Qué oficio tan peculiar es este de profesor universitario. Según un viejo dicho, sería un trabajo magnífico si no fuera por ese par de horitas de clase a la semana. Será esa la razón por la que tantos no imparten ni ese promedio semanal. Conviene evitar los sacrificios excesivos.
Mi relación con mi oficio es peculiar, aunque supongo que no me pasarán a mí solo estas cosas que paso a contar. Hoy toca parrafada intimista con unas gotas de tabasco.
Cada día me hace más ilusión que un año de estos me ofrezcan una buena prejubilación. Ando por los cincuenta y uno y parece pronto, pero, al fin y al cabo, muchos viejos amigos asturianos que son de mi quinta y se dedicaron a la mina están sabrosamente prejubilados desde hace algunos años. ¿Y por qué es posible que me tentara una oferta de prejubilación si aquí el que quiere no hace más que lo de las dos horitas y luego dice que tiene al niño en francés y que por eso no puede pasar por la Facultad en los próximos ocho días? Pues para trabajar fuertemente en lo que me gusta. ¿Y qué es lo que me gusta? La investigación universitaria, ni más ni menos. Es decir, me encantaría quitarme de en medio de la universidad para poder hacer verdaderamente y en paz lo que se supone que hay que hacer en la universidad. Me pasaría mis siete u ocho horas diarias leyendo y revisando cosas de mi disciplina, escribiría ese par de monografías que hace tiempo que he ido pensando y a lo mejor hasta me animaba a redactar el manual que tengo en la cabeza y que ahí se me está poniendo rancio.
Quien no sea del gremio universitario pensará que estoy como unas maracas, que menuda ventolera y que cómo es eso de querer retirarse para trabajar en aquello por lo que uno cobra cuando está en activo. Muy sencillo, permítanme que se lo explique.
En la universidad actual, al menos en lo que yo conozco, ya no se puede hacer el trabajo normal de un profesor: preparar e impartir buena docencia e investigar con una mínima dedicación. Ahora estamos para otras cosas y somos la sección cutre del PAS. Todo el día con papeles para arriba y para abajo, todo el día de reuniones, todo el día evaluando o siendo evaluado, todo el día escribiendo memorias para solicitar proyectos, acreditaciones o reconocimientos o todo el día redactando informes sobre el resultado -siempre falso como falsa monea- de los proyectos, las acreditaciones y los reconocimientos. Ahora también hay que dedicarse a elaborar nuevos planes de estudios. Llevo más de veinticinco años en esto y es la tercera vez que me veo metido en reformas modernísimas y definitivas de los planes de estudios. Si no me largo rápido, no será la última.
Recuerdo con tremenda nostalgia los tiempos de doctorando. Llegaba a la Facultad, que entonces era la de Oviedo, me metía en el pequeño despacho y pasaba las horas leyendo, tomando notas e intentando perpetrar algunas páginas. De vez en cuando asomaba algún amigo para tomar un café o sonaba el teléfono porque alguien se había equivocado y pensaba que allí era la sala de maternidad del hospital, pero eran interrupciones mínimas y muy llevaderas. En estos tiempos es muy distinto, pues hay una conspiración universal para evitar que el universitario haga de tal, que el investigador investigue y que el profesor explique como Dios manda. Los primeros que se proponen ese sabotaje radical son los chupatintas del Ministerio y de la Consejería del ramo, y de ahí para abajo todos igual, todos convencidos de que lo peor que puede suceder dentro de los muros académicos es que alguien lea un libro o escriba un artículo. Vade retro. La consigna con los profesores es: tócales continuamente las narices, mantenlos ocupados en lo que menos importa, entretenlos en mentecateces y distráelos con imbecilidads, conviértelos en oficicinistas grises y en cucarachas de papel.
Tengo algún indicio muy claro de la buena marcha de tales programas de combate contra la vocación universitaria. Por razones que en este momento no importan, en los últimos tiempos he tenido acceso a los datos con el rendimiento que muchos grupos de investigación de distintas universidades de España han tenido en los últimos cinco o seis años. Una conclusión se impone sin dudar a dudas: en el 2008 el promedio de rendimiento ha caído un veinticinco por ciento. Créanme, he visto cientos de expedientes con los datos. Por supuesto, hablo de puros números, de cantidad de artículos y libros publicados y de ponencias y comunicaciones en congresos, y me refiero solamente al campo de las humanidades y las ciencias jurídicas y sociales.
Un descenso de la productividad en una cuarta parte. ¿Por qué? Sería muy interesante un estudio detenido de las causas, pero a mí una hipótesis me parece bastante evidente como explicación: con la llegada de los nuevos sistemas de acreditaciones para titular, catedrático y profesor contratado de cualquier tipo y con la elaboración de los nuevos planes de estudios, las gentes de la universidad ya carecen de tiempo para investigar y para escribir nada que no sean unos pocos refritos de las cosas que aprendieron muchos años antes. Ahora los días se dedican por completo a rellenar aplicaciones informáticas, recopilar certificados de todo (certificados absolutamente de todo, cientos, miles de certificados), consultar a oscuras agencias si las ponencias en seminarios entran en “aportaciones a congresos”, en “actividades formativas” o en “otros méritos”, asistir a cursos en los que idiotas redomados enseñan a un público cautivo la mejor manera de parecer definitivamente imbécil a los alumnos a base de jueguitos y posturillas, etc., etc., etc.
Últimamente me ocurre muchas veces que, al pasar ante los libros de mi área, me ataca durísimamente la melancolía. Son miles de libros, bien seleccionados, que yo mismo he ido pidiendo, uno a uno, desde hace quince años. También están los que otros adquirieron antes de llegar yo. Es una biblioteca realmente estupenda. Paso ante los estantes, echo un fugaz vistazo a los lomos con los títulos y me entristezco al pensar lo poquísimo que voy a leer de todo eso que ahí me espera. Y lo que de ahí no lea yo, no lo leerá nadie. Ésa es otra, pero no mezclemos churras con escalafones. A lo mejor cojo un volumen un momento para aumentar mi dolor ojeando el índice, e impepinablemente suena el teléfono y algún compañero me recuerda que no entregué el memorándum sobre consumo de papel y que ayer terminaba el plazo; o una amable funcionaria administrativa me informa de que estoy convocado para una urgentísima reunión sobre la reforma del reglamento de reformas de los reglamentos reformadores de la comisión de investigación ordinal primera segundo piso ascensor.
Si consiguiera deshacerme de todos esos incordios, si lograra evadirme de todos esos encargados de que no haga lo que debería hacer, si fuera capaz de darle a la perra institución el corte de mangas que merece, si pudiera agenciarme una baja prolongada o un retiro a tiempo, volvería a ser feliz con los libros, con los problemas, con las reflexiones, con los escritos; volvería a leer y a tomar notas como antes, debatiría seriamente con colegas, redactaría trabajos con alguna aportación original, me sentiría útil, íntegro y justificado. En resumidas cuentas, recuperarían su sentido el oficio que un día elegí y la nómina que cobro. Pero para ello debo alejarme de la universidad, debo apartarme de sus miserias, debo liberarme del atroz dominio que en este antro ejercen los que en su maldita vida han leído un libro ni piensan leerlo, los profesionales del timo y los maestros de la apariencia, los lameculos y soplagaitas, los burócratas impotentes, imbéciles y ciegos, los feladores de ministros, consejeros y capos, los mercenarios del cargo y la encomienda, los corruptos, los ineptos y todos los hijos de la chingada.
Mi relación con mi oficio es peculiar, aunque supongo que no me pasarán a mí solo estas cosas que paso a contar. Hoy toca parrafada intimista con unas gotas de tabasco.
Cada día me hace más ilusión que un año de estos me ofrezcan una buena prejubilación. Ando por los cincuenta y uno y parece pronto, pero, al fin y al cabo, muchos viejos amigos asturianos que son de mi quinta y se dedicaron a la mina están sabrosamente prejubilados desde hace algunos años. ¿Y por qué es posible que me tentara una oferta de prejubilación si aquí el que quiere no hace más que lo de las dos horitas y luego dice que tiene al niño en francés y que por eso no puede pasar por la Facultad en los próximos ocho días? Pues para trabajar fuertemente en lo que me gusta. ¿Y qué es lo que me gusta? La investigación universitaria, ni más ni menos. Es decir, me encantaría quitarme de en medio de la universidad para poder hacer verdaderamente y en paz lo que se supone que hay que hacer en la universidad. Me pasaría mis siete u ocho horas diarias leyendo y revisando cosas de mi disciplina, escribiría ese par de monografías que hace tiempo que he ido pensando y a lo mejor hasta me animaba a redactar el manual que tengo en la cabeza y que ahí se me está poniendo rancio.
Quien no sea del gremio universitario pensará que estoy como unas maracas, que menuda ventolera y que cómo es eso de querer retirarse para trabajar en aquello por lo que uno cobra cuando está en activo. Muy sencillo, permítanme que se lo explique.
En la universidad actual, al menos en lo que yo conozco, ya no se puede hacer el trabajo normal de un profesor: preparar e impartir buena docencia e investigar con una mínima dedicación. Ahora estamos para otras cosas y somos la sección cutre del PAS. Todo el día con papeles para arriba y para abajo, todo el día de reuniones, todo el día evaluando o siendo evaluado, todo el día escribiendo memorias para solicitar proyectos, acreditaciones o reconocimientos o todo el día redactando informes sobre el resultado -siempre falso como falsa monea- de los proyectos, las acreditaciones y los reconocimientos. Ahora también hay que dedicarse a elaborar nuevos planes de estudios. Llevo más de veinticinco años en esto y es la tercera vez que me veo metido en reformas modernísimas y definitivas de los planes de estudios. Si no me largo rápido, no será la última.
Recuerdo con tremenda nostalgia los tiempos de doctorando. Llegaba a la Facultad, que entonces era la de Oviedo, me metía en el pequeño despacho y pasaba las horas leyendo, tomando notas e intentando perpetrar algunas páginas. De vez en cuando asomaba algún amigo para tomar un café o sonaba el teléfono porque alguien se había equivocado y pensaba que allí era la sala de maternidad del hospital, pero eran interrupciones mínimas y muy llevaderas. En estos tiempos es muy distinto, pues hay una conspiración universal para evitar que el universitario haga de tal, que el investigador investigue y que el profesor explique como Dios manda. Los primeros que se proponen ese sabotaje radical son los chupatintas del Ministerio y de la Consejería del ramo, y de ahí para abajo todos igual, todos convencidos de que lo peor que puede suceder dentro de los muros académicos es que alguien lea un libro o escriba un artículo. Vade retro. La consigna con los profesores es: tócales continuamente las narices, mantenlos ocupados en lo que menos importa, entretenlos en mentecateces y distráelos con imbecilidads, conviértelos en oficicinistas grises y en cucarachas de papel.
Tengo algún indicio muy claro de la buena marcha de tales programas de combate contra la vocación universitaria. Por razones que en este momento no importan, en los últimos tiempos he tenido acceso a los datos con el rendimiento que muchos grupos de investigación de distintas universidades de España han tenido en los últimos cinco o seis años. Una conclusión se impone sin dudar a dudas: en el 2008 el promedio de rendimiento ha caído un veinticinco por ciento. Créanme, he visto cientos de expedientes con los datos. Por supuesto, hablo de puros números, de cantidad de artículos y libros publicados y de ponencias y comunicaciones en congresos, y me refiero solamente al campo de las humanidades y las ciencias jurídicas y sociales.
Un descenso de la productividad en una cuarta parte. ¿Por qué? Sería muy interesante un estudio detenido de las causas, pero a mí una hipótesis me parece bastante evidente como explicación: con la llegada de los nuevos sistemas de acreditaciones para titular, catedrático y profesor contratado de cualquier tipo y con la elaboración de los nuevos planes de estudios, las gentes de la universidad ya carecen de tiempo para investigar y para escribir nada que no sean unos pocos refritos de las cosas que aprendieron muchos años antes. Ahora los días se dedican por completo a rellenar aplicaciones informáticas, recopilar certificados de todo (certificados absolutamente de todo, cientos, miles de certificados), consultar a oscuras agencias si las ponencias en seminarios entran en “aportaciones a congresos”, en “actividades formativas” o en “otros méritos”, asistir a cursos en los que idiotas redomados enseñan a un público cautivo la mejor manera de parecer definitivamente imbécil a los alumnos a base de jueguitos y posturillas, etc., etc., etc.
Últimamente me ocurre muchas veces que, al pasar ante los libros de mi área, me ataca durísimamente la melancolía. Son miles de libros, bien seleccionados, que yo mismo he ido pidiendo, uno a uno, desde hace quince años. También están los que otros adquirieron antes de llegar yo. Es una biblioteca realmente estupenda. Paso ante los estantes, echo un fugaz vistazo a los lomos con los títulos y me entristezco al pensar lo poquísimo que voy a leer de todo eso que ahí me espera. Y lo que de ahí no lea yo, no lo leerá nadie. Ésa es otra, pero no mezclemos churras con escalafones. A lo mejor cojo un volumen un momento para aumentar mi dolor ojeando el índice, e impepinablemente suena el teléfono y algún compañero me recuerda que no entregué el memorándum sobre consumo de papel y que ayer terminaba el plazo; o una amable funcionaria administrativa me informa de que estoy convocado para una urgentísima reunión sobre la reforma del reglamento de reformas de los reglamentos reformadores de la comisión de investigación ordinal primera segundo piso ascensor.
Si consiguiera deshacerme de todos esos incordios, si lograra evadirme de todos esos encargados de que no haga lo que debería hacer, si fuera capaz de darle a la perra institución el corte de mangas que merece, si pudiera agenciarme una baja prolongada o un retiro a tiempo, volvería a ser feliz con los libros, con los problemas, con las reflexiones, con los escritos; volvería a leer y a tomar notas como antes, debatiría seriamente con colegas, redactaría trabajos con alguna aportación original, me sentiría útil, íntegro y justificado. En resumidas cuentas, recuperarían su sentido el oficio que un día elegí y la nómina que cobro. Pero para ello debo alejarme de la universidad, debo apartarme de sus miserias, debo liberarme del atroz dominio que en este antro ejercen los que en su maldita vida han leído un libro ni piensan leerlo, los profesionales del timo y los maestros de la apariencia, los lameculos y soplagaitas, los burócratas impotentes, imbéciles y ciegos, los feladores de ministros, consejeros y capos, los mercenarios del cargo y la encomienda, los corruptos, los ineptos y todos los hijos de la chingada.
Amado,¿también tú derivas hacia el Maniqueismo? Los problemas de la Universidad no los causan en exclusiva los burócratas. Un poco de autocrítica, por favor.
ResponderEliminarAdemás,¿quién te impide encerrarte con tus maravillosos libros la multitud de horas que según tú has de dedicar a los burócratas?. Sabes que, si lo haces, no pasaría absolutamente nada.
Otra cosa, no debes andar tan mal de tiempo cuando tu producción literaria sólo es comparable a la de Lope o Corín.
salud
Estoy de acuerdo con el autor. Y le agradezco que dedique su tiempo, entre evaluación y evaluación, a sacar a la luz y denunciar estos despropósitos.
ResponderEliminarMi rendimiento ha bajado mucho desde que me presenté a mi primera habilitación. A ver, participo en proyectos, publico (por inercia), reviso lo que me mandan... pero lo que es trabajo útil, poco.
Total, ¿para qué? Ahora tengo una "hoja de ruta" (el baremo de las acreditaciones), y todo lo que se salga de ahí, o todo en lo que ya haya saturado la puntuación, no me importa (y a los chupatintas tampoco).
¿Sabe lo que más me fastidia de todo, dilecto colega? Que mis siete horitas semanales de docencia en asignaturas obligatorias compensan la retahíla de sinvergüenzas que no pisan un aula ni siquiera durante las dos esas con las que yo me daría con un canto en los dientes.
ResponderEliminarHay que continuar, por lo menos hasta que ZP no nos gobierne, después nos marchamos si hace falta al Beluchistán.
ResponderEliminarNo es una idea descabellada. Tengo un buen amigo que ha dejado la Universidad -con una excedencia que seguramente se transformará en adiós definitivo- precisamente para investigar.
ResponderEliminarSalud,
Hoyga, D. GA: ¿y la desobediencia civil que le sugiere el primer Anónimo antes de la pullita?
ResponderEliminar¿No sería igualmente efectiva para usted y, además, disolvente para el sistema? Yo, como sabe, sigo rellenando casillitas (¡por cierto: me sacan ya lo mío, hoyga!). Pero estoy cultivando primorosamente mi faceta de morosidad administrativa. Eso sí: con una sonrisa de oreja a oreja y pidiendo siempre disculpas:
"¡Por Dios, se me había pasado totalmente, disculpa...! Es que con las tutorías, las clases, los seminarios, las publicaciones... pues claro: los papeleos siempre quedan para el final.".
Lo que pasa es que you can't beat the system. Como van aprendiendo, pasaron a la fase 2 del chantaje: pierdes puntos en los complementos si no rellenas esto o si remoloneas en lo otro. Haces cálculos, ves que son diez duros y sigues en las tuyas, pero ya algo mosqueado.
Fase 3: "Tenemos a tu familia". La última es que si no presentas la memoria de investigación, el Departamento pierde dinero. Ya saben, dinero: eso con lo que se contrata a los ayudantes. Conmigo han podido, pero uno de nuestros cátedros ya objeta por la jeta.
¿Cómo será la fase 4? ¿Un jurel clavado con un puñal en la puerta del despacho? ¿Mandar dos albanokosovares con martillos a tu casa? Se admiten apuestas...
Vive la resistence!
Me habéis convencido. A partir de ahora, seré un investigador tonto normal más.
ResponderEliminarBueno, en realidad ya lo era, pero no lo sabía.
ResponderEliminar¡Gracias ANECA!
Estimado ATMC,
ResponderEliminarfomentar la desobediencia civil del primer anónimo no me parece buena idea, sobre todo para quienes dependen en muchas cosas de que los que no tienen nada que perder no sigan esa senda; si el señor Garcíamado (y otros muchos como él) no cumplen con esa tediosa burocracia, no se piden becas de investigación, los latinoamericanos que quieren venir a hacer una tesis se quedan en sus casas, no se organizan seminarios, ni cursos, ni conferencias; y todos los que necesitan certificados variados para las múltiples exigencias de la ANECA se quedan sin ellos: al fin y al cabo, también eso es burocracia.
Tampoco se piden proyectos de i+d (ya sabe, de esos con los que luego hay que cubrir las casillitas de la aplicación de la ANECA...). Si todos esos sujetos se encierran en su despacho a investigar, no forman parte de ninguna comisión, ni de estatutos -con lo que se llenan de jetas sin ortografía- ni de pdi -ya sabe, esa comisión que decide "lo mío" de cada uno-.
Puestos a desobedecer y resistir, debería hacerlo (también) quien se ve obligado a cubrir, cada dos años, esas infernales aplicaciones de la ANECA. Pero lo de exigir comportamientos supererogatorios no está bien.
Saludos
Querido amigo Venator:
ResponderEliminarLíbreme el Flying Spaghetti Monster de pedirle a D. GA comportamientos superegorat... superererga... eeeh comportamientos de esos que dice usté.
En mi egoísmo (y en el "ego" abarco los "alter ego", léase los amigos y amiguetes), creo en una razonable división funcional del trabajo.
Los amigos geniales deben tener tiempo para investigar. Los demás les buscamos los imasdéses y los seminarios. Así iluminarnos, sugerirnos, seducirnos, darnos motivos para la sonrisa del cerebro ante la hermosura de la inteligencia. Y eso que sacamos en limpio, hoyga.
Los amigos pilletes y listillos deben bregar con los papeles. Amigos gestores, amigos que, pese a ser amigos, son también amigos de los Ministerios.
Y los amigos picaflor estamos a lo que genios y pilletes necesiten.
Donde dice "Así iluminarnos...", debe decir "Así ellos pueden iluminarnos...".
ResponderEliminarY el Flying Spaghetti Monster es éste.
Estimado ATMC: tiene usted muchos amigos, qué suerte. Incluso tiene amigos que lo son de los ministerios. Qué suerte otra vez. Yo a Garcíamado no le exijo comportamientos de esos impronunciables, ni a nadie. Pero tampoco le quito mérito y valor al trabajo de burócrata kafkiano que hace -él y otros-, y mucho menos le digo que es cosa suya y que deje de hacerlo ni le incito a la desobediencia civil. Tengo para mi que es un síntoma de salud del sistema que los garciamados estén presentes en las cosas burocráticas donde se toman decisiones importantes para los sujetos y, a la postre, para el sistema. Lo de la división funcional del trabajo está muy bien, pero en este caso no vale. Y lo de dejar el trabajo "sucio" para el becario mileurista igual tampoco está del todo bien (con el cargo va la carga, y el sueldo).
ResponderEliminarSalud
Hoyga, D. Venator, no me debo haber explicado bien.
ResponderEliminarLo que digo es que tener a D. GA papeleando y sin poder investigar, con el fin de que otros investiguen... ¡no es un buen negocio!
Que D. GA esté donde quiera y donde tenga que estar. Yo le aplaudí su anequismo. Sí le sugiero que objete cada vez que le pasen un CV de un candidato del área de Derecho Consular Intrauterino o de Resistencia de Materiales Puestos Al Bies.
Pero sugiero respetuosamente resistencia civil al papeleo gilipollesco, mareante y pedagobobo. P.ej: encuestas... ¡a los docentes!
Ah: los becarios se reparten entre los tres grupos. Todos conocemos esa curiosa especie "becario genial incapaz para el papeleo", así como a su némesis, el "becario estratega", especialmente dotado para el papeleo. Que, por cierto, suele colocarse mil veces antes que el genial.