04 agosto, 2008

Un poco de cuento. Regina

Regina
Por fin he terminado de repasar todas las películas que había grabado con Regina, o que le había grabado a Regina. Me costó meses animarme a hacerlo, tuve que echarle voluntad y coraje. La última grabación no me resultó tan difícil de digerir como me temía. En su mirada hay destellos de despedida. Ella siempre fue intuitiva, aunque su cabeza se negase a racionalizar lo que sus pálpitos le dictaban. Nunca he dejado de pensar que mi amor se repartía a partes iguales entre la Regina superficial, parlanchina, con su encanto evanescente y su aroma de cotidianeidad asumida con fervor, y esa otra que se adivinaba, oscura, fatal, hasta para sí misma desconocida. Ahora me recuesto en mi sillón y pienso que al fin he dado con la síntesis de ambas y me la llevo en el recuerdo para no borrarla nunca. Ahora que Regina ya no está.
Me serví una copa de ginebra antes de contemplar esa filmación fnal. Se me antoja una pequeña obra de arte, con esa mano suya que al principio se muestra cerrada, un gesto hosco, energía acumulándose para el trance inminente, y esa misma mano al terminar, abierta, como si de ella hubieran echado a volar todas las explicaciones que andábamos buscando. Paré esa imagen y toqué la pantalla, como si me despidiera, como si pudiera asir su gesto para quedármelo y para asegurarle que la llevo conmigo, ahora que nuestro camino juntos se ha roto y yo debo seguir y recomponer las trazas de mi vida y pensar, pensar mucho.
En la primera película había una playa del Norte, con el atardecer en rojo y olas bravías, y ella pisando descalza la arena húmeda y mirándome entre risas. La veo pasar ante la cámara, la sigo, bajo a sus pies y voy subiendo hasta pararme en sus caderas que se contonean. Sus muslos por detrás llevan el tono del primer día al sol y sus pantalones cortos, blancos, traslucen el triángulo breve de la braguita de su bikini.
Le gustaba exhibir su piel clara, mostrar su cuerpo. En la playa buscaba la zona más concurrida y, sentada en la arena, se quitaba la camiseta y la parte alta del bikini, se tumbaba y aguardaba mi mirada como si quisiera llevarla a sus senos breves, pálidos. Mi mirada como resumen de todas las miradas que secretamente ansiaba. Yo la invitaba a las olas, pero me decía vete tú, me apetece relajarme aquí un rato. Y a menudo, cuando yo regresaba a su lado, la encontraba charlando con alguna familia vecina, sentada sin cubrirse, segura, pletórica. Hablaba con los niños, halagaba a las madres y lanzaba sonrisas esquivas a los padres que la miraban de hito en hito.
Un día nos bañamos juntos y luego se descubrió el pecho, se embardurnó de arena y me dijo grábame así. Es la segunda película. No me mira, se finge abstraída, se concentra en su cuerpo, desea que yo la vea de tal manera a través del ojo de la cámara, sola, suya, queriéndose. Recuerdo que esa noche cenamos en un pequeño restaurante de la costa con grandes ventanales sobre el mar. Se había recogido el pelo en un moño y su nuca se me aparecía como la vía por la que transitan trenes hacia un túnel sin fin. Fue la primera vez que me habló de Ramón. Y no sería la última, ni mucho menos.
Ramón era quince años mayor que ella y había sido su gran amor. Me lo contaba con esas mismas palabras, había sido su gran amor. La cena fue un monólogo suyo sobre Ramón. Habían roto meses atrás, pero en su voz no había rastro de resentimiento, sólo una delectación que yo no sabía si atribuir a los sentimientos que en ella perduraban o al hecho de que yo la miraba como hipnotizado, seguramente con esa cara que pondría el viajero alucinado que en medio del desierto divisa una lejana montaña con las cumbres nevadas. Me iba contando de los hijos de Ramón, del trabajo de Ramón, de la casa que compartieron durante meses en aquella ciudad del Sur. Con el vino se fue achispando y su charla se tornó picante a propósito de las manías sexuales del tal Ramón y de su propia sorpresa al descubrirse feliz prisionera de sus arrebatos inesperados, en ascensores, en aparcamientos o en los baños de cualquier bar. En ese punto yo levanté la mano y dije espera, déjame que te grabe, cuéntale esas cosas a mi cámara. Simuló un mohín de timidez, pero en cuanto le di al botón se explayó con fruición, se extendió en detalles osados sobre su propio cuerpo y sus sensaciones y, sin transición, salió de aquel pasado con Ramón y se puso a divagar sobre sus fantasías y a dibujar con palabras precisas los rasgos del macho de sus sueños. Esa fue la tercera película y al revisarla reviví el temblor de entonces. Me sudaba la mano con la que apretaba la cámara y mi mente componía una historia paralela en la que me veía mordiendo a Regina, humillándola, agarrándola por el pelo y obligándola a lamer mi pene mientras la llamaba puta y zorra y amor mío. Ella nunca mostró interés en que viéramos juntos mis películas, pero de vez en cuando me pedía que le pusiera ésa, la grabación de su confesión encendida, y me preguntaba cada vez qué había pensado yo mientras ella me contaba tales cosas, y yo le contestaba siempre que la veía divina y que me asaltaban deseos incontenibles de poseerla cada día de mi vida. Jamás me atreví a preguntarle por qué me había dicho todo aquello tan al principio y por qué nunca más volvió a sincerarse de tal manera. Si es que era sincera.
En una película aparece echando comida a nuestros peces. El acuario fue un antojo suyo. Decía que se tranquilizaba viendo esa placidez de los peces, su calma y sus colores. Yo le replicaba que no eran más que unos pobres animales prisioneros y ella decía que exactamente igual que nosotros y que todo el mundo. Llevaba suelta la larga melena negra e iba descalza, como solía en nuestra casa, y cuando le dije que la iba a grabar con sus peces me dijo espera y fue a ponerse una bata corta y transparente. Acabamos haciendo el amor en el mismo salón, sobre la alfombra y mientras la penetraba ella arqueaba su espalda y con la cabeza apoyada miraba sin parar hacia la gran pecera y gritaba como nunca, me decía cabrón, hijo de puta, violador de mierda y cosas así. Al día siguiente envenené sus peces y los filmé flotando muertos, pero jamás le confesé lo uno ni lo otro. Se encerró en un mutismo que le duró semanas y durante todo ese tiempo no me dejó tocarla.
Fue en esa época cuando empecé a seguirla. Ella me aseguraba que pasaría en casa toda la mañana, pero yo sabía que en cuanto yo saliera ella se iría también a la calle. La esperaba parapetado en una esquina cercana e iba detrás, grabando sus pasos. Deambulaba sin rumbo aparente con la mirada lejana, no se detenía ni un momento. Regresaba a casa dos o tres horas después y yo volvía a recorrer sus trayectos y con mi cámara los iba tomando de nuevo, ahora sin ella. Al ver de nuevo esas cintas con sus calles sin Regina he pensado que resumen lo que ha sido su presencia en mi vida, una presencia ausente, un camino marcado por ella para que yo lo transite solo, pegado a lo que fueron pasos suyos sin ningún sentido aparente.
Yo siempre esperaba que en alguna de esas salidas fuera a encontrarse con Ramón, pero no ocurrió tal cosa en ninguna de tales ocasiones en que la seguí. Fue de otra manera como conocí a Ramón. Regina se había ido de viaje a ver a unos parientes –eso me contó- y yo salía cada noche a deambular por los pubs de nuestro barrio. En uno de ellos fui a dar con Ramón. Entró solo y no tardé en reconocerlo, pues se conservaba tal como lo había visto en tantas fotos suyas de las que Regina me había mostrado mil veces. Se sentó cerca de mí en la barra y estuve observándolo con descaro unos minutos, antes de abordarlo. Le dije al cabo tú eres Ramón, y él se quedó en silencio, expectante. Yo soy el hombre que vive con Regina, añadí luego. No se inmutó gran cosa, me sonrió y me tendió su mano. Ella me ha hablado mucho de ti, eso me dijo. No quise preguntarle cuándo ni cómo. Pidió otras dos copas y se puso a explicarme que nunca había sabido por qué la había perdido. Yo le conté que la primera vez que se refirió a él ante mí ella recordaba sobre todo sus manías sexuales. Es una mujer complicada, me respondió, pero no vayas a creer todo lo que te cuente, su cabeza raramente está donde su cuerpo. Aguarda aquí un momento mientras voy a casa, me gustaría tomarte unas fotos para darle una sorpresa. Hizo un gesto con la mano que interpreté como concesión y caminé apresuradamente imaginándome la cara de Regina cuando le hablara de ese encuentro y le enseñara a Ramón en mi película. Pero al retornar al pub Ramón ya no estaba.
Volví al día siguiente y lo encontré esperándome. No se disculpó y miró la bandolera que yo llevaba colgada con la grabadora. He pensado que me gustaría que me recogieras unas palabras para Regina. Sin decir palabra, saqué la cámara y enfoqué su cara. Habló cinco minutos. Dijo que la recordaba siempre, pero que se quedaba tranquilo porque estaba seguro de que yo la haría feliz. Para acabar, levantó su copa y dijo por ti, Regina, y por vosotros. Luego continuamos bebiendo un par de horas y me habló de cosas de su juventud sin volver a mencionarla a ella.
Esa película nunca se la mostré a Regina, pero sí le dije que había conocido a Ramón y que habíamos charlado largamente. Cuéntame qué hablasteis, me respondió mientras me empujaba hacia el sofá y desabrochaba la bragueta de mi pantalón. Yo callaba y la dejaba hacer, pero ella se interrumpía y me rogaba que le narrara la conversación. Le referí cosas sueltas que recordaba de lo que el tipo me había narrado de su juventud y ella se aplicaba con fogosidad en la felación. Cuando me quedé en silencio levantó la cabeza hacia mi cara y me dijo ahora explícame despacio lo que hablasteis de mí. No hablamos de ti, le mentí, y ella contestó está bien, como quieras, pero cuando yo traté de meter mi mano bajo su blusa me rechazó y me empujó de nuevo contra el respaldo, hasta que me corrí en su boca. Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema nunca más.
Su último cumpleaños lo celebramos en casa, solos. Ella quería salir, pero la convencí con el argumento de que sería más romántica la intimidad casera. Ella preparó una cena esmerada y yo puse la mesa y descorché un buen vino. Durante toda la cena no abrí la boca. Era deliberado, quería ponerla nerviosa. Ella también estaba ausente. Abrí una botella de cava con el postre y le dije que quería brindar por ella y por todos sus secretos y misterios. Antes había colocado la cámara para que nos grabara. Regina me miró muy hondo, largamente. A veces creo que ves en mí la mujer que no soy, me dijo. Es posible, le repliqué. No le dije más. Entrechocamos nuestras copas, bebimos y luego me levanté y me puse detrás de su silla. Estaba sentada tan tiesa como siempre, con una mano apoyada en la mesa y la otra en su regazo. La besé en el cuello, le mordí una oreja y busqué luego su boca. Me dejaba hacer sin moverse apenas.
Bailemos, le dije. Se levantó lentamente y yo me fui a poner una música suave. Estiré mis brazos hacia ella, pero se zafó. Comenzó a danzar sola, insinuante, contoneándose. Cerraba los ojos y sonreía. Me senté en el sofá y ella comenzó a desvestirse como una perfecta streeper. Me acerqué la cámara y con ella seguí sus movimientos. Al dejar caer las últimas prendas sus gestos eran abiertamente procaces, retadores, duros. Ya no me miraba. Tampoco a la cámara. Se quedó desnuda y súbitamente se dejó caer en la misma silla en la que había comido. Dándome la espalda me dijo deberíamos hablar. No le contesté y seguía viéndola por el ojo de la cámara. Se giró hacia mí y me dijo eres un mierda. Se echó a llorar, rodeada de mi silencio. Dejé la cámara en un estante y salí de casa.
Regresé al cabo de día y medio. Fue la última vez que la grabé. No estaba en casa y la esperé sentado y abrazado a mi grabadora. Llegó de noche, muy tarde. Estaba demacrada y se le había corrido el rímel. Talmente parecía que estuviera bebida, pero eso era imposible. Vino hacia mí con los puños cerrados e intentó golpearme muchas veces. Yo esquivaba sus acometidas sin dejar de enfocarla. Al cabo se agotó y se dejó caer en la alfombra, llorando tenuemente. Posé la cámara sobre la mesa, apuntando hacia el lugar, y me acerqué despacio a ella. Es nuestra última escena juntos y lo último que veré de Regina.

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