18 noviembre, 2008

El Estado, caja de socorros. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado en El Mundo, 18 de noviembre de 2008)
Las turbulencias financieras constituyen una magnífica ocasión para meditar sobre cuestiones muy de fondo de nuestras estructuras políticas y administrativas, así como acerca de su relación con algunas instituciones públicas y privadas: el Estado, los bancos, las grandes empresas de sectores clave de la economía, los partidos políticos... ¡Ahí es nada!
Del Estado sabemos que está viviendo una transformación de muy amplios vuelos. La Teoría tradicional, que se ha explicado a lo largo del siglo XX y que tiene su punto de partida en la gran obra de Jellinek -traducida al español en 1914 por Fernando de los Ríos-, ha conocido en Europa una erosión de espectaculares dimensiones. De sus tres elementos clásicos, el territorio, la población y el poder, ¿qué sobrevive? En el territorio tradicional se han formado grietas aparatosas y las fronteras con sus guardias y sus alambradas, aquellas ciudades-frontera, entrañables ciudades hermafroditas, un poco católicas, un poco protestantes, son hoy día un recuerdo apto para contarlo a los hijos. No es, ciertamente, que el territorio se haya disuelto, pero sí ha perdido su vestimenta absoluta, arrolladora o la exclusividad que le acompañó durante mucho tiempo.
Pero, ¿y la población? La aparición en el espacio europeo de unos pueblos venidos de todos los continentes está convirtiendo a la nacionalidad en algo contingente, de suerte que se ha volatilizado en buena medida su condición de elemento decisivo en la estructura del Estado. Es más: no resulta aventurado sostener que se está formando un pueblo europeo, aunque se trata de un proceso lleno de incógnitas y de complejos meandros, forzosamente lento: tan lento como por cierto fue históricamente el proceso de creación del pueblo español o del pueblo alemán, que no surgieron en un rato perdido de la Historia.
En fin, del poder concebido como instancia con voluntad soberana, superior, única en el territorio, ¿qué queda? Hoy en día, a tal voluntad no se llega sino a través de pactos con otros Estados. Por decirlo con palabras de nuestro Tribunal Constitucional: «España es Estado miembro de las comunidades europeas y, por tanto, sujeto a las normas del ordenamiento comunitario que poseen efecto directo para los ciudadanos y tienen primacía sobre las disposiciones internas» (sentencia -entre otras- 130/1995 de 11 de septiembre). No se trata simplemente de una cesión de atribuciones, sino que se están conformando nuevas potestades y un nuevo haz de competencias que, además, afecta a los tres poderes del Estado que van viendo cómo menguan implacablemente sus atribuciones. Convengamos en que no quedan núcleos duros de la disponibilidad del Estado: todos se han ablandado y el mismísimo sacrosanto espacio que ocupa la Constitución ya no puede considerarse seguro ante las mudanzas que vive.
Pero el Estado es como la materia en la física: ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Agónico el Estado nacional tradicional, es preciso proclamar bien alto un ¡viva el Estado!. Porque el Estado no puede convertirse en un ser fantasmal y melancólico que vague sus soledades por los espacios. Antes al contrario, se necesita un poder fuerte y democráticamente organizado que legitime decisiones y medidas que afectan a millones de ciudadanos, que sea capaz de hacer frente a su responsabilidad, es decir, que tenga siempre a punto y engrasado un marco que permita depurar los conflictos sociales evitando su degeneración en un polvorín, capaz de poner contra las cuerdas el delicado orden de la convivencia, es decir, la vieja pax pública, justamente uno de los títulos que están en su origen, allá en la remota Edad Media.
Esto es lo que hacen en estos días los Estados europeos -o el estadounidense-: aparcadas las recetas neoliberales que han pretendido someterlo a una inflexible cura de adelgazamiento, se presentan de nuevo en el escenario luciendo su energía, formidable y ordenadora. Todos se han vuelto hacia él pidiéndole una caridad, la mano amiga que nos ayude a atravesar el río crecido y en ejarbe.
Ahora bien, es un Estado que ya no puede actuar solo, sino de forma coordinada con otros Estados y con los grandes bloques espaciales. Como ha escrito Ulrich Beck, «la ganancia del poder transnacional del Estado tiene que pagarse hasta el último céntimo con las monedas, pequeñas y grandes, de la autonomía nacional, lo que significa que la transnacionalización del poder estatal y la desespacialización de la política van acompañadas de una paulatina autodesnacionalización del Estado y su reñida soberanía».
Este es el modelo que, a trancas y barrancas, con todas las dificultades imaginables, nos ofrece la construcción europea en la que es obligado creer y en la que es obligado avanzar para erigir esa Europa cosmopolita que nos libere de la miopía nacional. Es -como he explicado en algún lugar- la Europa de un poeta como Schiller, autor del Himno de Europa (A la alegría de la Novena de Beethoven) y que utilizó Alemania para su Wallenstein, Francia para La doncella de Orléans, Suiza para Guillermo Tell e incluso España para su Don Carlos.
Precisamente esta crisis nos ha puesto de manifiesto de manera expresiva la exactitud del discurso que vengo sosteniendo. No habrá más forma de organizarse en el futuro, para dar respuesta a las secuelas que las circunstancias actuales dejarán en nuestras pieles, que abandonando la ciencia zombi de la mirada nacional. Pues el gran poder económico, tanto el de las instituciones públicas como el propio de los grandes conglomerados privados, que antaño se ejercía sobre un territorio acotado, tiene hoy como signo distintivo el hecho de independizarse de lugares concretos, es decir, moverse en un marco de extraterritorialidad, que es su arma formidable.
Pero al mismo tiempo descubrimos la enorme dependencia de las instituciones públicas, con poderes de ejecutividad y de coerción en parte cuestionados, de las poderosas instituciones privadas y, en especial, de unos institutos de crédito, que, al entregarles todos nosotros nuestras nóminas, nos atrapan en un abrazo tan ceñido que quedamos uncidos a su suerte: gozosa si es buena; desventurada si es aciaga. No parece haber escapatoria. El Estado, caja de socorros.
A todo ello hay que añadir, para complicar la maraña, la dependencia de los partidos políticos de esos mismos bancos a los que deben sumas ingentes de dinero. Un cierto escalofrío recorre el cuerpo cuando pensamos en esta realidad estremecedora.
Con estos mimbres habremos de construir una nueva teoría del Estado, una nueva explicación que sepa interpretar la realidad de unas instituciones políticas y administrativas zarandeadas a conciencia. Estamos ante el eterno complexio oppositorum en que se han debatido siempre, a lo largo de la Historia, las grandes organizaciones y donde han labrado sus habilidades y su fortaleza.
Se comprenderá, a la vista de este nuevo panorama, cuán viejos se nos ha quedado la hucha de conceptos en la derecha y en la izquierda. Como ha escrito Víctor Pérez Díaz en su última y magnífica obra -El malestar de la democracia-, «no es que en cada momento y lugar no haya diferencias; sino que izquierda y derecha, en general, aspiran a una definición y a una determinación unívocas que unifiquen su trayectoria en el largo plazo; y es esa la determinación que falta o, cuando no falta, es vacua».
Y se comprenderá, asimismo, con cuánta caspa se nos aparece ahora toda la teoría de las «competencias blindadas» de Estatutos como los de Cataluña, Andalucía, etcétera. Por cierto, cuando se trata de engrasar el sistema financiero, ¿dónde están esas comunidades autónomas que tanto brío suelen poner a la hora de instalar la mesa petitoria? Porque debe saberse que en Alemania los Länder han sido llamados a pasar por caja. Así se las gasta el federalismo serio. Por aquí gastamos un federalismo que «facie a todas guisas tuerto e falsedat», que diría el abuelo Gonzalo de Berceo.

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