13 abril, 2009

Religión y políticos. Por Francisco Sosa Wagner

Por estos pagos celtibéricos nos creemos todos muy racionalistas y aun peligrosos volterianos pero lo cierto es que el pensamiento religioso sigue guiando nuestros rezos laicos: no hay más que ver lo que está sucediendo con el nuevo presidente de los USA, convertido en santo de todas las bondades, hacedor de todos los milagros, y en un mesías especializado en salvaciones ¡sobre todo por quienes dicen no creer ni en santos ni en mesías! Es decir, quienes se permiten chanzas sobre san Timoteo y no digamos sobre santa Hermegilda son incapaces de admitir la más mínima bromita con el inquilino negro de la Casa Blanca.

Muchos sin embargo sabemos -porque nos ha suscitado curiosidad la historia de la Iglesia y de las religiones- que, en el proceso de secularización vivido sobre todo a partir del siglo XVIII, una obligada sutileza nos lleva a diferenciar ámbitos como las creencias personales, la participación en las prácticas religiosas, el papel de la religión en las instituciones públicas, su importancia en la opinión, su contribución a la formación de la identidad colectiva e individual y, desde ella, su relación con las creencias populares y la cultura de masas. Y por ahí, seguido... Todos estos apartados no van en modo alguno unidos: así, mientras se diluye la asistencia a misa gana en extensión la influencia religiosa en la esfera pública.

Ahora se suele citar al denostado ex presidente Bush -a quien la Providencia haya acogido en su rancho do imperan las quebradas luces- porque invocaba a Dios como numen para la adopción de sus decisiones políticas pero se olvida que personajes como W. E. Gladstone, el gran político liberal inglés (los liberales eran entonces los “progresistas”, aclaración para el papanatas contemporáneo), era muy piadoso y apelaba asimismo a Dios para decretar medidas en el mercado del trigo. Y este hombre está unido al victorianismo, una época que se las daba de muy laica y modernilla. Su coetáneo, a quien hoy tanto se recuerda, el notable agnóstico -el diablo para los hombres de Iglesia- Charles Darwin fue honrado, en la hora de su muerte, con una impresionante ceremonia religiosa en la abadía de Westminster con el arzobispo de Canterbury de oficiante.

Y así podríamos seguir ... Ahora es momento de retomar las experiencias vividas entre nosotros con el presidente americano a quien acreditados descreídos de la vida política toman por Emeterio y Celedonio juntos, los santos cuyas cabezas trajeron de cabeza a más de uno a lo largo de los siglos y que acabaron sentándola en algún lugar del camino de Santiago.

Sabemos que los eremitas, que se abstenían de probar la carne, que iban descalzos, que rezaban los salmos cada dos horas por la noche y que apartaban de sí, no ya a la mujer, sedes libidinis, sino incluso su voz por lo que de conjuro y de embeleso tiene, los eremitas, digo, mostraban sus más lamentables debilidades humanas cuando se trataba de afanar una reliquia. Ahí perdían toda compostura. Y así, ante el descubrimiento de los dientes de un obispo mártir en los primeros tiempos de la Cristiandad o una astilla del sarcófago de un monje del siglo VI, eran capaces de todo, olvidaban su santa hermandad y se enfrentaban entre ellos como si fueran concejales revisando el plan general de urbanismo.

Pues bien ¿qué no harían hoy los seguidores de Obama por la bandeja del avión en la que comió el snack del catering, por una tecla de su Nokia, por el excusado en el que se alivió, o los restos de las uñas de los pies que un pedicuro le arregló para poder subir más ligero a la cumbre del G-20?

Según una fotografía, puso su mano sobre nuestro presidente y con ello le armó caballero, hidalgo, noble de las noblezas más extremas. Su árbol genealógico quedó adornado con frutas exóticas y con méritos sublimes su carta ejecutoria. Santo ha sido proclamado en el santoral mundano de la modernidad. Ni la mano que el arzobispo pone, afectuoso, sobre el misacantano alberga significados y significantes más excelsos.

Esta experiencia me recuerda lo que contaba el escritor Alejandro Sawa, a quien Valle Inclán inmortalizó en sus “Luces de Bohemia”. Al parecer Verlaine le besó en la frente (aunque a Verlaine a quien gustaba besar de verdad era a Rimbaud, con quien vivió) y, a partir de ese momento, Sawa aseguraba no haberse lavado nunca más esa zona nimbada por los labios -mojados de absenta- del francés.

¿Es extraño que Sawa esté en la historia también como un enemigo de los fetiches de la religión?

2 comentarios:

  1. Hermanos, hay que tener fe.

    Quien gobernó mano a mano 7 años con el PNV cuando la Santa Poltrona lo requería, ahora nos librará del Malvado Nacionalista.

    ¡Milagro!

    ¡Amén!

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  2. Hay que ver querido y admirado Profesor lo difícil que es comentar sus artículos. No deja ni una sola grieta por donde entrar.
    Me atrevo a sugerir que a su muy famoso paisano de León, nacido en Valladolid, le estropeó la levitación obamista, que no onanista, el andaluz, nacido en Ceuta. Es que son como niños, o mejor como eremitas.

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