Hace un par de semanas, en uno de esos debates sobre Bolonia y las reformas universitarias, se me ocurrió sostener que hoy en día un tipo de pueblo y orígenes sociales muy humildes, como un servidor, seguramente no podría encontrar en la universidad el recurso para progresar y alcanzar una vida más libre de las cadenas propias de su clase social originaria. Tenía algo de provocación y, al tiempo, era expresión de una cierta sospecha que se me va imponiendo. Hoy, la conversación de mediodía con un buen amigo que anda metido también en el mundo educativo me ha ratificado en esa impresión. Es profesor de secundaria, amén de un hombre volcado en labores intelectuales e investigadoras. Haré aquí una síntesis de su visión y la mía.
En las postrimerías del franquismo esta sociedad se había puesto a progresar y el final de aquel régimen y el principio de la democracia trajeron la necesidad de cubrir muchos puestos con cualificación académica. Pasábamos al llamado Estado del bienestar y el Estado social, crecían las funciones del Estado, se hacía más compleja y dinámica la vida económica y social. En tal contexto, las viejas clases dominantes, los pudientes de toda la vida y la exigua burguesía, no alcanzaban para cubrir tantas vacantes de técnicos en Derecho, de arquitectos, de economistas, de profesores universitarios, de ingenieros, etc., etc. Ningún hijo de ricachón acabó de conductor de autobús o de cajero de supermercado, pero bastantes hijos de pobres nos convertimos en profesionales bien pagados. Nos pudimos colar en el coto muchos hijos de las capas populares, tantos como acertamos a terminar una carrera con cierto éxito y a realizar unos pocos esfuerzos posteriores.
Luego cambiaron las mentalidades. Los mismos que habíamos salido del arroyo, por así decir, nos llenamos de expectativas para nosotros y para nuestra prole y quedamos atrapados en la mentalidad de burguesotes recién llegados y con espíritu de nuevos ricos. Pensamos primero que las cosas serían así para siempre, que el progreso social y personal continuaría en los mismos términos y que, con nuestro propio impulso y una pequeña dosis de estudio y aplicación de nuestros hijos, nada podría pararlos ni pararnos. Además, esa mentalidad se contagió a casi toda la sociedad, pues también los trabajadores de los oficios más duros y tradicionalmente menos remunerados se encontraron con que sus vástagos podrían estudiar y creyeron que llegarían a abrirse buen camino con relativa facilidad. Y está resultando que no.
El sistema educativo cambió radicalmente. La horda pedagógica, de la mano de los políticos más desaprensivos y/o con menos luces, ha ido consiguiendo rebajar el valor de los títulos académicos a base de desvincularlos del mérito serio, del trabajo y de la competitividad. Sumado todo, nace la ilusión de que cualquiera que haga mejor o peor una carrera tendrá por delante un futuro esplendoroso. Pero no. Los títulos universitarios ya no cuentan como antes, pues no son garantía de cualificación ninguna ni de capacidades personales dignas de mención. Además, el progreso social se estanca y, como dice la canción, ya no hay cama para tanta gente. Pero los padres, sobre todo los de extracción más modesta, siguen en la idea de que lo que importa es que su hijo termine una carrera y de que después las salidas ya vendrán por su peso. El sistema educativo, todo, desde la primaria hasta la universidad, se torna un enorme engaño. Como, además, las corruptelas aumentan sin parar y cada vez cuentan más las relaciones sociales y las influencias para llegar a cualquier puesto de mínima relevancia, la competición en buena lid es sustituida por una partida viciada que tiende a asegurar que el que no tenga padrinos no se bautice.
Se trata, por un lado, de perpetuar en los estratos populares la ilusión de que sus hijos están estudiando y se titulan para progresar adecuadamente. De esa forma, el espejismo del progreso mantiene sumisa a la mayor parte de la población. Pero, como los títulos universitarios ya están a la mano de cualquier zopenco, con esos títulos cada vez se va a menos sitios, cada vez valen para menos. De entre los miles y miles de licenciados universitarios de cada año, el mercado elegirá a los más dóciles y más de fiar por sus orígenes y sus relaciones sociales, y la Administración, en todas sus variantes, seleccionará a los leales a partidos, camarillas y grupos de interés.
¿Resultado? Se recompone un modelo de sociedad fuertemente estamental, casi de castas. La competición abierta es reemplazada por sutiles sistemas de cooptación, bien disimulados bajo la más ampulosa palabrería. Cada oveja vuelve a su redil y cada clase social sigue donde le corresponde. Algunos jóvenes valiosos y valerosos se sustraerán a ese imperativo social inapelable a base de buscarse los garbanzos por el mundo y de malvivir muchos años de país en país, de beca en beca y de contrato basura en contrato basura, y puede que unos pocos salgan adelante. La mayoría de los que no tengan un respaldo familiar muy potente y una red social de seguridad solo acumularán fracasos y frustraciones y acabarán preguntándose un día por qué nadie les avisó que su destino “natural”, en este medio, era la formación profesional o el afiliarse disciplinadamente a algún partido mayoritario.
El llamado sistema de Bolonia no es más que la definitiva vuelta de tuerca, el más moderno invento para retornar a la más arcaica de las sociedades. La superestructura pedagógica es el último y más perverso resultado de la lucha de clases, si se me permite la vieja y desacreditada expresión; las reformas educativas constituyen el postrer y quizá definitivo ardid de los grupos económica y socialmente dominantes para perpetuar sus ventajas. Que todos estudien y se licencien, para que estén tranquilos; pero que de poco les sirva, para que estemos tranquilos nosotros. ¿O acaso alguien se cree que a los capitostes de la economía y a los burócratas con más privilegios les mueve un noble y generoso interés cuando quieren convertir a las universidades en una fábrica de titulados sin muchas luces y con nula capacidad crítica? ¿Vamos a pensar, de verdad, que se trata de que los niños de mi pueblo tengan hoy más expedito el camino para abrirse paso en la vida compitiendo lealmente con los hijos de las viejas y las nuevas élites? ¡Anda ya!
Hágase la lista de los colegios en los que estudian los descendientes de los políticos con más poder o de los pedagogos que dirigen las reformas educativas; repárese en qué másteres les pagan esos mismos a sus hijos cuando terminan su carrera o con quién hablan para colocarlos. Bastará ese dato tan simple para que captemos con absoluta claridad el gran timo en que se está convirtiendo la enseñanza pública y la torcida intención que mueve tantas reformas envueltas en la más pringosa y demagógica de las palabrerías.
Así que, querido amigo, si por un casual es usted profesor y conserva un mínimo de honestidad personal e intelectual, ya sabe lo que le queda: leña al niñato y escupitajo al pedagogo. Hágalo, al menos, por los de su pueblo o su barrio, si es que viene usted de allí.
En las postrimerías del franquismo esta sociedad se había puesto a progresar y el final de aquel régimen y el principio de la democracia trajeron la necesidad de cubrir muchos puestos con cualificación académica. Pasábamos al llamado Estado del bienestar y el Estado social, crecían las funciones del Estado, se hacía más compleja y dinámica la vida económica y social. En tal contexto, las viejas clases dominantes, los pudientes de toda la vida y la exigua burguesía, no alcanzaban para cubrir tantas vacantes de técnicos en Derecho, de arquitectos, de economistas, de profesores universitarios, de ingenieros, etc., etc. Ningún hijo de ricachón acabó de conductor de autobús o de cajero de supermercado, pero bastantes hijos de pobres nos convertimos en profesionales bien pagados. Nos pudimos colar en el coto muchos hijos de las capas populares, tantos como acertamos a terminar una carrera con cierto éxito y a realizar unos pocos esfuerzos posteriores.
Luego cambiaron las mentalidades. Los mismos que habíamos salido del arroyo, por así decir, nos llenamos de expectativas para nosotros y para nuestra prole y quedamos atrapados en la mentalidad de burguesotes recién llegados y con espíritu de nuevos ricos. Pensamos primero que las cosas serían así para siempre, que el progreso social y personal continuaría en los mismos términos y que, con nuestro propio impulso y una pequeña dosis de estudio y aplicación de nuestros hijos, nada podría pararlos ni pararnos. Además, esa mentalidad se contagió a casi toda la sociedad, pues también los trabajadores de los oficios más duros y tradicionalmente menos remunerados se encontraron con que sus vástagos podrían estudiar y creyeron que llegarían a abrirse buen camino con relativa facilidad. Y está resultando que no.
El sistema educativo cambió radicalmente. La horda pedagógica, de la mano de los políticos más desaprensivos y/o con menos luces, ha ido consiguiendo rebajar el valor de los títulos académicos a base de desvincularlos del mérito serio, del trabajo y de la competitividad. Sumado todo, nace la ilusión de que cualquiera que haga mejor o peor una carrera tendrá por delante un futuro esplendoroso. Pero no. Los títulos universitarios ya no cuentan como antes, pues no son garantía de cualificación ninguna ni de capacidades personales dignas de mención. Además, el progreso social se estanca y, como dice la canción, ya no hay cama para tanta gente. Pero los padres, sobre todo los de extracción más modesta, siguen en la idea de que lo que importa es que su hijo termine una carrera y de que después las salidas ya vendrán por su peso. El sistema educativo, todo, desde la primaria hasta la universidad, se torna un enorme engaño. Como, además, las corruptelas aumentan sin parar y cada vez cuentan más las relaciones sociales y las influencias para llegar a cualquier puesto de mínima relevancia, la competición en buena lid es sustituida por una partida viciada que tiende a asegurar que el que no tenga padrinos no se bautice.
Se trata, por un lado, de perpetuar en los estratos populares la ilusión de que sus hijos están estudiando y se titulan para progresar adecuadamente. De esa forma, el espejismo del progreso mantiene sumisa a la mayor parte de la población. Pero, como los títulos universitarios ya están a la mano de cualquier zopenco, con esos títulos cada vez se va a menos sitios, cada vez valen para menos. De entre los miles y miles de licenciados universitarios de cada año, el mercado elegirá a los más dóciles y más de fiar por sus orígenes y sus relaciones sociales, y la Administración, en todas sus variantes, seleccionará a los leales a partidos, camarillas y grupos de interés.
¿Resultado? Se recompone un modelo de sociedad fuertemente estamental, casi de castas. La competición abierta es reemplazada por sutiles sistemas de cooptación, bien disimulados bajo la más ampulosa palabrería. Cada oveja vuelve a su redil y cada clase social sigue donde le corresponde. Algunos jóvenes valiosos y valerosos se sustraerán a ese imperativo social inapelable a base de buscarse los garbanzos por el mundo y de malvivir muchos años de país en país, de beca en beca y de contrato basura en contrato basura, y puede que unos pocos salgan adelante. La mayoría de los que no tengan un respaldo familiar muy potente y una red social de seguridad solo acumularán fracasos y frustraciones y acabarán preguntándose un día por qué nadie les avisó que su destino “natural”, en este medio, era la formación profesional o el afiliarse disciplinadamente a algún partido mayoritario.
El llamado sistema de Bolonia no es más que la definitiva vuelta de tuerca, el más moderno invento para retornar a la más arcaica de las sociedades. La superestructura pedagógica es el último y más perverso resultado de la lucha de clases, si se me permite la vieja y desacreditada expresión; las reformas educativas constituyen el postrer y quizá definitivo ardid de los grupos económica y socialmente dominantes para perpetuar sus ventajas. Que todos estudien y se licencien, para que estén tranquilos; pero que de poco les sirva, para que estemos tranquilos nosotros. ¿O acaso alguien se cree que a los capitostes de la economía y a los burócratas con más privilegios les mueve un noble y generoso interés cuando quieren convertir a las universidades en una fábrica de titulados sin muchas luces y con nula capacidad crítica? ¿Vamos a pensar, de verdad, que se trata de que los niños de mi pueblo tengan hoy más expedito el camino para abrirse paso en la vida compitiendo lealmente con los hijos de las viejas y las nuevas élites? ¡Anda ya!
Hágase la lista de los colegios en los que estudian los descendientes de los políticos con más poder o de los pedagogos que dirigen las reformas educativas; repárese en qué másteres les pagan esos mismos a sus hijos cuando terminan su carrera o con quién hablan para colocarlos. Bastará ese dato tan simple para que captemos con absoluta claridad el gran timo en que se está convirtiendo la enseñanza pública y la torcida intención que mueve tantas reformas envueltas en la más pringosa y demagógica de las palabrerías.
Así que, querido amigo, si por un casual es usted profesor y conserva un mínimo de honestidad personal e intelectual, ya sabe lo que le queda: leña al niñato y escupitajo al pedagogo. Hágalo, al menos, por los de su pueblo o su barrio, si es que viene usted de allí.
Don GA: sin rebatir ni un tantico asín sus premisas sobre la maleducación universitaria, creo que no se puede decir que sea la causa del fenómeno que menciona (título universitario basura, bloqueo del progreso en la escala social, etc.). A lo sumo, son dos epifenómenos de un mismo movimiento (de hecho, son casi simultáneos).
ResponderEliminarLo siguiente lo extraigo de esta fuente: "Adiós, clase media, adiós".
"En Francia, donde los mileuristas se denominan babylosers (bebés perdedores), el paro entre los licenciados universitarios ha pasado del 6% en 1973 al 30% actual. Y les separa un abismo salarial respecto a la generación de Mayo del 68, la que hizo la revolución: los jóvenes trabajadores que tiraban adoquines y contaban entonces con 30 años o menos sólo ganaban un 14% menos que sus compañeros de 50 años; ahora>, la diferencia es del 40%. En Grecia, los mileuristas están aún peor, ya que su poder adquisitivo sólo alcanza para que les llamen "la generación de los 700 euros" (...) [En] Estados Unidos ... el presidente Barak Obama creó por decreto la Middle Class Task Force, el grupo de trabajo de la clase media, que integra a varias agencias federales con el objeto de aliviar la situación de un grupo social al que dicen pertenecer el 78% de los estadounidenses".
De la misma fuente, una cita de Santiago Niño, Catedrático de Economía:
"El modelo de protección social que hemos conocido tiende a menos-menos porque ya ha dejado de ser necesario, al igual que lo ha dejado de ser la clase media: ambos han cumplido su función. La clase media actual fue inventada tras la II Guerra Mundial en un entorno posbélico, con la memoria aún muy fresca de la miseria vivida durante la Gran Depresión y con una Europa deshecha y con 50 millones de desplazados, y lo más importante: con un modelo prometiendo el paraíso desde la otra orilla del Elba. La respuesta del capitalismo fue muy inteligente (en realidad fue la única posible, como suele suceder): el Estado se metió en la economía, se propició el pleno empleo de los factores productivos, la población se puso a consumir, a ahorrar y, ¡tachín!, apareció la clase media, que empezó a votar lo correcto: una socialdemocracia light y una democracia cristiana conveniente; para acabar de completar la jugada, esa gente tenía que sentirse segura, de modo que no desease más de lo que se le diese pero de forma que eso fuese mucho en comparación con lo que había tenido: sanidad, pensiones, enseñanza, gasto social... que financiaban con sus impuestos y con la pequeña parte que pagaban los ricos (para ellos se inventaron los paraísos fiscales).
Todo eso ya no es necesario: ni nadie promete nada desde la otra orilla del Elba, ni hay que convencer a nadie de nada, ni hay que proteger a la población de nada: hay lo que hay y habrá lo que habrá, y punto. Por eso tampoco son ya necesarios los paraísos fiscales: ¿qué impuestos directos van a tener que dejar de pagar los ricos si muchos de ellos van a desaparecer y si la mayoría de los impuestos de los que quieren escapar van a ser sustituidos por gravámenes indirectos?".
En mi humilde opinión, de esto es de lo que hablamos cuando denunciamos la pérdida de utilidad del título universitario como llave de acceso a la clase media.
No podría estar más de acuerdo en tu análisis. Sobre todo en la primera parte, la vinculación que se dio por unos pocos años en nuestro país entre éxito académico y éxito social. Hoy en día esto ha muerto; sobre todo -creo- porque la sociedad española no ha sabido dar (darse) un segundo gran impulso en los años ochenta y noventa. Estábamos tan contentos de lo que habíamos hecho (democratización, entrada en Europa, desarrollo económico), que todo el país se tomó un descanso. En educación ese descanso tiene un reflejo perfecto en las tesis estas de que se puede aprender sin esfuerzo. La exigencia, el rigor, el esfuerzo empezaron a ser considerados "fachas". Luego vino lo del 92 y lo guapos que somos y de ahí para abajo hasta llegar a donde hemos llegado ahora.
ResponderEliminarNo sé si todo responde a una conspiración de las clases dirigentes. Casi diría que no, que es la simple dinámica de un país que no cree en serio ni en la cultura, ni en el esfuerzo, ni en el rigor, ni en la investigación, ni en na de na.
Lo que no entiendo, ahora que lo pienso, es porque entre los años sesenta y ochenta la cosa fue como fue. Quizás fuera porque la guerra civil y los cuarenta años de franquismo nos habían colocado tan atrás respecto a otros países de Europa que, como dices, la necesidad de gente preparada se hizo tan perentoria que no quedó más remedio que primar el estudio. Quien sabe.
Coincidiendo con la exposición de la realidad que se hace en el post, mi pregunta es por qué los protagonistas fundamentales de este sistema educativo, los profesores, cuya mayoría sitúo en la edad media del Profesor García Amado, por qué, digo, nos sumamos individualmente a la carrera hacia el suelo; qué nos incentiva; qué tememos perder o qué aspiramos a ganar renunciando a exigir un nivel digno.
ResponderEliminarLo que no sucedera nunca es que el hijo de un catedratico acabe barriendo, al menos no sin que su padre haya removido cielo y tierra para evitarlo. Por este motivo, y como las plazas en la mitad superior de la piramide social son limitadas, los hijos de la gente modesta solo puede ascender si y solo si hay crecimiento, como sucedio en los años 60s y tambien durante los primeros años de democracia. Pero si no hay crecimiento el estancamiento de las elites (su falta de renovacion) es inevitable, y eso es, segun Pareto, algo muy malo para la sociedad.
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