(Publicado en El Mundo de León, 14 de agosto de 2008)
Parece que la historia se ha convertido en el eje de nuestra organización social y en la fuente de legitimidad de todas nuestras entidades políticas. Hasta de debajo de las piedras salen naciones que dicen que lo son porque tienen una historia muy larga y porque lanzan sus siglos más lejos que nadie; los defensores de la nación constitucional replican alegando que para historia enorme la de España; las diecisiete Autonomías, tal vez para disimular que la mayoría son resultado de un embarazo constitucional inesperado y múltiple, buscan afanosamente alguna raíz en el origen de los tiempos, en algún chascarrillo de la romanización, en una anécdota de la Reconquista o en la ocurrencia de alguno de sus pasados hijos más o menos excéntrico o descaradamente turulato; las diputaciones y universidades de cualquier rincón financian con alegría estudios sobre dudosas batallas de leyenda acaecidas en el municipio o sobre dialectos hablados en tiempos en algún valle poblado por pastores con problemas en el frenillo.
Hoy el que no tiene historia es como si no tuviera abuela y la comunidad que no se maquilla con acontecimientos pretéritos de mucho empaque se ve pobretona y anonadada, sociedad anémica e insustancial. Por contra, los que se han pintado un pedigrí selecto se pavonean con el orgullo que hace décadas se gastaban aquellos burguesotes que presumían de ser de buena familia. Cuando vemos, por ejemplo, a políticos nacionalistas catalanes reunirse con otros tales gallegos para criticar lo mal organizado que está todo en este país, lo zafios que son los españoles de a pie sin árbol genealógico y lo carísimo que se va poniendo el servicio, con estos extremeños o andaluces que se te suben a las barbas como si todos fuéramos iguales, nos recuerdan a aquellos personajes de sainete, viejas solteronas orgullosas de papá, viudos arruinados por su mala cabeza pero que siguen soñando con mayordomos y amas de llaves, hijos calaveras de familia venida a mucho menos que tratan aún de usar los viejos títulos para ejercer derecho de pernada sobre chachas y cocineras.
Mientras, la España mesetaria sestea tranquila, feliz en sus ensoñaciones. Ah, aquí sí que hay pasado para dar y tomar, para esencias históricas las nuestras y para glorias de antaño las que nos corresponden. A qué hacer más. Por eso no ha de sorprender lo que el pasado viernes contaba este periódico: Castilla y León tiene 79 edificios monumentales en ruinas, de los que 12 están en León. Torres, castillos, palacios, fortalezas, monasterios, todo por los suelos, mientras nuestros políticos se miran el ombligo, piensan en las musarañas y sonríen, tan felices, tan encastillados.
Hoy el que no tiene historia es como si no tuviera abuela y la comunidad que no se maquilla con acontecimientos pretéritos de mucho empaque se ve pobretona y anonadada, sociedad anémica e insustancial. Por contra, los que se han pintado un pedigrí selecto se pavonean con el orgullo que hace décadas se gastaban aquellos burguesotes que presumían de ser de buena familia. Cuando vemos, por ejemplo, a políticos nacionalistas catalanes reunirse con otros tales gallegos para criticar lo mal organizado que está todo en este país, lo zafios que son los españoles de a pie sin árbol genealógico y lo carísimo que se va poniendo el servicio, con estos extremeños o andaluces que se te suben a las barbas como si todos fuéramos iguales, nos recuerdan a aquellos personajes de sainete, viejas solteronas orgullosas de papá, viudos arruinados por su mala cabeza pero que siguen soñando con mayordomos y amas de llaves, hijos calaveras de familia venida a mucho menos que tratan aún de usar los viejos títulos para ejercer derecho de pernada sobre chachas y cocineras.
Mientras, la España mesetaria sestea tranquila, feliz en sus ensoñaciones. Ah, aquí sí que hay pasado para dar y tomar, para esencias históricas las nuestras y para glorias de antaño las que nos corresponden. A qué hacer más. Por eso no ha de sorprender lo que el pasado viernes contaba este periódico: Castilla y León tiene 79 edificios monumentales en ruinas, de los que 12 están en León. Torres, castillos, palacios, fortalezas, monasterios, todo por los suelos, mientras nuestros políticos se miran el ombligo, piensan en las musarañas y sonríen, tan felices, tan encastillados.
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