Releo a Julio Camba estos días, sus crónicas viajeras por Europa, y me encuentro con una dedicada a Alemania en la que bajo el título “Viva la desorganización” cuenta lo que le pasó en un restaurante de Berlín donde quiso tomar una cerveza. “Imposible -le dijo el camarero- este es un local dedicado al vino. Aunque hay una sala para bebedores de cerveza, a la que puedo acompañarle si es su gusto”. Camba se resistía en esa ocasión a entrar en esa sala recomendada porque le parecía “algo así como entrar en la masonería”. Probó suerte después en un café con el ánimo de tomar esta infusión pero no contó con que era la hora de los licores.
Todo esto ocurre en los años veinte del pasado siglo XX. Desde entonces muchas cosas han cambiado en aquel país. Para bien y para mal. Así por ejemplo muy pronto ya no se encontrará en ninguna ciudad alemana la típica “Gasthaus” o “Gaststätte” toda forrada en madera con sus mesas también de madera adornadas con una vela y haciendo ángulos extremadamente acogedores. ¡Ah, fino placer sentarse a una de ellas con una cerveza y un periódico! Me refiero a uno de esos periódicos alemanes interminables que estaban atravesados por un palo para que el cliente no tuviera la tentación de llevárselos distraídamente. Ahora no hay más que bares americanos, lo que se debe sin duda al antiamericanismo que es tan propio de las sociedades europeas.
El caso es que prácticamente la misma anécdota de Camba la hemos vivido mi mujer y yo este verano pasado en una pequeña ciudad balnearia del sur llamada Bad Wildbad donde habíamos acudido a oír un par de óperas de Rossini pues todos los años se celebra un festival en recuerdo de la temporada que el compositor pasó allí para recuperar su averiada salud. Solo que en lugar del café o de la cerveza de Camba, el protagonista en esa ocasión fue la salchicha. Pedimos, en efecto, un plato suculento de salchichas para cada uno pero, al decirnos el camarero que era demasiada cantidad, le dijimos que trajera uno solo para los dos.
“Imposible”, contestó. “No se pueden dividir los platos”. Pues no los divida, póngalo en medio y ya nos apañaremos nosotros. Esta fórmula de elemental reparto le mosqueó, movió entonces un rato la cabeza en sentido negativo y acabó diciéndonos que aparentemente estaba bien pero iba contra “el orden de la casa”. Como el asunto se ponía de un absurdo cada vez más subido, le pedí que pidiera autorización en la cocina para infringir dicho orden, en la confianza de que el cocinero o alguno de sus superiores fuera más flexible en la aplicación de aquella norma y supiera encontrar algún resquicio por la que evitar su riguroso cumplimiento.
Esperamos impacientes que se produjera la resolución en aquel tribunal de la cocina y, cuando vimos regresar al camarero con la cara iluminada por una amplia sonrisa, pensamos que el asunto se había solucionado favorablemente y que estábamos a un paso venturoso de podernos comer las salchichas. Craso error. La cara de satisfacción se debía a que su sentencia en primera instancia había sido ratificada en apelación por el cocinero jefe: “es imposible, señores, lo que ustedes piden va en contra el orden de esta casa”.
Consciente de la dureza de la decisión, intentó dulcificarla diciéndonos:“Y ahora, ¿qué hacemos?”. A lo que contesté: “felizmente hay otros locales en la ciudad, de manera que ya encontraremos otro donde no esté en vigor esa norma”. “Como ustedes gusten, señores”. Y nos acompañó hasta la puerta. Que el rigor jurídico es hermano de las buenas formas.
En efecto, cerca de allí había otro restaurante donde pudimos cenar bien y en compañía simpática porque trabamos relación con un señor que hacía largas caminatas por las montañas cercanas y cuya conversación resulto muy estimulante, ayuna además de cualquier invocación legal. Por suerte, el ámbito territorial de vigencia de esos reglamentos malditos es reducido o, al menos, su aplicación conoce todo tipo de modulaciones y dispensas. Como debe ser pues los juristas sabemos que una norma solo se dignifica cuando se la viola.
La amabilidad alemana quedó además salvada. Yo quiero mucho a Alemania porque me siento en aquella tierra ascendido de categoría: quien sabe mi oficio, jamás apea el “Herr Professor”. Lo que aquí no me llaman ni los alumnos de primero.
Todo esto ocurre en los años veinte del pasado siglo XX. Desde entonces muchas cosas han cambiado en aquel país. Para bien y para mal. Así por ejemplo muy pronto ya no se encontrará en ninguna ciudad alemana la típica “Gasthaus” o “Gaststätte” toda forrada en madera con sus mesas también de madera adornadas con una vela y haciendo ángulos extremadamente acogedores. ¡Ah, fino placer sentarse a una de ellas con una cerveza y un periódico! Me refiero a uno de esos periódicos alemanes interminables que estaban atravesados por un palo para que el cliente no tuviera la tentación de llevárselos distraídamente. Ahora no hay más que bares americanos, lo que se debe sin duda al antiamericanismo que es tan propio de las sociedades europeas.
El caso es que prácticamente la misma anécdota de Camba la hemos vivido mi mujer y yo este verano pasado en una pequeña ciudad balnearia del sur llamada Bad Wildbad donde habíamos acudido a oír un par de óperas de Rossini pues todos los años se celebra un festival en recuerdo de la temporada que el compositor pasó allí para recuperar su averiada salud. Solo que en lugar del café o de la cerveza de Camba, el protagonista en esa ocasión fue la salchicha. Pedimos, en efecto, un plato suculento de salchichas para cada uno pero, al decirnos el camarero que era demasiada cantidad, le dijimos que trajera uno solo para los dos.
“Imposible”, contestó. “No se pueden dividir los platos”. Pues no los divida, póngalo en medio y ya nos apañaremos nosotros. Esta fórmula de elemental reparto le mosqueó, movió entonces un rato la cabeza en sentido negativo y acabó diciéndonos que aparentemente estaba bien pero iba contra “el orden de la casa”. Como el asunto se ponía de un absurdo cada vez más subido, le pedí que pidiera autorización en la cocina para infringir dicho orden, en la confianza de que el cocinero o alguno de sus superiores fuera más flexible en la aplicación de aquella norma y supiera encontrar algún resquicio por la que evitar su riguroso cumplimiento.
Esperamos impacientes que se produjera la resolución en aquel tribunal de la cocina y, cuando vimos regresar al camarero con la cara iluminada por una amplia sonrisa, pensamos que el asunto se había solucionado favorablemente y que estábamos a un paso venturoso de podernos comer las salchichas. Craso error. La cara de satisfacción se debía a que su sentencia en primera instancia había sido ratificada en apelación por el cocinero jefe: “es imposible, señores, lo que ustedes piden va en contra el orden de esta casa”.
Consciente de la dureza de la decisión, intentó dulcificarla diciéndonos:“Y ahora, ¿qué hacemos?”. A lo que contesté: “felizmente hay otros locales en la ciudad, de manera que ya encontraremos otro donde no esté en vigor esa norma”. “Como ustedes gusten, señores”. Y nos acompañó hasta la puerta. Que el rigor jurídico es hermano de las buenas formas.
En efecto, cerca de allí había otro restaurante donde pudimos cenar bien y en compañía simpática porque trabamos relación con un señor que hacía largas caminatas por las montañas cercanas y cuya conversación resulto muy estimulante, ayuna además de cualquier invocación legal. Por suerte, el ámbito territorial de vigencia de esos reglamentos malditos es reducido o, al menos, su aplicación conoce todo tipo de modulaciones y dispensas. Como debe ser pues los juristas sabemos que una norma solo se dignifica cuando se la viola.
La amabilidad alemana quedó además salvada. Yo quiero mucho a Alemania porque me siento en aquella tierra ascendido de categoría: quien sabe mi oficio, jamás apea el “Herr Professor”. Lo que aquí no me llaman ni los alumnos de primero.
¿En que lugar del mundo cuando a uno le sirven la comida ya es dueño de ella y puede hacer lo que quiera?. Incluso si no se la termina, el camarero suele preguntar si lo que sobra se lo quiere llevar a su casa en lo que denominan la bolsa del perrito.
ResponderEliminar¿Estará esto relacionado con el derecho de propiedad?
Siempre puede llevarse la comida que sobra a casa, no creo que ningún restaurante se lo impida. Otra cosa es que, además, pongan a su disposición el tupper, o la cajita o lo que sea. A eso ya no están obligados. Pero si usted tiene modo de llevársela...
ResponderEliminarSi el sr. Sosa y señora se piden, además del plato de salchichas, una ensaladita, o una entrada, o un algo, quizá el restaurante no pusiera ningún problema. Hay restaurantes que no admiten que dos comensales que ocupan una mesa pidan únicamente una cosa para compartir; no es que no sepan partir un plato de salchichas en dos, es que quieren que usted pague otra cosa. Hoy no me ha parecido especialmente inspirado el sr. Sosa: demasiada primera persona con poca comida y mucho mantel. Justo como el restaurante que le sirve para hacer la gracieta.
Aun no tengo claro si en el segundo restaurante compartió con su señora un unico plato de salchichas, o si realmente llegó a degustar lo tan deseado tras la desestimación en segunda instancia.
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