumular ¿podrán con ellos?
Salud