Como este blog es una reunión de amigos con los que uno se gasta confianza, aunque de vez en cuando aterrice algún mastuerzo que babea con los niños o con los secretarios de organización, me permitiré alguna confidencia, siempre con esa esperanza -vana- de que no lea esto quien uno piensa que no lo lee. En cualquier caso, lo vea quien lo vea, se asumen los costes y que se vaya a la porra quien tenga que irse. Para eso es uno funcionario, caramba.
Resulta que hace unos días me llamó el director de una publicación universitaria con la que semanalmente colaboro gustoso. Me dijo que un profesor de universidad se había puesto en contacto con él porque le habían hecho una gran fechoría en un concurso para plaza de contratado doctor en otra universidad. Yo ya me puse a pensar que dónde estaría la novedad del caso, pero apunté el teléfono de esa víctima singular y me comprometí a llamarla por si de ahí salía una columna para la publicación de marras.
Al fin telefoneé. Se puso un señor que rápidamente pasó a contarme con todo detalle el atropello que había sufrido. No mencionaré de qué universidad se trataba, aunque él sí me lo contó. Podría ser cualquiera. Llamaremos X a la universidad que convocaba el concurso e Y a la universidad de la que este aspirante provenía. Para esa plaza en X nuestro interlocutor competía con un candidato local. Las pruebas eran dos. En la primera el tribunal baremaba los currículos de los candidatos. La segunda consistía en una entrevista personal para valorar la adecuación de los concursantes a la plaza. Esto de las entrevistas ya suelta un tufo intenso, como es bien sabido y olido.
El tribunal está dividido y tarda un año entero en ponerse de acuerdo en el baremo y en aplicarlo en la primera prueba. Al fin se consigue que el quinto miembro se incline por uno de los bandos. La suerte está echada. Quien me habla tiene unos veinte años de experiencia docente y reconocido un sexenio de investigación en su universidad. El otro ha dado clase cuatro años y su currículum investigador es sumamente exiguo. Total: al foráneo le dan más puntos en investigación y al local le otorgan más en docencia -cuatro años ganan a veinte, pero la lógica universitaria es así, difusa, fuzzy-, con lo que acaban empatados la primera prueba. En la entrevista el de casa recibe un punto más. Asunto resuelto, ganó quien tenía que ganar.
Hasta ahí me sonaba todo a melodía muy conocida. Se lo digo al protagonista: oye, eso pasa muchísimas veces y en todas las universidades, o casi; es un defecto del sistema, estructural. Me para los pies en seco: no, no, no, su universidad, Y, es mucho más garantista que ésta, que X, pues en la suya al quinto miembro no lo elige el departamento, sino los sindicatos. Qué sutiles distinciones, escolástico habemus. En ese instante me quedo dudando unos segundos, pues me asalta la sospecha de que todo esto es una conspiración para tomarme el pelo; o que tal vez el otro es un cachondo mental y se ríe hasta de sí mismo. Le insisto: hombre, matiz arriba, matiz abajo, en todas las universidades se hacen las normas de sus estatutos y reglamentos para que sus candidatos venzan siempre sobre cualquier concursante ajeno que se presente. Vuelve a la carga y que no, que no es así, que él sabe bien que es un problema de X y no de otras universidades, pues él conoce muy bien el sistema universitario español, que es bastante objetivo. A estas alturas ya se me han erizado hasta lo pelillos de salva sea la parte, pero le sigo el rollo por ver si me han metido en un programa de bromas radiofónicas o cosa por el estilo. Le interrogo sobre por qué conoce tan a fondo el sistema y su respuesta acaba de ponerme turulato del todo: pues que ha tenido un alto cargo en el anterior Ministerio de Educación y que está muy orgulloso de ser uno de los que idearon y organizaron los nuevos sistemas de evaluación universitaria. Apaga y vámonos. No es que me esté tomando el pelo a mí el señor este, no. Es así él, y se quiere. Ha estado metido en ese estropicio y no se arrepiente de nada. Debe de ser de la cuadra de Pepiño.
O sea, y volviendo al tema: mi interlocutor es de los que piensan que la universidad española funciona de vicio, sólo que cuando les pintan bastos a ellos no es porque las universidades se hayan convertido en unas casas de putas por obra y gracia, entre otras cosas, de dichos reformadores ministeriales que no valen más que para calentar sillón de despacho oficial; no, cuando les pintan bastos es que han dado ellos con unos señores muy corruptos que los juzgan muy mal porque les tienen muchísima envidia y los odian por modernizar la institución universitaria. Con un par. Aquí el que no es feliz es porque no quiere.
De todos modos, me digo que ya veré yo cómo salvo la columna para la revista y le planteo una nueva cuestión: oye, con qué grado de precisión quieres que cuente tu caso. No me entiende a la primera. Se lo aclaro: no, que cuántos detalles del caso real quieres que proporcione en mi artículo. Cuanto más exactos esos detalles, más probable que alguien te identifique y sepa que hablamos de tu asunto. Se tira en marcha, tal y como yo esperaba: no, este..., pues... sin detalles, en realidad yo no quiero indisponerme con nadie, verdaderamente yo no tengo nada contra nadie y concursaba sin que me importara tanto el resultado.
Así suelen ser.
Mecagoentó. ¡Fumigación universitaria ya!
Resulta que hace unos días me llamó el director de una publicación universitaria con la que semanalmente colaboro gustoso. Me dijo que un profesor de universidad se había puesto en contacto con él porque le habían hecho una gran fechoría en un concurso para plaza de contratado doctor en otra universidad. Yo ya me puse a pensar que dónde estaría la novedad del caso, pero apunté el teléfono de esa víctima singular y me comprometí a llamarla por si de ahí salía una columna para la publicación de marras.
Al fin telefoneé. Se puso un señor que rápidamente pasó a contarme con todo detalle el atropello que había sufrido. No mencionaré de qué universidad se trataba, aunque él sí me lo contó. Podría ser cualquiera. Llamaremos X a la universidad que convocaba el concurso e Y a la universidad de la que este aspirante provenía. Para esa plaza en X nuestro interlocutor competía con un candidato local. Las pruebas eran dos. En la primera el tribunal baremaba los currículos de los candidatos. La segunda consistía en una entrevista personal para valorar la adecuación de los concursantes a la plaza. Esto de las entrevistas ya suelta un tufo intenso, como es bien sabido y olido.
El tribunal está dividido y tarda un año entero en ponerse de acuerdo en el baremo y en aplicarlo en la primera prueba. Al fin se consigue que el quinto miembro se incline por uno de los bandos. La suerte está echada. Quien me habla tiene unos veinte años de experiencia docente y reconocido un sexenio de investigación en su universidad. El otro ha dado clase cuatro años y su currículum investigador es sumamente exiguo. Total: al foráneo le dan más puntos en investigación y al local le otorgan más en docencia -cuatro años ganan a veinte, pero la lógica universitaria es así, difusa, fuzzy-, con lo que acaban empatados la primera prueba. En la entrevista el de casa recibe un punto más. Asunto resuelto, ganó quien tenía que ganar.
Hasta ahí me sonaba todo a melodía muy conocida. Se lo digo al protagonista: oye, eso pasa muchísimas veces y en todas las universidades, o casi; es un defecto del sistema, estructural. Me para los pies en seco: no, no, no, su universidad, Y, es mucho más garantista que ésta, que X, pues en la suya al quinto miembro no lo elige el departamento, sino los sindicatos. Qué sutiles distinciones, escolástico habemus. En ese instante me quedo dudando unos segundos, pues me asalta la sospecha de que todo esto es una conspiración para tomarme el pelo; o que tal vez el otro es un cachondo mental y se ríe hasta de sí mismo. Le insisto: hombre, matiz arriba, matiz abajo, en todas las universidades se hacen las normas de sus estatutos y reglamentos para que sus candidatos venzan siempre sobre cualquier concursante ajeno que se presente. Vuelve a la carga y que no, que no es así, que él sabe bien que es un problema de X y no de otras universidades, pues él conoce muy bien el sistema universitario español, que es bastante objetivo. A estas alturas ya se me han erizado hasta lo pelillos de salva sea la parte, pero le sigo el rollo por ver si me han metido en un programa de bromas radiofónicas o cosa por el estilo. Le interrogo sobre por qué conoce tan a fondo el sistema y su respuesta acaba de ponerme turulato del todo: pues que ha tenido un alto cargo en el anterior Ministerio de Educación y que está muy orgulloso de ser uno de los que idearon y organizaron los nuevos sistemas de evaluación universitaria. Apaga y vámonos. No es que me esté tomando el pelo a mí el señor este, no. Es así él, y se quiere. Ha estado metido en ese estropicio y no se arrepiente de nada. Debe de ser de la cuadra de Pepiño.
O sea, y volviendo al tema: mi interlocutor es de los que piensan que la universidad española funciona de vicio, sólo que cuando les pintan bastos a ellos no es porque las universidades se hayan convertido en unas casas de putas por obra y gracia, entre otras cosas, de dichos reformadores ministeriales que no valen más que para calentar sillón de despacho oficial; no, cuando les pintan bastos es que han dado ellos con unos señores muy corruptos que los juzgan muy mal porque les tienen muchísima envidia y los odian por modernizar la institución universitaria. Con un par. Aquí el que no es feliz es porque no quiere.
De todos modos, me digo que ya veré yo cómo salvo la columna para la revista y le planteo una nueva cuestión: oye, con qué grado de precisión quieres que cuente tu caso. No me entiende a la primera. Se lo aclaro: no, que cuántos detalles del caso real quieres que proporcione en mi artículo. Cuanto más exactos esos detalles, más probable que alguien te identifique y sepa que hablamos de tu asunto. Se tira en marcha, tal y como yo esperaba: no, este..., pues... sin detalles, en realidad yo no quiero indisponerme con nadie, verdaderamente yo no tengo nada contra nadie y concursaba sin que me importara tanto el resultado.
Así suelen ser.
Mecagoentó. ¡Fumigación universitaria ya!
Sólo tiene valor ético, creo yo, indignarse por las injusticias que otros sufren. Indignarse por las sufridas en carne propia es simplemente un reflejo reactivo, como retirar la mano de una superficie que quema.
ResponderEliminarSalud,
Ni los candidatos locales son siempre los mejores, ni tienen por qué ser siempre los peores... ¿Se le ha ocurrido a alguien poner en tela de juicio esa descripción tan excesiva y abultada de los méritos del candidato foráneo y, sin embargo, tan exigua y lánguida del candidato local?
ResponderEliminarMe pregunto en mi fuero interno, vamos a ver, si el foráneo tiene un sexenio de investigación... es que ha alcanzado ya la condición de funcionario... ¿para qué querría entonces concursar a una plaza de contratado doctor y perder dinero, prestigio y honor académico?
Hmmm, en cualquier caso mi enhorabuena más sincera a ese portento capaz de ocupar un alto cargo en un Ministerio y continuar acumulando años de docencia e investigación excelsas sin interrupción...
Lo fácil ha sido, es y será siempre tirar la piedra contra el otro y esconder la mano. Se hacía mucho y bien con el sistema anterior y se hace aún mejor ahora, con un sistema que obliga a todos los acreditados a asumir que son unos apestados que deben pedir perdón por plegarse a la normativa vigente y disculpas por no tirar la toalla e irse a su casa ante el cambio de sistema de acceso y promoción en eso que se ha dado en llamar la carrera universitaria. Apesta un poco, la verdad.
Entiendo el cabreo generalizado que se trae ahora el personal, pero me hace gracia que a finales de 2001 no se lo gastaran más que los cuatro atontados de los becarios y ayudantes. Ahora que las acreditaciones, evaluaciones y demás porquerías salpican a todos los estamentos y procedimientos universitarios nos damos cuenta de que son eso, una porquería. Pues llevan vigentes desde el 2001 para todos los que estaban en trance de alcanzar el grado de Doctor y para los Doctores que no hubieran accedido ya a la "estabilización de su puesto laboral" y sin tanta algarabía...
Por último, si contribuyó a la creación del sistema, bien empleado le está sufrir en sus carnes las consecuencias.
Se puede tener reconocido un sexenio de investigación -quizá se llame de otro modo- sin ser funcionario. Son las virtudes de esta normativa que considera de forma tan dispar un trabajo, en lo básico, igual para todos. Normativa que, de autonomía en autonomía, cambia. Cosas veredes...
ResponderEliminarA mí es que lo de 'sexenio' me recuerda siempre a una compañera de clase, bastante maciza y bastante cachonda (gloriosa combinación, a fé), que señalaba que 'sexenio equivale a seis años de sexo', causando el connatural 'enaltecimiento' de unos y otros. Qué triste el alejamiento de la realidad cuando hablamos de sexenios de investigación, que, por cierto, siempre se han llamado 'gallifantes'.
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