Tenía que llegar. Llevamos años oyendo hablar de él, viendo su anuncio gozoso, y al final ha venido. Está entre nosotros, habita ya entre nosotros.
El cambio: la gran promesa. ¿Qué partido político, que (des) organización, corporativa, sindical, no ha afrontado unas elecciones o la renovación de sus dirigentes, ofreciendo el cambio? Palabra seductora, palabra que reverbera flotante, palabra de mágicos reflejos.
Meditemos. Antes, no había más pedigüeños que los apostados a la puerta de la catedral con la mano tendida, implorando una caridad por el amor del Dios. Sujetos mal afeitados, andrajosos, con cara de escorbuto, que desconocían las isoflavonas, los cereales y el yogourt con bífidos activos. Que incluso pasaban los fines de semana en su chamizo: solos, torvos, con el alma erizada de rencores, la vida anclada, surtos en el puerto de la desesperanza como un navío quebrantado ...
O aquellas mujeres con una teta al aire de la tarde fría dando de mamar a una criatura arrasada en mocos, mujeres pálidas en el pudridero del mundo, mujeres en llagas, mimadas por el dolor, los amores dormidos, acunados por las tristezas de tantos olvidos.
Ante ellos pasaba el hombre con su gabán de paño, su traje de firma italiana y esa sonrisa color pastel de crema y dureza de tarjeta de crédito propia de los bienaventurados, o correteaba ese niño con bucles color oro y desahogo... O pasaba la mujer enfundada en pieles de animales asustadizos, sublimada ella, emitiendo resplandores de luna llena y satisfecha. Estas gentes -acomodadas en las mejores localidades del teatro de la vida- disparaban las flechas de su dulzura y, estremecidas ante el menesteroso, alargaban una limosna de sus sentimientos que tintineaba como música salida del pentagrama de la magnanimidad.
Y cuando los pobres no estaban a la puerta de la catedral, hacían cola ante la Casa de misericordia que brindaba el plato de sopa con fideos, o ante esos establecimientos humildes pero eficaces que se llamaban la Gota de leche que, menos mal, era leche entera, sin aditivos ni conservantes.
En estos momentos todo este panorama se ha visto enriquecido con el espectáculo magnífico que siempre ofrece el cambio. Porque hoy son los banqueros quienes hacen cola ante las oficinas del ministerio de Hacienda para implorar una caridad por el activo tóxico o la hipoteca subprime. O los fabricantes de coches quienes acuden a Bruselas pordioseando ante la escasa venta de mercedes, volvos, renaultes, nissanes y demás.
Sí, lector, está leyendo bien: los de la banca -antes con la chistera, hoy con escueta visera- a la caza de la limosna del Estado y lo mismo los del automóvil y los de los seguros. Un festival que, al parecer, no ha hecho más que empezar pues ya se anuncian otras peticiones: de quienes venden joyas; de las agencias de viajes; de las inmobiliarias que tienen el mercado inmóvil; de los notarios que apenas dan fe, y de los registradores de la propiedad que ya no se registran más que los bolsillos. Cualquier día nos apuntamos a este desenfreno los catedráticos de derecho administrativo que siempre hemos pedido, por caridad, unas Administraciones más lucidas...
Pero si todo esto no fuera ya de suyo una sorpresa, lo bueno es que el viejo Estado, adusto él, con cara de malas pulgas, lleno de funcionarios malencarados, alojado en oficinas desaliñadas, ese mismo Estado que no tenía para hacer hospitales ni para la investigación ni para la ley de dependencia, ese Estado que hace economías con las viudas o que tarda años en indemnizar a un pobre diablo o siglos en cumplir una sentencia que le obliga a pagar a un litigante, ese mismo Estado, raptado en volandas por la ternura, está acudiendo solícito, raudo, con la bolsa llena, a aliviar al banquero, al especulador, al constructor, a cualquier intoxicado por su propia codicia. Sin pensárselo: con eficacia y celeridad.
Sabíamos por los clásicos que el Estado está edificado sobre el contrato social. Pero nunca imaginamos que tal contrato contuviera una letra pequeña tan emotiva, tan sentimental.
El cambio: la gran promesa. ¿Qué partido político, que (des) organización, corporativa, sindical, no ha afrontado unas elecciones o la renovación de sus dirigentes, ofreciendo el cambio? Palabra seductora, palabra que reverbera flotante, palabra de mágicos reflejos.
Meditemos. Antes, no había más pedigüeños que los apostados a la puerta de la catedral con la mano tendida, implorando una caridad por el amor del Dios. Sujetos mal afeitados, andrajosos, con cara de escorbuto, que desconocían las isoflavonas, los cereales y el yogourt con bífidos activos. Que incluso pasaban los fines de semana en su chamizo: solos, torvos, con el alma erizada de rencores, la vida anclada, surtos en el puerto de la desesperanza como un navío quebrantado ...
O aquellas mujeres con una teta al aire de la tarde fría dando de mamar a una criatura arrasada en mocos, mujeres pálidas en el pudridero del mundo, mujeres en llagas, mimadas por el dolor, los amores dormidos, acunados por las tristezas de tantos olvidos.
Ante ellos pasaba el hombre con su gabán de paño, su traje de firma italiana y esa sonrisa color pastel de crema y dureza de tarjeta de crédito propia de los bienaventurados, o correteaba ese niño con bucles color oro y desahogo... O pasaba la mujer enfundada en pieles de animales asustadizos, sublimada ella, emitiendo resplandores de luna llena y satisfecha. Estas gentes -acomodadas en las mejores localidades del teatro de la vida- disparaban las flechas de su dulzura y, estremecidas ante el menesteroso, alargaban una limosna de sus sentimientos que tintineaba como música salida del pentagrama de la magnanimidad.
Y cuando los pobres no estaban a la puerta de la catedral, hacían cola ante la Casa de misericordia que brindaba el plato de sopa con fideos, o ante esos establecimientos humildes pero eficaces que se llamaban la Gota de leche que, menos mal, era leche entera, sin aditivos ni conservantes.
En estos momentos todo este panorama se ha visto enriquecido con el espectáculo magnífico que siempre ofrece el cambio. Porque hoy son los banqueros quienes hacen cola ante las oficinas del ministerio de Hacienda para implorar una caridad por el activo tóxico o la hipoteca subprime. O los fabricantes de coches quienes acuden a Bruselas pordioseando ante la escasa venta de mercedes, volvos, renaultes, nissanes y demás.
Sí, lector, está leyendo bien: los de la banca -antes con la chistera, hoy con escueta visera- a la caza de la limosna del Estado y lo mismo los del automóvil y los de los seguros. Un festival que, al parecer, no ha hecho más que empezar pues ya se anuncian otras peticiones: de quienes venden joyas; de las agencias de viajes; de las inmobiliarias que tienen el mercado inmóvil; de los notarios que apenas dan fe, y de los registradores de la propiedad que ya no se registran más que los bolsillos. Cualquier día nos apuntamos a este desenfreno los catedráticos de derecho administrativo que siempre hemos pedido, por caridad, unas Administraciones más lucidas...
Pero si todo esto no fuera ya de suyo una sorpresa, lo bueno es que el viejo Estado, adusto él, con cara de malas pulgas, lleno de funcionarios malencarados, alojado en oficinas desaliñadas, ese mismo Estado que no tenía para hacer hospitales ni para la investigación ni para la ley de dependencia, ese Estado que hace economías con las viudas o que tarda años en indemnizar a un pobre diablo o siglos en cumplir una sentencia que le obliga a pagar a un litigante, ese mismo Estado, raptado en volandas por la ternura, está acudiendo solícito, raudo, con la bolsa llena, a aliviar al banquero, al especulador, al constructor, a cualquier intoxicado por su propia codicia. Sin pensárselo: con eficacia y celeridad.
Sabíamos por los clásicos que el Estado está edificado sobre el contrato social. Pero nunca imaginamos que tal contrato contuviera una letra pequeña tan emotiva, tan sentimental.
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