20 agosto, 2009

Bohemios para el verano. Por Francisco Sosa Wagner

Observaba hace poco en el Parlamento europeo a Daniel Cohn-Bendit, allá sentado en su escaño, y aproveché para meditar acerca de cómo quienes llevaron la voz cantante en mayo del 68 se encuentran establecidos en la sociedad y han sabido sacar buenos réditos a su actitud levantisca de entonces. Adelanto que estoy muy lejos de criticar a un personaje lúcido y moderado en sus análisis. Mis reflexiones iban más bien por el lado de buscar parientes en el pasado a quienes en aquella coyuntura del siglo XX se apartaron de la ortodoxia y buscaron en la lucha callejera la peana de su iconoclastia.
Y cavilando di con los revolucionarios barbados que escribían obras sesudas o panfletos o ponían bombas y cometían atroces magnicidios. Pero también con aquellos personajes más bien inofensivos, aunque normalmente poco aseados, que fueron los bohemios y que en Francia, alrededor de 1830, se movían en torno a Téophile Gautier y Gérard de Nerval (el suicida). Andando el tiempo, hacia finales de siglo, sus herederos arrastrarían las cadenas de su desánimo vital y su alma de gomina por el Barrio Latino en París y, en Alemania, por el Schwabing de Munich donde ayudaban a parir los espectáculos del cabaret, con su punto picante y erótico pero también con su pellizco de buena literatura crítica y bienhumorada.
En España ese mundo ha sido muy bien descrito en algunas obras recientes de Andrés Trapiello y Juan Manuel de Prada, donde salen los grandes y los pequeños bohemios: Alejandro Sawa, por ejemplo, o Pedro Luis de Gálvez, o la madama que reunía a muchos de ellos, Carmen de Burgos, que fue amante de Ramón Gómez de la Serna hasta que éste se encaprichó de su hija. Y está la gran obra de Cansinos Assens, el judío que nos ha legado el más rico prontuario, inagotable de nombres, anécdotas y excentricidades magníficas, llenas como están sus páginas de fantasmas de la literatura, de poetas más consagrados que las sagradas formas, y de todas las modistas efervescentes que los encandilaban. Había otros bohemios españoles disfrazados de funcionarios como era el caso de Emilio Carrere que hacia cuentas tramposas en el tribunal de las mismas. Pero hay que decir que todos ellos soñaban con tocarle los muslos a la bailarina Tórtola Valencia, que los tenía compactos y casi locuaces, pero a quien gustaban las chicas jovencitas, pálidas, ojerosas, que o bien venían de un burdel o iban hacia él. Todas con la vanguardia del siglo en el escote.
Y porque a poco leo que la Iglesia católica ha decidido pedir perdón por haber tenido a Oscar Wilde entre los prohibidos, recalé con mi imaginación en el dandy, una variante de los heterodoxos mas fina, menos chabacana. Y saltó a mi memoria Barbey d´Aurevilly que no era dandy sino un conservador de la estética y un esteta de la conservación, pero que dedicó un libro al dandismo. Nadie ha sabido nunca definir al dandy pero todos tenemos la imagen de un tipo fino, encantador, que hacía del bien vestir, de la flor en el ojal y del buen aroma una seña de distinción frente a unos burgueses más bien guarros y llenos de lamparones, con barbas desaseadas y pobladas de residuos cuando no de arácnidos y otras especies de la biodiversidad. George Brummel fue un arquetipo y, como tal, dilapidó de una forma exquisita su fortuna y murió en un asilo entre pobres que lloraron lágrimas de perfume. Como debe ser. Y Oscar Wilde, de quien ahora se acuerda la Iglesia, resulta que después de todas sus ingeniosidades –sublimes para mi gusto- acabó en París convertido y sacramentado como manda el derecho canónico. La cárcel de Reading le sirvió para expiar sus culpas que fue a fin de cuentas para lo que aquella sociedad le enterró allí.
Hay que ver –pienso ahora que rememoro esta circunstancia parlamentaria- lo que me da por cavilar a la vista de Cohn-Bendit que hoy es más bien un funcionario que no se permite más heterodoxia que la de esquivar el uso del jabón y el agua caliente.

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