(Publicado en el nº 23, enero-febrero, de El Notario del Siglo XXI).
Qué diríamos si un cirujano va a operar una pierna enferma pero, de paso y ya puestos, amputa la otra. Y qué si se disculpara alegando que es mejor ir ligero de extremidades. ¿Y si, con las mismas e idéntico desparpajo, dice que tranquilos, pues hay unas muletas buenísimas y los más necesitados las tendrán subvencionadas? Algo de eso pasa con las reformas en curso de los planes de estudios para adaptarse el llamado sistema de Bolonia, al menos en lo que se refiere a la carrera de Derecho: había males que sanar, ciertamente, pero también se llevan por delante partes sanas y necesarias y, al tiempo, pretenden vendernos a buen precio unos apósitos extraños a nuestra tradición académica y de dudosa utilidad para nuestros padecimientos. Desglosemos estas tres dimensiones del asunto.
La enseñanza del Derecho estaba necesitando un remozamiento urgente. Quedan todavía universidades que aplican los planes de 1953, como si no hubiera llovido. Y en muchas de las que a su tiempo rehicieron sus estudios acabó imperando la pura lógica político-burocrática: a más influencia y más votos en los órganos decisorios de tal área, tal escuela o tal grupo, más asignaturas y más créditos para ellos. A lo desfasado o caótico de muchos contenidos de los planes se suma el anquilosamiento de los métodos. Ese profesor que, con la mirada perdida en el techo, diserta horas y horas sobre concepto método y fuentes de la disciplina y sobre sus antecedentes romanos y medievales, mientras los alumnos resoplan tomando los apuntes que memorizarán para el examen parcial, es una antigualla disfuncional que hay que superar. No porque esos antecedentes y encajes no tengan importancia, sino porque no deben exponerse así y en detrimento de otros contenidos más actuales y más necesarios para la teoría y la práctica jurídicas. Se imponía y se impone una renovación para acabar con la vieja idea de que explicar Derecho es dictar definiciones, naturalezas jurídicas y clasificaciones, y con el cliché de que saber Derecho equivale a recitar de memoria todo eso y, además, repertorios completos de legislación y las fechas de algunas sentencias.
Mejor articulación entre doctrina y praxis, más atención a las dinámicas reales de la vida jurídica, consideración más central del caso y el problema, manejo más solvente de las herramientas conceptuales y prácticas con las que se lidia en las profesiones jurídicas, todo eso es lo que la enseñanza del Derecho en nuestro país está necesitando. ¿Lo tendremos con las reformas en curso? Cabe temer que no, o no del mejor modo.
Para empezar, el contenido de los planes de estudio. Donde hasta ahora había desorden tendremos simplemente caos. El Ministerio se ha negado a sentar directrices de contenido y cada universidad puede hacer de su capa un sayo y componer sus planes como quiera. Cierto que luego los fiscaliza una agencia estatal, pero tampoco ésta tiene criterio conocido y preestablecido y es muy de temer que se fije solamente en el tipo de banalidades y florituras que ahora se llevan: que si ratios, que si competencias pretendidas, que si habilidades propuestas, que si disponibilidad de nuevas tecnologías o posibilidad de comunicarse por correo electrónico con el alumno o de proporcionar materiales on line. Objetivo principal: lo accesorio. De hecho, los que en estos momentos andan aquí y allá enfrascados en la redacción de los nuevos planes se copian como locos unos a otros en esos apartados coloquialmente tildados como “paja” y que son los que más importan, al parecer, a las agencias de diseño que se ocupan de tales “frivolités”. Ah, y también es obligatorio poner que cosas tales como los derechos humanos, la igualdad de género y el desarrollo sostenible son transversales a todo plan. Usted puede componer una carrera de Derecho sin Derecho Penal apenas o con sólo un mes de Mercantil, pero no puede olvidar ninguna exquisitez transversal ni perpendicular ni oblicua. Las tontunas y la “political correctness” marcan la pauta de los nuevos tiempos universitarios, del pensamiento crítico hemos pasado a un estado crítico del pensamiento. La hiperburocratización es un problema, pero si le sumamos la estolidez, tenemos la imagen perfecta de la universidad actual y su gestión en todos los niveles: pura burocracia boba, vacua apariencia de modernidad, mezcla procaz de churras con merinas.
La gran razón que se invoca para presentar las nuevas reformas como inevitables es la convergencia de los títulos en el Espacio Europeo de Educación Superior. Se trata, en teoría, de que cada carrera tenga en toda Europa una mínima homogeneidad teórica y metodológica, pero para ello se diseñan las carreras más heterogéneas que podamos imaginar. Convergencia de lo divergente, armonización de lo heterogéneo, pero forzando la divergencia y la heterogeneidad. Cómo se va a parecer una carrera de Derecho estudiada en Almería, Oviedo o Salamanca a la que es estudia en Bolonia, Coimbra o Lovaina, si resulta que las españolas no se asemejan apenas entres ellas. Esa reforma integradora deja de tener sentido si resulta que desintegra, como vemos, si no unifica, sino que hace más dispares nuestras Facultades entre sí y con las europeas. Pero, además, esa reforma no es realmente obligatoria en términos jurídicos. Fueron ocurrencias de unos cuanto políticos europeos seducidos por pedagogos a la violeta y existen países, como Alemania, que no las van a seguir en sus Facultades de Derecho. ¿Alguien se cree que tendrán problemas por ello los títulos o los titulados alemanes? ¿Alguno piensa que nuestra enseñanza de Leyes será mejor que la tradicional de las universidades alemanas?
Con la disculpa de la pequeña operación que hacía falta para corregir unas viejas lesiones se ha provocado una escabechina y se ha hecho más mal que el que se quería curar. Se restan horas de clases de las materias principales para la formación de un jurista, se acorrala la clase magistral, incluso la bien llevada, amena y documentada, y se pretende instaurar todo un sistema ramplón de trabajitos caseros, tutorías virtuales y calificaciones dictadas a golpe de todo el mundo es bueno y, por tanto, todo alumno progresa adecuadamente. Comenzó el declive en las escuelas primarias, siguió en los institutos y ya llega con su carga de superficial modernidad a las universidades. Donde pisa la santa alianza de la cursilería pedagógica y la ramplonería política no vuelve a crecer un conocimiento serio, aun cuando se multipliquen los títulos y las mercedes. Una plaga que ya estamos pagando y que pagaremos aún mucho más en términos de nuestra ciencia, nuestra economía y nuestro desarrollo.
En este ambiente se encuentra actualmente el profesor español de Derecho: las explicaciones deben descargarse de contenido doctrinal, nada de polémicas de autores y corrientes; los textos de estudio deben omitir todo componente erudito y aligerar al máximo las referencias; en las clases ha de darse preferencia al debate poco menos que periodístico sobre cuestiones de actualidad; los baremos de calificación tienen que bajarse para evitar el temido fracaso escolar y que la “clientela” se vaya a otros centros menos exigentes; las evaluaciones han de tener en cuenta cosas tan chuscas como la capacidad de liderazgo del alumno y su disposición al diálogo en el aula, que muchos llamarán descaro e improvisación. Y a la hora de evaluar el rendimiento investigador del profesorado, basten un par de detalles: una sesuda monografía cuenta lo mismo que un artículo corto y trivial publicado en una revista bendecida con “índice de impacto” amañado en oscuros gabinetes de expertos que han hecho de la evaluación su empresa. Y, en la misma línea, prácticamente todas las agencias que actualmente califican los currículos de los profesores para todo tipo de acreditaciones y ascensos se conforman con recibir fotocopia de la página primera y última de cada publicación científica de los candidatos; para juzgar al peso no hace falta leer ni dirimir calidades. Eso, ciertamente, no es algo que venga impuesto por el sistema de Bolonia, pero la gran mayoría de las demás cosas que se están colando con la reforma tampoco, y todo ello, en conjunto, marca el ambiente de hoy en nuestras Facultades.
Se podan los excesos, tal vez, pero se cercena también todo rastro de ciencia y de rigor, tanto docente como investigador. De los profesores se pretende que gasten la mayor parte de su tiempo en la elaboración de dossieres, informes y memorias, además de que se premia el ejercicio de cargos de gestión universitaria. Al tiempo, se van abriendo las puertas para la prejubilaciones y por esa vía se marchan en triste goteo, cansados, aburridos, incomprendidos y hastiados, los mejores maestros que quedaban.
Donde había una licenciatura en Derecho que precisaba algún aire nuevo y mejor impulso, se coloca un título de grado que es una caricatura de formación jurídica, un refrito insustancial y simplón y a la medida de los intereses locales de turno. A cambio, se pronuncia otra palabra con resonancias mágicas, especialización, y se insiste en que la misma llegará de la mano de unos másteres que tendrán otro precio y habilitarán para las profesiones. Esos másteres serán los que en cada Facultad permitan la correlación de fuerzas, la visión de las respectivas Consejerías y, sobre todo, los dineros. La consigna es que las reformas han de hacerse a coste cero. Las universidades pequeñas, que son la mayoría, se van conformando con impartir como maestría lo que antes brindaban las escuelas de práctica jurídica. ¿Hacía falta tanta alforja para un viaje tan corto? Cierto es que el estudiante con dineros podrá irse a alguna capital importante o a otro país para cursar un posgrado serio y para completar su elemental formación previa. Qué duda cabe de que por ahí apuntan buenos negocios y de que las élites sociales y económicas tendrán mayor facilidad para asegurar su dominio. Hasta ahora, mal que bien, muchos estudiantes podían recibir una formación jurídica bastante completa en las universidades públicas y competir con cierta igualdad en el mercado profesional. En adelante serán unos pocos los que estén en condiciones sobreponerse a la inanidad de las nuevas enseñanzas, y una gran masa los que dispondrán de un título de graduado en Derecho que sólo les servirá para enmarcarlo en su salón antes de salir a buscarse la vida en un medio poco dado a la igualdad de oportunidades. Y, con todo eso, aún pretenden convencernos de que nos acercamos a Europa y nos hacemos más competitivos; y de que es una reforma avanzada y progresista.
O puede que, en el fondo, todo sea una avispada maniobra para lograr una convergencia de otro tipo: para que los futuros juristas estén al nivel que ya demuestra el legislador, ese legislador estatal y autonómico que está convirtiendo las gacetas oficiales en panfletos y la retórica parlamentaria en vil propaganda, ese legislador que apenas hace ya más legislación que legislación simbólica y que, desde un maremágnum de disposiciones sin coherencia, sin sistema y sin auténtica estructura de preceptos, nos lanza día tras día fofa moralina para consumo de masas iletradas y electores sumisos. ¿Acaso podemos entender de otra manera el empeño en que las Facultades de Derecho bajen el la exigencia de sus títulos y el rigor de sus explicaciones?
Súmese a la crisis del legislador el descrédito de la ley en gran parte de la doctrina jurídica actual y tendremos el panorama completo. Se fomenta un modelo de aplicador del Derecho más atento a principios y a justicias que al resultado vinculante de la norma legal que nace de la soberanía popular; se quiere un juez moralmente virtuoso, de estilo salomónico y que decida de modo bien similar a un árbitro en equidad. Un juez, en suma, más sensible a los guiños del medio y las presiones del contexto político y mediático que a la rígida vinculación de la ley, un juez que no se haga responsable del uso de los márgenes de discrecionalidad que las normas positivas le dejan y que se ampare bajo el supuesto dictado preciso de valores y principios morales perfectamente indeterminados en el fondo y que todo lo aguantan. Y, en verdad, para que campen felices legisladores así y para que sea ése el modelo imperante de operador jurídico, conviene liberar a los estudiantes de Derecho de las duras servidumbres de los códigos, de la dogmática jurídica seria y de las arideces de la buena técnica jurídica y convertirlos en tertulianos más hábiles que expertos y más desenvueltos que ciertamente competentes.
Al final todo encaja y la culpa no es de Bolonia. Bolonia no es más que el pretexto.
La enseñanza del Derecho estaba necesitando un remozamiento urgente. Quedan todavía universidades que aplican los planes de 1953, como si no hubiera llovido. Y en muchas de las que a su tiempo rehicieron sus estudios acabó imperando la pura lógica político-burocrática: a más influencia y más votos en los órganos decisorios de tal área, tal escuela o tal grupo, más asignaturas y más créditos para ellos. A lo desfasado o caótico de muchos contenidos de los planes se suma el anquilosamiento de los métodos. Ese profesor que, con la mirada perdida en el techo, diserta horas y horas sobre concepto método y fuentes de la disciplina y sobre sus antecedentes romanos y medievales, mientras los alumnos resoplan tomando los apuntes que memorizarán para el examen parcial, es una antigualla disfuncional que hay que superar. No porque esos antecedentes y encajes no tengan importancia, sino porque no deben exponerse así y en detrimento de otros contenidos más actuales y más necesarios para la teoría y la práctica jurídicas. Se imponía y se impone una renovación para acabar con la vieja idea de que explicar Derecho es dictar definiciones, naturalezas jurídicas y clasificaciones, y con el cliché de que saber Derecho equivale a recitar de memoria todo eso y, además, repertorios completos de legislación y las fechas de algunas sentencias.
Mejor articulación entre doctrina y praxis, más atención a las dinámicas reales de la vida jurídica, consideración más central del caso y el problema, manejo más solvente de las herramientas conceptuales y prácticas con las que se lidia en las profesiones jurídicas, todo eso es lo que la enseñanza del Derecho en nuestro país está necesitando. ¿Lo tendremos con las reformas en curso? Cabe temer que no, o no del mejor modo.
Para empezar, el contenido de los planes de estudio. Donde hasta ahora había desorden tendremos simplemente caos. El Ministerio se ha negado a sentar directrices de contenido y cada universidad puede hacer de su capa un sayo y componer sus planes como quiera. Cierto que luego los fiscaliza una agencia estatal, pero tampoco ésta tiene criterio conocido y preestablecido y es muy de temer que se fije solamente en el tipo de banalidades y florituras que ahora se llevan: que si ratios, que si competencias pretendidas, que si habilidades propuestas, que si disponibilidad de nuevas tecnologías o posibilidad de comunicarse por correo electrónico con el alumno o de proporcionar materiales on line. Objetivo principal: lo accesorio. De hecho, los que en estos momentos andan aquí y allá enfrascados en la redacción de los nuevos planes se copian como locos unos a otros en esos apartados coloquialmente tildados como “paja” y que son los que más importan, al parecer, a las agencias de diseño que se ocupan de tales “frivolités”. Ah, y también es obligatorio poner que cosas tales como los derechos humanos, la igualdad de género y el desarrollo sostenible son transversales a todo plan. Usted puede componer una carrera de Derecho sin Derecho Penal apenas o con sólo un mes de Mercantil, pero no puede olvidar ninguna exquisitez transversal ni perpendicular ni oblicua. Las tontunas y la “political correctness” marcan la pauta de los nuevos tiempos universitarios, del pensamiento crítico hemos pasado a un estado crítico del pensamiento. La hiperburocratización es un problema, pero si le sumamos la estolidez, tenemos la imagen perfecta de la universidad actual y su gestión en todos los niveles: pura burocracia boba, vacua apariencia de modernidad, mezcla procaz de churras con merinas.
La gran razón que se invoca para presentar las nuevas reformas como inevitables es la convergencia de los títulos en el Espacio Europeo de Educación Superior. Se trata, en teoría, de que cada carrera tenga en toda Europa una mínima homogeneidad teórica y metodológica, pero para ello se diseñan las carreras más heterogéneas que podamos imaginar. Convergencia de lo divergente, armonización de lo heterogéneo, pero forzando la divergencia y la heterogeneidad. Cómo se va a parecer una carrera de Derecho estudiada en Almería, Oviedo o Salamanca a la que es estudia en Bolonia, Coimbra o Lovaina, si resulta que las españolas no se asemejan apenas entres ellas. Esa reforma integradora deja de tener sentido si resulta que desintegra, como vemos, si no unifica, sino que hace más dispares nuestras Facultades entre sí y con las europeas. Pero, además, esa reforma no es realmente obligatoria en términos jurídicos. Fueron ocurrencias de unos cuanto políticos europeos seducidos por pedagogos a la violeta y existen países, como Alemania, que no las van a seguir en sus Facultades de Derecho. ¿Alguien se cree que tendrán problemas por ello los títulos o los titulados alemanes? ¿Alguno piensa que nuestra enseñanza de Leyes será mejor que la tradicional de las universidades alemanas?
Con la disculpa de la pequeña operación que hacía falta para corregir unas viejas lesiones se ha provocado una escabechina y se ha hecho más mal que el que se quería curar. Se restan horas de clases de las materias principales para la formación de un jurista, se acorrala la clase magistral, incluso la bien llevada, amena y documentada, y se pretende instaurar todo un sistema ramplón de trabajitos caseros, tutorías virtuales y calificaciones dictadas a golpe de todo el mundo es bueno y, por tanto, todo alumno progresa adecuadamente. Comenzó el declive en las escuelas primarias, siguió en los institutos y ya llega con su carga de superficial modernidad a las universidades. Donde pisa la santa alianza de la cursilería pedagógica y la ramplonería política no vuelve a crecer un conocimiento serio, aun cuando se multipliquen los títulos y las mercedes. Una plaga que ya estamos pagando y que pagaremos aún mucho más en términos de nuestra ciencia, nuestra economía y nuestro desarrollo.
En este ambiente se encuentra actualmente el profesor español de Derecho: las explicaciones deben descargarse de contenido doctrinal, nada de polémicas de autores y corrientes; los textos de estudio deben omitir todo componente erudito y aligerar al máximo las referencias; en las clases ha de darse preferencia al debate poco menos que periodístico sobre cuestiones de actualidad; los baremos de calificación tienen que bajarse para evitar el temido fracaso escolar y que la “clientela” se vaya a otros centros menos exigentes; las evaluaciones han de tener en cuenta cosas tan chuscas como la capacidad de liderazgo del alumno y su disposición al diálogo en el aula, que muchos llamarán descaro e improvisación. Y a la hora de evaluar el rendimiento investigador del profesorado, basten un par de detalles: una sesuda monografía cuenta lo mismo que un artículo corto y trivial publicado en una revista bendecida con “índice de impacto” amañado en oscuros gabinetes de expertos que han hecho de la evaluación su empresa. Y, en la misma línea, prácticamente todas las agencias que actualmente califican los currículos de los profesores para todo tipo de acreditaciones y ascensos se conforman con recibir fotocopia de la página primera y última de cada publicación científica de los candidatos; para juzgar al peso no hace falta leer ni dirimir calidades. Eso, ciertamente, no es algo que venga impuesto por el sistema de Bolonia, pero la gran mayoría de las demás cosas que se están colando con la reforma tampoco, y todo ello, en conjunto, marca el ambiente de hoy en nuestras Facultades.
Se podan los excesos, tal vez, pero se cercena también todo rastro de ciencia y de rigor, tanto docente como investigador. De los profesores se pretende que gasten la mayor parte de su tiempo en la elaboración de dossieres, informes y memorias, además de que se premia el ejercicio de cargos de gestión universitaria. Al tiempo, se van abriendo las puertas para la prejubilaciones y por esa vía se marchan en triste goteo, cansados, aburridos, incomprendidos y hastiados, los mejores maestros que quedaban.
Donde había una licenciatura en Derecho que precisaba algún aire nuevo y mejor impulso, se coloca un título de grado que es una caricatura de formación jurídica, un refrito insustancial y simplón y a la medida de los intereses locales de turno. A cambio, se pronuncia otra palabra con resonancias mágicas, especialización, y se insiste en que la misma llegará de la mano de unos másteres que tendrán otro precio y habilitarán para las profesiones. Esos másteres serán los que en cada Facultad permitan la correlación de fuerzas, la visión de las respectivas Consejerías y, sobre todo, los dineros. La consigna es que las reformas han de hacerse a coste cero. Las universidades pequeñas, que son la mayoría, se van conformando con impartir como maestría lo que antes brindaban las escuelas de práctica jurídica. ¿Hacía falta tanta alforja para un viaje tan corto? Cierto es que el estudiante con dineros podrá irse a alguna capital importante o a otro país para cursar un posgrado serio y para completar su elemental formación previa. Qué duda cabe de que por ahí apuntan buenos negocios y de que las élites sociales y económicas tendrán mayor facilidad para asegurar su dominio. Hasta ahora, mal que bien, muchos estudiantes podían recibir una formación jurídica bastante completa en las universidades públicas y competir con cierta igualdad en el mercado profesional. En adelante serán unos pocos los que estén en condiciones sobreponerse a la inanidad de las nuevas enseñanzas, y una gran masa los que dispondrán de un título de graduado en Derecho que sólo les servirá para enmarcarlo en su salón antes de salir a buscarse la vida en un medio poco dado a la igualdad de oportunidades. Y, con todo eso, aún pretenden convencernos de que nos acercamos a Europa y nos hacemos más competitivos; y de que es una reforma avanzada y progresista.
O puede que, en el fondo, todo sea una avispada maniobra para lograr una convergencia de otro tipo: para que los futuros juristas estén al nivel que ya demuestra el legislador, ese legislador estatal y autonómico que está convirtiendo las gacetas oficiales en panfletos y la retórica parlamentaria en vil propaganda, ese legislador que apenas hace ya más legislación que legislación simbólica y que, desde un maremágnum de disposiciones sin coherencia, sin sistema y sin auténtica estructura de preceptos, nos lanza día tras día fofa moralina para consumo de masas iletradas y electores sumisos. ¿Acaso podemos entender de otra manera el empeño en que las Facultades de Derecho bajen el la exigencia de sus títulos y el rigor de sus explicaciones?
Súmese a la crisis del legislador el descrédito de la ley en gran parte de la doctrina jurídica actual y tendremos el panorama completo. Se fomenta un modelo de aplicador del Derecho más atento a principios y a justicias que al resultado vinculante de la norma legal que nace de la soberanía popular; se quiere un juez moralmente virtuoso, de estilo salomónico y que decida de modo bien similar a un árbitro en equidad. Un juez, en suma, más sensible a los guiños del medio y las presiones del contexto político y mediático que a la rígida vinculación de la ley, un juez que no se haga responsable del uso de los márgenes de discrecionalidad que las normas positivas le dejan y que se ampare bajo el supuesto dictado preciso de valores y principios morales perfectamente indeterminados en el fondo y que todo lo aguantan. Y, en verdad, para que campen felices legisladores así y para que sea ése el modelo imperante de operador jurídico, conviene liberar a los estudiantes de Derecho de las duras servidumbres de los códigos, de la dogmática jurídica seria y de las arideces de la buena técnica jurídica y convertirlos en tertulianos más hábiles que expertos y más desenvueltos que ciertamente competentes.
Al final todo encaja y la culpa no es de Bolonia. Bolonia no es más que el pretexto.
Completamente de acuerdo con el fondo del artículo. Una de las cosas que más me sorprenden es la enorme distancia que hay entre lo que se cuenta de Bolonia y el contenido de los documentos fundacionales de este proceso. Tengo la sensación de estar asistiendo a un enorme juego del teléfono amplificado por intereses que se me escapan.
ResponderEliminarEn realidad creo que Bolonia es menos, incluso, de lo que asumes. No creo que el propósito de este proceso fuese que cada carrera tuviera en Europa una mínima homogeneidad teórica y metodológica. El propósito era mucho más sencillo (salvo error u omisión por mi parte).
El tema es que en los años setenta y ochenta se aprecia un diferencial en la productividad entre Europa y Estados Unidos que comienza a ser preocupante. El diagnóstico es que en Estados Unidos se han adaptado mejor que en Europa a una nueva economía y a una nueva sociedad centrada en la innovación y el conocimiento.
Con acierto -seguramente- se diagnostica que uno de los puntos en que hay que incidir para intentar superar el diferencial con Estados Unidos es la educación superior. Se trata de cambiar el sistema universitario europeo con el fin de hacerlo más competitivo. Las ideas centrales de ese cambio son:
1- Reducir la duración de la formación. En la sociedad actual la "vida útil" de los individuos se acorta por el necesario reciclaje permanente; es importante que la incorporación al mercado laboral se haga lo antes posible. Situaciones como la de Alemania, en la que se puede estar estudiando Derecho hasta los treinta años entre unas cosas y otras son inasumibles. Es por esto que cuando se propone en España ofrecer planes de estudio adaptados para las personas que trabajan, con duraciones superiores a la estándar nos encontramos con una propuesta que está en las antípodas de lo que debería ser Bolonia.
2- Favorecer la competencia mediante la comparabilidad de los sistemas. Esto es, la estructura de los estudios debe ser homologable. De ahí el famoso 3+2 o 4+1. Ahora bien, si lo que se pretende es favorecer la competitividad para así mejorar, debe dejarse amplia libertad a las Universidades para que organicen sus estudios como mejor les parezca escogiendo los métodos que crean mejores. El proceso de fiscalización inquisitorial en el que estamos inmersos vuelve a ser totalmente "antibolonio" porque impide desarrollar metodologías que se aparten de los estándares oficiales.
3- Favorecer la movilidad de estudiantes y profesores. Se trata de crear un "mercado de la educación superior" lo suficientemente grande como para que sea competitivo respecto al de Estados Unidos. Para facilitar esta movilidad la equivalencia de las estructuras, el reconocimiento de los créditos y la existencia de ayudas son elementos clave.
Y esto es lo que es Bolonia. Es cierto que en algunos de los primeros documentos se incluía también una referencia a centrarse en el aprendizaje y no en la enseñanza; pero de ahí a entregar todo el Proceso al pedagogismo hay un paso demasiado grande. Creo que desde la ley Cunctos Populus no se había sacado tanto provecho a una frase.
Y me parto cuando oigo lo de que Bolonia lleva a la privatización de la Universidad... ahí sí que se pincha en hueso. El proceso vale tanto para las Universidades públicas como para las privadas, nada se dice en los documentos sobre la forma de financiar la educación superior, eso es competencia de cada país.
En fin, perdona el comentario tan largo