Es el eterno retorno de la gran pregunta de constitucionalismo y, si me apuran, de la teoría del Derecho. Cuando la famosa polémica de Kelsen y Schmitt se debatía sobre si le correspondía a los jueces y los tribunales constitucionales. Hoy, por desgracia, casi suena a escarnio, con lo que ha llovido y las lecciones crueles de la historia, que podemos sintetizar así: salvo en países de muy acrisolada cultura constitucional, los órganos supremos de la judicatura y los tribunales constitucionales suelen ser marionetas en manos de ejecutivos populistas y de tiranías más o menos encubiertas o, cuando menos, juguetes de los partidos gobernantes que usan con los magistrados la táctica del palo y la zanahoria: si eres bueno y dócil, al terminar tu mandato te premio con una embajada o algún otro nombramiento de mucho relumbrón y mucho figurar. La carne es débil y, por lo que parece, la carne cubierta de toga más débil aún. Con las excepciones de rigor por supuesto, pero pocas. Omitiré en este momento cualquier concreta alusión al Tribunal Constitucional Español y su pose actual, porque vamos a otro tema y porque no está bien gastar tinta en obviedades.
El asunto de la garantía de la constitución vuelve a estar estos días de actualidad, a raíz del golpe de Estado en Honduras y de los dimes y diretes del presidente Zelaya y de los organismos internacionales. No tengo tiempo ni ánimos ahora para meterme en honduras, precisamente, y conozco nada más que lo que cuentan los medios de comunicación, que, en resumen, viene a ser lo siguiente: el presidente Zelaya, que no es precisamente un líder de las masas desposeídas, aunque posee él, entre otras cosas, la legitimidad que brinda su elección democrática, andaba jugando a imitar a reputados líderes “democráticos” latinoamericanos, como Chaves, Uribe y Morales, pues mediante referéndum pretendía reformar la cláusula constitucional que impide su reelección. El Tribunal Supremo dijo que no cabía esa reforma así, pero el presidente siguió en sus trece, hasta que el ejército, por su cuenta y riesgo, lo puso de patitas en Costa Rica. Que los ejércitos no son los guardianes de las constituciones parece, por fortuna, verdad generalmente asumida en nuestros días. Pero la pregunta fundamental sigue en pie: ¿quién ha de velar por la constitución en un Estado de Derecho? ¿Los jueces? En Honduras parece que la judicatura se plantó ante el presidente, pero, por lo poco que he leído, no parece que la doctrina y la llamada sociedad internacional den mucha importancia a esa postura, puesto que la legitimidad y el derecho de Zelaya a salirse con la suya vía referéndum no se discuten gran cosa. ¿Serán los presidentes o jefes de Estado los vigilantes constitucionales supremos? Eso haría a Carl Schmitt removerse de gusto en su tumba, pero, además de que el renacer entusiasta de las tesis schmittianas pueden provocar todo tipo de erupciones cutáneas en los demócratas bien nacidos, fiar las constituciones al ejecutivo, y más si se reviste de tintes mesiánicos y populistas, es como poner a Drácula a organizar las transfusiones hospitalarias. Entonces, ¿el pueblo? Ahí está la madre del cordero.
En medio mundo -y un poquito en España también- está aconteciendo una más que preocupante relectura populista e interesadamente demagógica del principio democrático. Que las constituciones dispongan la soberanía popular y los procedimientos de decisión democrática, especialmente en lo referido a las decisiones legislativas, no significa que la constitución pueda y deba estar permanentemente sometida a la decisión popular. Una constitución no es democrática porque la ciudadanía esté de acuerdo con ella o porque se dedique cada dos por tres a retocarla y rehacerla mediante referendos que son siempre puros plebiscitos en los que no se vota sobre normas, sino sobre la persona del mandamás que se erige en salvador y sumo sacerdote de la colectividad. La constitución democrática tiene que protegerse de la manipulación de las masas y de los cambios de humor de las gentes, precisamente para proteger la democracia y sus maneras. Y puede hacerlo de muy diversas formas: estableciendo cláusulas de intangibilidad para que determinados artículos no puedan ser reformados, fijando procedimientos agravados para las reformas de sus preceptos más relevantes, etc. Con ello, entre otras cosas, las constituciones se defienden frente a un peligro evidente, el de que los detentadores del poder legislativo y, sobre todo, ejecutivo, aunque posean intacta su legitimidad democrática de origen, utilicen las formidables herramientas de que disponen -dineros del erario público, medios de comunicación afines, comprados o amordazados, fuerzas de orden público, complicidades provenientes del sistema económico o de un entramado más o menos perverso de relaciones internacionales...- para condicionar, amedrentar o manipular a la masa electoral y hacer de su pura voluntad suprema norma del sistema jurídico.
Una reforma constitucional inconstitucional o, aunque mantenga ciertas formas, inducida desde el poder ejecutivo y dirigida mediante los resortes del poder público, y que altere gravemente el entramado constitucional de los poderes y los límites constitucionales a los poderes también es, al menos funcionalmente, un golpe de Estado, por mucho que se lave la cara mediante votaciones en las que el sesenta o el noventa por ciento de los votantes la apoyen. El apoyo popular a una medida de ese tipo no sana su inconstitucionalidad, aunque los tiranos aupados en las urnas griten que hacen lo que quieren el pueblo. Un pueblo puede, concedamos esto, derribar una constitución mediante una revolución, pero, por definición, no caben revoluciones constitucionales, y menos si las dirige un gobierno. Fueron ciertos constitucionalistas nazis los que, después de 1933, forjaron esa expresión, “revolución constitucional”, para tratar cínicamente de poner de relieve que no estaban socavando hasta los tuétanos la Constitución de Weimar, formalmente no derogada, sino realizándola en sus supremos principios y en armonía con el sano y sacrosanto sentir popular. Mentiras podridas, bazofia doctrinal, descaro de juristas prostituidos.
Entre los muchos argumentos con los que podría reforzarse la tesis que estamos manteniendo, parémonos solamente en uno, quizá de los más rebuscados, el que podríamos llamar argumento de la simetría democrática: si en aras de la democracia un presidente puede llamar al pueblo a las urnas para alterar los límites que la constitución a él le pone, debería ser igualmente posible que el pueblo también pudiera autoorganizarse para acudir a las urnas a derribar inconstitucionalmente esa presidencia. Y eso bien sabemos que en ningún lugar lo verán nuestros ojos.
Volviendo al caso, bien está que la OEA, la ONU, la UE y la madre del cordero presionen a los militares hondureños para que el presidente Zelaya sea repuesto en el cargo que legítimamente le corresponde. Pero, por las mismas razones de defensa del Estado de Derecho y de la democracia, debería aplicarse similar presión cuando un presidente se pasa por el arco del triunfo las garantías constitucionales, los preceptos de la constitución y las resoluciones de los órganos constitucionalmente llamados a ponerlo en el sitio que constitucionalmente le pertenece. Toda la razón para pararles los pies a los militares hondureños, toda, pero un buen toque de atención también para Zelaya y demás imitadores de los nuevos déspotas latinoamericanos. Así que menos sonrisitas y abrazos con los Chaves, Morales, Uribes y demás ridículos imitadores de los dictadorzuelos que aquí y allá hemos conocido de sobra. ¿O acaso legitimaban a Franco aquellos referendos en los que ganaba siempre con un noventa y nueve por ciento de los votos? ¿Acaso debería Hitler haber convocado en 1933 un referéndum para que aún hoy estuviéramos convencidos de que era un demócrata impecable y un buen defensor, en el fondo, de la Constitución de Weimar?
Sólo de una forma puede un pueblo erigirse en salvaguarda final de la constitución: negándose firmemente a ser utilizado para alterar su letra o su espíritu de modo constitucionalmente espurio. Pero, para eso, un pueblo ha de creerse su constitución, y hay pueblos que siempre han tenido excelentes razones para no fiarse de ella. Pero pobre de aquel pueblo que crea que haciendo vitalicio el poder de un tirano será más libre y estará mejor defendido y más alimentado, pobre. El que cree en la constitución no admite amo y, por eso, no hay amo que crea en la constitución, al menos en la constitución de un Estado de Derecho que no sea la tapadera de una casa de citas.
El asunto de la garantía de la constitución vuelve a estar estos días de actualidad, a raíz del golpe de Estado en Honduras y de los dimes y diretes del presidente Zelaya y de los organismos internacionales. No tengo tiempo ni ánimos ahora para meterme en honduras, precisamente, y conozco nada más que lo que cuentan los medios de comunicación, que, en resumen, viene a ser lo siguiente: el presidente Zelaya, que no es precisamente un líder de las masas desposeídas, aunque posee él, entre otras cosas, la legitimidad que brinda su elección democrática, andaba jugando a imitar a reputados líderes “democráticos” latinoamericanos, como Chaves, Uribe y Morales, pues mediante referéndum pretendía reformar la cláusula constitucional que impide su reelección. El Tribunal Supremo dijo que no cabía esa reforma así, pero el presidente siguió en sus trece, hasta que el ejército, por su cuenta y riesgo, lo puso de patitas en Costa Rica. Que los ejércitos no son los guardianes de las constituciones parece, por fortuna, verdad generalmente asumida en nuestros días. Pero la pregunta fundamental sigue en pie: ¿quién ha de velar por la constitución en un Estado de Derecho? ¿Los jueces? En Honduras parece que la judicatura se plantó ante el presidente, pero, por lo poco que he leído, no parece que la doctrina y la llamada sociedad internacional den mucha importancia a esa postura, puesto que la legitimidad y el derecho de Zelaya a salirse con la suya vía referéndum no se discuten gran cosa. ¿Serán los presidentes o jefes de Estado los vigilantes constitucionales supremos? Eso haría a Carl Schmitt removerse de gusto en su tumba, pero, además de que el renacer entusiasta de las tesis schmittianas pueden provocar todo tipo de erupciones cutáneas en los demócratas bien nacidos, fiar las constituciones al ejecutivo, y más si se reviste de tintes mesiánicos y populistas, es como poner a Drácula a organizar las transfusiones hospitalarias. Entonces, ¿el pueblo? Ahí está la madre del cordero.
En medio mundo -y un poquito en España también- está aconteciendo una más que preocupante relectura populista e interesadamente demagógica del principio democrático. Que las constituciones dispongan la soberanía popular y los procedimientos de decisión democrática, especialmente en lo referido a las decisiones legislativas, no significa que la constitución pueda y deba estar permanentemente sometida a la decisión popular. Una constitución no es democrática porque la ciudadanía esté de acuerdo con ella o porque se dedique cada dos por tres a retocarla y rehacerla mediante referendos que son siempre puros plebiscitos en los que no se vota sobre normas, sino sobre la persona del mandamás que se erige en salvador y sumo sacerdote de la colectividad. La constitución democrática tiene que protegerse de la manipulación de las masas y de los cambios de humor de las gentes, precisamente para proteger la democracia y sus maneras. Y puede hacerlo de muy diversas formas: estableciendo cláusulas de intangibilidad para que determinados artículos no puedan ser reformados, fijando procedimientos agravados para las reformas de sus preceptos más relevantes, etc. Con ello, entre otras cosas, las constituciones se defienden frente a un peligro evidente, el de que los detentadores del poder legislativo y, sobre todo, ejecutivo, aunque posean intacta su legitimidad democrática de origen, utilicen las formidables herramientas de que disponen -dineros del erario público, medios de comunicación afines, comprados o amordazados, fuerzas de orden público, complicidades provenientes del sistema económico o de un entramado más o menos perverso de relaciones internacionales...- para condicionar, amedrentar o manipular a la masa electoral y hacer de su pura voluntad suprema norma del sistema jurídico.
Una reforma constitucional inconstitucional o, aunque mantenga ciertas formas, inducida desde el poder ejecutivo y dirigida mediante los resortes del poder público, y que altere gravemente el entramado constitucional de los poderes y los límites constitucionales a los poderes también es, al menos funcionalmente, un golpe de Estado, por mucho que se lave la cara mediante votaciones en las que el sesenta o el noventa por ciento de los votantes la apoyen. El apoyo popular a una medida de ese tipo no sana su inconstitucionalidad, aunque los tiranos aupados en las urnas griten que hacen lo que quieren el pueblo. Un pueblo puede, concedamos esto, derribar una constitución mediante una revolución, pero, por definición, no caben revoluciones constitucionales, y menos si las dirige un gobierno. Fueron ciertos constitucionalistas nazis los que, después de 1933, forjaron esa expresión, “revolución constitucional”, para tratar cínicamente de poner de relieve que no estaban socavando hasta los tuétanos la Constitución de Weimar, formalmente no derogada, sino realizándola en sus supremos principios y en armonía con el sano y sacrosanto sentir popular. Mentiras podridas, bazofia doctrinal, descaro de juristas prostituidos.
Entre los muchos argumentos con los que podría reforzarse la tesis que estamos manteniendo, parémonos solamente en uno, quizá de los más rebuscados, el que podríamos llamar argumento de la simetría democrática: si en aras de la democracia un presidente puede llamar al pueblo a las urnas para alterar los límites que la constitución a él le pone, debería ser igualmente posible que el pueblo también pudiera autoorganizarse para acudir a las urnas a derribar inconstitucionalmente esa presidencia. Y eso bien sabemos que en ningún lugar lo verán nuestros ojos.
Volviendo al caso, bien está que la OEA, la ONU, la UE y la madre del cordero presionen a los militares hondureños para que el presidente Zelaya sea repuesto en el cargo que legítimamente le corresponde. Pero, por las mismas razones de defensa del Estado de Derecho y de la democracia, debería aplicarse similar presión cuando un presidente se pasa por el arco del triunfo las garantías constitucionales, los preceptos de la constitución y las resoluciones de los órganos constitucionalmente llamados a ponerlo en el sitio que constitucionalmente le pertenece. Toda la razón para pararles los pies a los militares hondureños, toda, pero un buen toque de atención también para Zelaya y demás imitadores de los nuevos déspotas latinoamericanos. Así que menos sonrisitas y abrazos con los Chaves, Morales, Uribes y demás ridículos imitadores de los dictadorzuelos que aquí y allá hemos conocido de sobra. ¿O acaso legitimaban a Franco aquellos referendos en los que ganaba siempre con un noventa y nueve por ciento de los votos? ¿Acaso debería Hitler haber convocado en 1933 un referéndum para que aún hoy estuviéramos convencidos de que era un demócrata impecable y un buen defensor, en el fondo, de la Constitución de Weimar?
Sólo de una forma puede un pueblo erigirse en salvaguarda final de la constitución: negándose firmemente a ser utilizado para alterar su letra o su espíritu de modo constitucionalmente espurio. Pero, para eso, un pueblo ha de creerse su constitución, y hay pueblos que siempre han tenido excelentes razones para no fiarse de ella. Pero pobre de aquel pueblo que crea que haciendo vitalicio el poder de un tirano será más libre y estará mejor defendido y más alimentado, pobre. El que cree en la constitución no admite amo y, por eso, no hay amo que crea en la constitución, al menos en la constitución de un Estado de Derecho que no sea la tapadera de una casa de citas.
Fenomenal. Muy bien expuesto el tema. Saludos.
ResponderEliminarTOCACOLIONIS CAUSA
ResponderEliminarI. Las constituciones son nuestras amigas y deben ser defendidas.
Incluso aquellas constituciones que dicen, por ejemplo, que es delito de traición PROPONER SU REFORMA.
¿Cómo no defenderlo, si lo pone en una Constitución?
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II. Por cierto: el presidente Zelaya no ha propuesto la reforma de la constitución: ha encargado al Instituto Nacional de Estadísticas (el CIS hondureño) que haga una ENCUESTA sobre la opinión de los ciudadanos. Algo totalmente distinto a un referendum conforme a la CONSTITUCIÓN hondureña (en la constitución el voto en los referenda es obligatorio, en la encuesta no; los referenda son gestionados por la autoridad determinada constitucionalmente, en una encuesta del INE no; etc.)
Un delito del carajo, ¿eh? ¡Protejan la constitución, por favor! ¡Secuestren al presidente y repriman a sus defensores, incluso llegando al asesinato, para defender la Constitución! ¡La Constitución así lo quiere!
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III. ¡A ver si esta vez los hechos no nos estorban en nuestra reconstrucción ideológica de la realidad!
1. Ningún órgano CONSTITUCIONAL ha enjuiciado al presidente CONSTITUCIONAL, quien sigue siendo inocente de todo cargo en virtud de la presunción CONSTITUCIONAL de inocencia. Aunque la judicatura hondureña, corrupta hasta las cachas, quizá le condenaría de ser juzgado, cabe aún la posibilidad de que entrase en razón y no lo hiciera.
2. El ejército ha secuestrado a un presidente CONSTITUCIONAL en esquijama y por vía de hecho, sin juicio previo, sin posibilidad de defensa, etc. lo ha expulsado del país.
3. El ejército ha puesto un presidente ilícito, no elegido, por vías INCONSTITUCIONALES.
4. El ejército y el INCONSTITUCIONAL presidente de hecho desoyen las voces de todos los organismos internacionales y los gobiernos de todo el mundo, EEUU incluido, para abandonar el poder que detentan y devolverlo a los órganos que preceptúa esa CONSTITUCIÓN que supuestamente defienden.
5. De paso, el ejército y el gobierno de facto (INCONSTITUCIONAL) sacan a Honduras de la OEA.
6. En la represión de las manifestaciones, el ejército golpea y dispara a defensores del presidente CONSTITUCIONAL, llegando al asesinato. Además, en en un uso subversivo (INCONSTITUCIONAL, claro) del poder, prohíbe no ya que un ciudadano inocente (no condenado) vuelva a su país, sino que el JEFE DE ESTADO CONSTITUCIONAL vuelva a su país.
... peeeeero El Gran Tema es que hay que defender la Constitución de Zelaya, y para defenderlo no nos vamos a los hechos, pero bajamos de la peana a Kelsen y a quien haga falta. Tócate las Disposiciones Finales.
(Aunque sólo es un indicio, yo me palparía un poco las ropas cuando TODOS los gobiernos democráticos que han hablado, lo han hecho en el mismo sentido. Quizá sean unos anticonstitucionalistas liberticidas y violaniños, pero la probabilidad estadística de que TODOS lo sean es baja).
D. GA, con todo cariño: creo que se le ha metido un Chávez en el ojo.
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En próximos posts en Dura Lex:
- "Dos más dos no pueden ser cuatro, porque Chávez dice que lo son".
- "Chávez mea de pie. Demócratas: ¡no meen de pie como Chávez!".
- Etc.
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Por cierto: TOPOLANEK sigue en racha triunfal, ¿eh? BARROSO GO HOME! TOPOLANEK FOR E.U. PRESIDENT!
Por cierto:
ResponderEliminarhttp://blogs.publico.es/manel/1355/honduras/
No sé si el error es tipográfico, topográfico, topológico, geográfico, o incluso sarcástico. Pero parece un error: Chaves en lugar de Chavez. Brillante!.
ResponderEliminar¿Quién defiende la Constitución!. La respuesta sencilla, o mejor simple: La defiende la la web 2.0 .
Ciertos medios españoles no olvidan quiénes son amigos y quiénes enemigos...
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