Era el Museo de Arte Contemporáneo, orgullo de la ciudad. Los parroquianos circulaban por sus salas henchidos de orgullo, los turistas llegaban en masa para empaparse del nuevo arte, sorprendente y misterioso. Luego se tomaban unos pinchos en el bar.
La dirección del museo no dejaba de parir ideas innovadoras, revolucionarias. Un día se les ocurrió organizar un concurso artístico y convocaron a todos los nuevos creadores. Pero la condición era que las obras se dejasen en el museo anónimamente, que las salas de llenasen de las ideas nacidas de las cabezas más creativas. Se nombró un selecto jurado y se dispuso, además, que la visita delos muy rigurosos jueces sería por sorpresa, un día del mes de junio que no se diría con antelación a nadie, ni a ellos mismos.
En un hotel de cinco estrellas aguardaban impacientes los integrantes del jurado: dos catedráticos, un galerista de Barcelona, un cocinero local de muchos tenedores y el presidente de la Asociación de Amigos del Arte Artero. Al fin un día, cuando ya desesperaban, se presentó un funcionario del Museo y se los llevó a todos en un monovolumen. Era un sábado y llegaron a las once de la mañana. Se les indicó que debían pasear por las salas como unos visitantes más, sin ningún signo externo de su condición. Y así comenzaron su excitante labor, pertrechados de saber y entusiasmo.
De las paredes colgaban cuadros y fotografías que habían ido colocando los desconocidos creadores. Por doquier se tropezaban con esculturas. Pero la avezada mirada de los sabios descartaba esas muestras de arte convencional y desfasado. Tenía que haber por allí productos artísticos más sofisticados, obras vanguardistas, objetos y escenas de mayor empaque imaginativo.
En un rincón de la Sala 2 había surgido una violenta discusión familiar. Eran los López. Esa mañana el matrimonio formado por José Vicente y Elisita había decidido llevar al museo a sus niños, Jenny y Joseba. Pero la abuela, que estaba pasando una larga temporada en el hogar de los López para echar una mano en el cuidado de los niños y la atención de la casa, había alegado que ella también necesitaba oxigenarse y estirar las piernas y los acompañó al museo. De camino se encontraron con la tía Maruchi, que se sumó a la excursión. Cuando apenas llevaban cinco minutos impregnándose de cultura, al niño le vinieron unas ganas incontenibles de hacer caca. El padre le insistió para que aguantase un poco, pues enseguida saldrían; la mamá alegó que quién sabe cómo estarían aquí los baños y que mejor trataba de contenerse. Fue el instante en que la niña comenzó a gritar que le daban miedo esos techos tan altos y la abuela recordó que había dejado los garbanzos en el fuego. La tía Maruchi la emprendió con el paterfamilias, don José Vicente, porque le parecía despótica su manera de hablarle al chaval, momento que aprovechó la esposa para reprocharle que no tenía paciencia y que cuánto se notaba que pasaba poco rato con sus hijos. El hombre replicó indignado y la discusión fue subiendo de tono, con lo que los dos niños y la abuela comenzaron a llorar con desconsuelo y la madre juraba cual carretero. La escena era observada por varios miembros del jurado, que cuchicheaban con disimulo y se iban convenciendo de que se trataba de una performance rompedora con la que algún gran artista, sin duda extranjero y probablemente polaco, pretendía poner en evidencia los desajustes de la familia monoparental y la violencia larvada que corroe las instituciones sociales basadas en el apego. Tomaron los sabios buena nota en sus libretas de la alta calificación que la obra merecía.
En el lateral de una de las salas había una puerta en la que los operarios del Museo y las señoras de la limpieza guardaban sus útiles de trabajo. Por despiste del personal esa puerta no estaba cerrada con llave. Un miembro del jurado se quedó un rato muy pensativo ante esa puerta. Al fin se atrevió a empujarla un poquito y, para su sorpresa, se abrió. Lo que contempló lo dejó traspuesto y no tardó en hacer señas a sus compañeros para que se acercaran. Entraron y lo que observaron los llenó de sorpresa: calderos, escobas, fregonas, una escalera de mano, una caja de herramientas, una paleta de albañil, una caja con clavos y puntas, trozos de madera, tres ladrillos, una gorra con manchas de yeso, un trozo de bocadillo medio envuelto en papel de aluminio, un rollo de papel higiénico y una caja de condones vacía. Cielo santo, qué primor. Se daban codazos los especialistas, se revolvían en éxtasis, cuchicheaban. Era evidente que se hallaban ante una instalación de exquisita factura. La puerta era una sutil representación de esa realidad profunda que se oculta a la mirada social y domesticada. Franquear la puerta era el gesto que se espera del que busca en el arte la manifestación de la evidencia escurridiza que se esconde tras la mismidad de lo cotidiano. Y aquellos objetos desordenados no podían sino plasmar la aleatoriedad de todo orden, el sino ingobernable de las cosas que se buscan sin gobierno ni pauta. El mundo como miscelánea, los seres abandonados a su suerte, la vida sutil de lo inerte, el cosmos como depósito de un azar de fractales, juego de espejos, costura de lo efímero, cicatriz de lo que pasa y se queda.
En ésas se hallaban cuando dos funcionarios uniformados se acercaron a indicarles que allí no podían estar, que ése era un recinto al que les estaba vedado el paso. Sus caras se iluminaron con la mejor de las sonrisas, sus ojos chispeaban con delectación, qué gran idea la de aquellos personajes disfrazados de trabajadores del Museo y que ante ellos fingían autoridad. Perfecta caricatura de las reglas sociales que vedan la conciencia de lo transitorio, excelsa ironía que recrea las interferencias entre el lenguaje y la percepción, remedo de una censura social que no es más que la autocensura que el observador se impone cuando se topa con las complejas configuraciones de lo ignoto. Salieron ordenadamente, satisfechos y llenando sus libretas de exclamaciones. De momento, el resultado del concurso parecía muy claro.
Poco más vieron que les satisficiera. Ya se habían reagrupado y se disponían a retirarse para una deliberación que parecía bien sencilla, cuando un nuevo suceso les turbó. Primero fue un chirriar de frenos, luego el violento impacto de un automóvil amarillo contra la fachada acristalada del museo, finalmente el tintineo de los cristales desparramándose como granizo. El susto fue morrocotudo. Del coche vieron salir a un sujeto vestido de hawaiano y con el cuello rodeado de guirnaldas de colores. Bramaba el buen hombre, se tambaleaba y preguntaba dónde demonios estaba el bar. Al cabo, se desmayó. En el museo sonaban atronadoras las alarmas, de la calle comenzaba a llegar el ulular de las sirenas. No tuvieron que hablar para sentirse de acuerdo. Arte en estado puro. Un arte que canaliza la violencia contra la idea misma de museo, un arte que rompe cadenas y reclama que se recomponga la visión amputada de la obra, un cuestionamiento radical del objeto artístico como naturaleza muerta y disecada, una apelación a la creación urbana y un recuerdo de que el gesto artístico es por definición salvaje e incontrolable. Y esa fuerza del impacto contra los vidrios no podía ser más que reflejo de que las vanguardias resquebrajan los muros de la mirada clásica y agitan en el espectador la conciencia aquietada.
Una ambulancia se llevó al conductor inconsciente, varios guardias municipales ordenaban el tráfico en la calle, alrededor del coche pululaba todo un enjambre de curiosos. Efectos contradictorios que siempre causa la ruptura de lo previsible, síntesis de la mirada libre del ciudadano que explora sus propios límites y de la autoridad que trata de reconducir lo excepcional a lo reglado. Sublime.
Por fin se retiraron a una pequeña sala, contentos. Habría que votar cuál de esas tres esmeradísimas obras merecía el premio. Sonaron unos golpes en la puerta y se presentó un sujeto con traje fucsia, melena rubia y un brillante en cada oreja. “Buenos días”, les dijo en un español dificultoso. “Me llamo Salim-El-Marrasuf y vengo de Marsella. Les hemos estado filmando todo el rato. Prodigioso, prodigioso. Yo he financiado su viaje y su estancia aquí. Mía es la idea de este concurso, que no es tal. Ustedes son mi obra, su comportamiento es la trama de mi creación. Fabuloso, fabuloso. El próximo mes este vídeo se proyectará en todas las salas del Museo. Será un acontecimiento histórico”.
El entusiasmo resultó inenarrable. Una metaobra artística, sin duda, un nivel más en la espiral imaginativa de ese museo puntero. Y ellos colocados en esa privilegiada posición del especialista que es al mismo tiempo parte de la obra que interpreta, significante y significado aunados en dialéctica síntesis, estética de la recepción recibida con los brazos abiertos. Apoteósico. Acordaron que escribirían un libro colectivo sobre la nueva exposición y que propondrían una segunda parte de la misma en la que ellos presentaran su libro todo el rato, para incorporarse así a la obra de la que ya eran parte esencial, hiperincorporación, la materia del arte expresándose sobre lo por ella misma expresado, bucle semiótico, discurso que se retroalimenta y cierra así el círculo icónico entre construcción y deconstrucción, con salida hacia una reconstrucción siempre provisional y en permanente rehacerse. Al director del Museo, Borja Benito Smith-Trescantos, le pareció una excelente idea y dio su visto bueno inmediatamente.
Con lo que cobraron se fueron de putas esa noche, sabedores de que el arte imperecedero les acompaña siempre, de que lo llevan puesto.
La dirección del museo no dejaba de parir ideas innovadoras, revolucionarias. Un día se les ocurrió organizar un concurso artístico y convocaron a todos los nuevos creadores. Pero la condición era que las obras se dejasen en el museo anónimamente, que las salas de llenasen de las ideas nacidas de las cabezas más creativas. Se nombró un selecto jurado y se dispuso, además, que la visita delos muy rigurosos jueces sería por sorpresa, un día del mes de junio que no se diría con antelación a nadie, ni a ellos mismos.
En un hotel de cinco estrellas aguardaban impacientes los integrantes del jurado: dos catedráticos, un galerista de Barcelona, un cocinero local de muchos tenedores y el presidente de la Asociación de Amigos del Arte Artero. Al fin un día, cuando ya desesperaban, se presentó un funcionario del Museo y se los llevó a todos en un monovolumen. Era un sábado y llegaron a las once de la mañana. Se les indicó que debían pasear por las salas como unos visitantes más, sin ningún signo externo de su condición. Y así comenzaron su excitante labor, pertrechados de saber y entusiasmo.
De las paredes colgaban cuadros y fotografías que habían ido colocando los desconocidos creadores. Por doquier se tropezaban con esculturas. Pero la avezada mirada de los sabios descartaba esas muestras de arte convencional y desfasado. Tenía que haber por allí productos artísticos más sofisticados, obras vanguardistas, objetos y escenas de mayor empaque imaginativo.
En un rincón de la Sala 2 había surgido una violenta discusión familiar. Eran los López. Esa mañana el matrimonio formado por José Vicente y Elisita había decidido llevar al museo a sus niños, Jenny y Joseba. Pero la abuela, que estaba pasando una larga temporada en el hogar de los López para echar una mano en el cuidado de los niños y la atención de la casa, había alegado que ella también necesitaba oxigenarse y estirar las piernas y los acompañó al museo. De camino se encontraron con la tía Maruchi, que se sumó a la excursión. Cuando apenas llevaban cinco minutos impregnándose de cultura, al niño le vinieron unas ganas incontenibles de hacer caca. El padre le insistió para que aguantase un poco, pues enseguida saldrían; la mamá alegó que quién sabe cómo estarían aquí los baños y que mejor trataba de contenerse. Fue el instante en que la niña comenzó a gritar que le daban miedo esos techos tan altos y la abuela recordó que había dejado los garbanzos en el fuego. La tía Maruchi la emprendió con el paterfamilias, don José Vicente, porque le parecía despótica su manera de hablarle al chaval, momento que aprovechó la esposa para reprocharle que no tenía paciencia y que cuánto se notaba que pasaba poco rato con sus hijos. El hombre replicó indignado y la discusión fue subiendo de tono, con lo que los dos niños y la abuela comenzaron a llorar con desconsuelo y la madre juraba cual carretero. La escena era observada por varios miembros del jurado, que cuchicheaban con disimulo y se iban convenciendo de que se trataba de una performance rompedora con la que algún gran artista, sin duda extranjero y probablemente polaco, pretendía poner en evidencia los desajustes de la familia monoparental y la violencia larvada que corroe las instituciones sociales basadas en el apego. Tomaron los sabios buena nota en sus libretas de la alta calificación que la obra merecía.
En el lateral de una de las salas había una puerta en la que los operarios del Museo y las señoras de la limpieza guardaban sus útiles de trabajo. Por despiste del personal esa puerta no estaba cerrada con llave. Un miembro del jurado se quedó un rato muy pensativo ante esa puerta. Al fin se atrevió a empujarla un poquito y, para su sorpresa, se abrió. Lo que contempló lo dejó traspuesto y no tardó en hacer señas a sus compañeros para que se acercaran. Entraron y lo que observaron los llenó de sorpresa: calderos, escobas, fregonas, una escalera de mano, una caja de herramientas, una paleta de albañil, una caja con clavos y puntas, trozos de madera, tres ladrillos, una gorra con manchas de yeso, un trozo de bocadillo medio envuelto en papel de aluminio, un rollo de papel higiénico y una caja de condones vacía. Cielo santo, qué primor. Se daban codazos los especialistas, se revolvían en éxtasis, cuchicheaban. Era evidente que se hallaban ante una instalación de exquisita factura. La puerta era una sutil representación de esa realidad profunda que se oculta a la mirada social y domesticada. Franquear la puerta era el gesto que se espera del que busca en el arte la manifestación de la evidencia escurridiza que se esconde tras la mismidad de lo cotidiano. Y aquellos objetos desordenados no podían sino plasmar la aleatoriedad de todo orden, el sino ingobernable de las cosas que se buscan sin gobierno ni pauta. El mundo como miscelánea, los seres abandonados a su suerte, la vida sutil de lo inerte, el cosmos como depósito de un azar de fractales, juego de espejos, costura de lo efímero, cicatriz de lo que pasa y se queda.
En ésas se hallaban cuando dos funcionarios uniformados se acercaron a indicarles que allí no podían estar, que ése era un recinto al que les estaba vedado el paso. Sus caras se iluminaron con la mejor de las sonrisas, sus ojos chispeaban con delectación, qué gran idea la de aquellos personajes disfrazados de trabajadores del Museo y que ante ellos fingían autoridad. Perfecta caricatura de las reglas sociales que vedan la conciencia de lo transitorio, excelsa ironía que recrea las interferencias entre el lenguaje y la percepción, remedo de una censura social que no es más que la autocensura que el observador se impone cuando se topa con las complejas configuraciones de lo ignoto. Salieron ordenadamente, satisfechos y llenando sus libretas de exclamaciones. De momento, el resultado del concurso parecía muy claro.
Poco más vieron que les satisficiera. Ya se habían reagrupado y se disponían a retirarse para una deliberación que parecía bien sencilla, cuando un nuevo suceso les turbó. Primero fue un chirriar de frenos, luego el violento impacto de un automóvil amarillo contra la fachada acristalada del museo, finalmente el tintineo de los cristales desparramándose como granizo. El susto fue morrocotudo. Del coche vieron salir a un sujeto vestido de hawaiano y con el cuello rodeado de guirnaldas de colores. Bramaba el buen hombre, se tambaleaba y preguntaba dónde demonios estaba el bar. Al cabo, se desmayó. En el museo sonaban atronadoras las alarmas, de la calle comenzaba a llegar el ulular de las sirenas. No tuvieron que hablar para sentirse de acuerdo. Arte en estado puro. Un arte que canaliza la violencia contra la idea misma de museo, un arte que rompe cadenas y reclama que se recomponga la visión amputada de la obra, un cuestionamiento radical del objeto artístico como naturaleza muerta y disecada, una apelación a la creación urbana y un recuerdo de que el gesto artístico es por definición salvaje e incontrolable. Y esa fuerza del impacto contra los vidrios no podía ser más que reflejo de que las vanguardias resquebrajan los muros de la mirada clásica y agitan en el espectador la conciencia aquietada.
Una ambulancia se llevó al conductor inconsciente, varios guardias municipales ordenaban el tráfico en la calle, alrededor del coche pululaba todo un enjambre de curiosos. Efectos contradictorios que siempre causa la ruptura de lo previsible, síntesis de la mirada libre del ciudadano que explora sus propios límites y de la autoridad que trata de reconducir lo excepcional a lo reglado. Sublime.
Por fin se retiraron a una pequeña sala, contentos. Habría que votar cuál de esas tres esmeradísimas obras merecía el premio. Sonaron unos golpes en la puerta y se presentó un sujeto con traje fucsia, melena rubia y un brillante en cada oreja. “Buenos días”, les dijo en un español dificultoso. “Me llamo Salim-El-Marrasuf y vengo de Marsella. Les hemos estado filmando todo el rato. Prodigioso, prodigioso. Yo he financiado su viaje y su estancia aquí. Mía es la idea de este concurso, que no es tal. Ustedes son mi obra, su comportamiento es la trama de mi creación. Fabuloso, fabuloso. El próximo mes este vídeo se proyectará en todas las salas del Museo. Será un acontecimiento histórico”.
El entusiasmo resultó inenarrable. Una metaobra artística, sin duda, un nivel más en la espiral imaginativa de ese museo puntero. Y ellos colocados en esa privilegiada posición del especialista que es al mismo tiempo parte de la obra que interpreta, significante y significado aunados en dialéctica síntesis, estética de la recepción recibida con los brazos abiertos. Apoteósico. Acordaron que escribirían un libro colectivo sobre la nueva exposición y que propondrían una segunda parte de la misma en la que ellos presentaran su libro todo el rato, para incorporarse así a la obra de la que ya eran parte esencial, hiperincorporación, la materia del arte expresándose sobre lo por ella misma expresado, bucle semiótico, discurso que se retroalimenta y cierra así el círculo icónico entre construcción y deconstrucción, con salida hacia una reconstrucción siempre provisional y en permanente rehacerse. Al director del Museo, Borja Benito Smith-Trescantos, le pareció una excelente idea y dio su visto bueno inmediatamente.
Con lo que cobraron se fueron de putas esa noche, sabedores de que el arte imperecedero les acompaña siempre, de que lo llevan puesto.
Genial!
ResponderEliminarLos relatos museísticos (y en particular los centrados en el ¿arte? contemporáneo) que se publican en este blog son muy de mi gusto. Todavía se descojona más de uno al leer aquella noticia acerca de los comportamientos sexuales de los visitantes a un centro ¿artistico? de esos. ¡Siga, siga, por favor!
ResponderEliminarDios, qué nivel de sensacionalidad. Tengo un par de muy buenos amigos comisarios de exposiciones, galeristas: arti-sabios en definitiva (pero con sentido común). Tengo que darles la dirección de esta entrada.
ResponderEliminarComo siempre, maestro, enhorabuena