Debe de resultar muy duro ser poco más que un bebé, un pequeñajo de año y medio, por ejemplo. Sobre todo en estos tiempos. Sospecho que cuando pasé por esa edad ciertos aspectos de la vida infantil eran más llevaderos. Al menos en mi pueblo y con toda la gente de la casa trabajando de sol a sol. Esto, lo de los padecimientos sociales de los más enanos, lo pienso cada vez que alrededor de la pequeña Elsa nos reunimos un grupo de personas que la queremos. Pobre. La intención de los atosigadores no se discute, es buena sin tacha. Pero el resultado ha de ser torturante para el sujeto pasivo de los desvelos.
¿Se imagina usted, amigo adulto, lo que le supondría de hartazgo y mal humor la siguiente situación? Ponga que anda con el cuerpo revuelto, que le ha resultado indigesta la comida anterior o que le duele un pie, cualquier cosa bien molesta y que le ha dejado sin apetito. Llega la hora de la siguiente comida y, pese a su clara resistencia, lo sientan a la mesa. Su pareja, por ejemplo -ya que hablamos de adultos, dejemos de lado al papá y a la mamá y que ocupe su lugar el equivalente funcional, la pareja- le pone delante un plato que no le gusta nada y le insiste para que se lo trague. Usted, dados sus desarreglos físicos en ese instante, se resiste. Simplemente no quiere comer. Otro de los presentes, que también le quiere mucho, decide hacerle una tortilla francesa acompañada de unas lonchas de jamón de york. Nuevos intentos de meterle por las buenas o por las malas el nuevo plato. Usted sigue en sus trece de falta de apetito y se rehúsa como buenamente puede. Entonces lo llevan a la tele, le ponen su programa favorito y, justo cuando sus achaques comenzaban a remitir ante esa agradable distracción, intentan de nuevo hacerle engullir, esta vez un yogur de frutas. Maldición, le vuelve en toda su intensidad la indisposición que casi había olvidado. Se desespera y grita que ya basta. Pero alrededor suena todo un coro de voces enfebrecidas. Dale una fruta, dice uno, inténtalo con un poco de tarta, sugiere el otro simultáneamente, deberías haberle preparado un filete de ternera, tercia el demás allá; y un cuarto o quinto personaje que lo adora aparece con unas patatas fritas al grito de verás como esto si se lo come.
No hay vuelta de hoja, ante tales agobios, que se suman a su malestar físico, a usted le viene un ataque de nervios, se desespera, grita y se tira de los pelos. Entre cohibidos y agresivos, sus afectuosos cuidadores comienzan a discutir entre sí. Insiste, tiene que comer, gritan algunos para hacer oír su opinión por encima de los berridos que usted está soltando. Pero dejadlo en paz, gritan igualmente los demás, debe de ser que no tiene hambre. Tras unos minutos de ruidosísima discusión entre los que de usted se ocupan y por usted se preocupan, vencen los que consideran que no se puede quedar con el estómago vacío, pues no hay más que ver su cara y expresión para darse cuenta de que todos sus males se deben a que usted no ha comido nada. Así que, al rato, aparece el más dispuesto con un humeante puré de garbanzos. Vade retro. Usted pugna por lanzar el plato a los morros del que sonriente se lo presenta, pero un tercero intenta incluso sujetarle las manos, mientras, más allá, dos de los preocupados debaten a voces sobre si será justo o no usar la violencia para obligar a tragar a quien tan tercamente se resiste.
Por fin parece que usted ha ganado y lo sueltan. Pero no era más que el primer asalto. Usted sólo quiere ponerse a sus cosas para olvidar el mal trago y que lo dejen en paz. Pero, solícitos, la concurrencia decide que debe de estar usted muy enfermo y decaído, puesto que no comió. Así que uno viene con un libro que no le gusta nada y pretende leérselo al oído, al tiempo que otro porfía para que usted se fije en un programa muy bonito que está saliendo en la tele y otro más se encapricha y pugna para que usted le dé un beso; justo en ese momento y con ese humor de perros, pretende que usted lo bese y que le recite, además, unas palabras muy bonitas que usted pronuncia muy bien. Usted busca desesperadamente la puerta para escapar de aquel horror, pero cuando ya se creía a salvo, choca con otro ser amado que acude con un vaso de agua y dos aspirinas, para que se las tome sí o sí, pues seguramente tiene fiebre y dolor de cabeza. A usted no le duele la cabeza ni tiene fiebre, sólo ardor estomacal, pero las aspirinas se las meten por la boca mientras le sujetan brazos y piernas. Pase que no quiera comer, pero la medicina hay que tomársela, es por su bien, ahí no cabe resistencia. Las dos aspirinas acaban de destrozarle el estómago y sus dolores ya son insoportables. Entonces lo acuestan, pero usted no puede dormirse con semejante malestar físico y tanto padecimiento psicológico. Llora en la cama mientras le cuentan un cuento en que un señor como usted se murió por no querer comer.
¿Aterrador, verdad? Bueno, querido amigo adulto, pues ahora contésteme a la siguiente pregunta: ¿por qué, si es tan tremendo para los mayores, a los niños les hacemos eso, aprovechando, entre otras cosas, que todavía no saben cagarse en la madre que nos parió a todos, así, con todas las letras?
¿Se imagina usted, amigo adulto, lo que le supondría de hartazgo y mal humor la siguiente situación? Ponga que anda con el cuerpo revuelto, que le ha resultado indigesta la comida anterior o que le duele un pie, cualquier cosa bien molesta y que le ha dejado sin apetito. Llega la hora de la siguiente comida y, pese a su clara resistencia, lo sientan a la mesa. Su pareja, por ejemplo -ya que hablamos de adultos, dejemos de lado al papá y a la mamá y que ocupe su lugar el equivalente funcional, la pareja- le pone delante un plato que no le gusta nada y le insiste para que se lo trague. Usted, dados sus desarreglos físicos en ese instante, se resiste. Simplemente no quiere comer. Otro de los presentes, que también le quiere mucho, decide hacerle una tortilla francesa acompañada de unas lonchas de jamón de york. Nuevos intentos de meterle por las buenas o por las malas el nuevo plato. Usted sigue en sus trece de falta de apetito y se rehúsa como buenamente puede. Entonces lo llevan a la tele, le ponen su programa favorito y, justo cuando sus achaques comenzaban a remitir ante esa agradable distracción, intentan de nuevo hacerle engullir, esta vez un yogur de frutas. Maldición, le vuelve en toda su intensidad la indisposición que casi había olvidado. Se desespera y grita que ya basta. Pero alrededor suena todo un coro de voces enfebrecidas. Dale una fruta, dice uno, inténtalo con un poco de tarta, sugiere el otro simultáneamente, deberías haberle preparado un filete de ternera, tercia el demás allá; y un cuarto o quinto personaje que lo adora aparece con unas patatas fritas al grito de verás como esto si se lo come.
No hay vuelta de hoja, ante tales agobios, que se suman a su malestar físico, a usted le viene un ataque de nervios, se desespera, grita y se tira de los pelos. Entre cohibidos y agresivos, sus afectuosos cuidadores comienzan a discutir entre sí. Insiste, tiene que comer, gritan algunos para hacer oír su opinión por encima de los berridos que usted está soltando. Pero dejadlo en paz, gritan igualmente los demás, debe de ser que no tiene hambre. Tras unos minutos de ruidosísima discusión entre los que de usted se ocupan y por usted se preocupan, vencen los que consideran que no se puede quedar con el estómago vacío, pues no hay más que ver su cara y expresión para darse cuenta de que todos sus males se deben a que usted no ha comido nada. Así que, al rato, aparece el más dispuesto con un humeante puré de garbanzos. Vade retro. Usted pugna por lanzar el plato a los morros del que sonriente se lo presenta, pero un tercero intenta incluso sujetarle las manos, mientras, más allá, dos de los preocupados debaten a voces sobre si será justo o no usar la violencia para obligar a tragar a quien tan tercamente se resiste.
Por fin parece que usted ha ganado y lo sueltan. Pero no era más que el primer asalto. Usted sólo quiere ponerse a sus cosas para olvidar el mal trago y que lo dejen en paz. Pero, solícitos, la concurrencia decide que debe de estar usted muy enfermo y decaído, puesto que no comió. Así que uno viene con un libro que no le gusta nada y pretende leérselo al oído, al tiempo que otro porfía para que usted se fije en un programa muy bonito que está saliendo en la tele y otro más se encapricha y pugna para que usted le dé un beso; justo en ese momento y con ese humor de perros, pretende que usted lo bese y que le recite, además, unas palabras muy bonitas que usted pronuncia muy bien. Usted busca desesperadamente la puerta para escapar de aquel horror, pero cuando ya se creía a salvo, choca con otro ser amado que acude con un vaso de agua y dos aspirinas, para que se las tome sí o sí, pues seguramente tiene fiebre y dolor de cabeza. A usted no le duele la cabeza ni tiene fiebre, sólo ardor estomacal, pero las aspirinas se las meten por la boca mientras le sujetan brazos y piernas. Pase que no quiera comer, pero la medicina hay que tomársela, es por su bien, ahí no cabe resistencia. Las dos aspirinas acaban de destrozarle el estómago y sus dolores ya son insoportables. Entonces lo acuestan, pero usted no puede dormirse con semejante malestar físico y tanto padecimiento psicológico. Llora en la cama mientras le cuentan un cuento en que un señor como usted se murió por no querer comer.
¿Aterrador, verdad? Bueno, querido amigo adulto, pues ahora contésteme a la siguiente pregunta: ¿por qué, si es tan tremendo para los mayores, a los niños les hacemos eso, aprovechando, entre otras cosas, que todavía no saben cagarse en la madre que nos parió a todos, así, con todas las letras?
"La madre que nos parió a todos" suelen ser ejércitos de abuelas atosigando a madres y padres porque la criatura no puede quedarse sin comer, dilecto profesor.
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