(Publicado hoy en El Mundo)
LA CONSTRUCCIÓN federal de Europa es el más noble empeño político de la hora presente. Este horizonte, vivo e iluminado, tiene para los españoles un especial valor porque sólo desde una Europa federal se puede corregir la frívola originalidad confederal en que se está convirtiendo España. Jean Monnet, en sus jugosas Memorias, se acoge insistentemente a la referencia federal lo que se explica porque él engendra su sueño europeo a la vista de la realidad norteamericana y de la impresión que le causa el funcionamiento de aquella República.
Es muy probable que si Jean Monnet no hubiera andado vendiendo coñac a los 20 años por tierras americanas, las instituciones europeas hoy no existirían. Para él se trataba -según su pensamiento tantas veces citado- de unir hombres, no simplemente coaligar estados y de «impedir la reconstrucción de los nacionalismos», el gran peligro del siglo XX, cuyas trágicas lecciones en España nos empeñamos en ignorar jugando como estamos a crear naciones y Estados de bolsillo.
Hoy, cuando el tiempo nos ha ofrecido ya sobradas muestras de sus modales tiranos, se trata de afrontar esa realidad europea esforzándonos por inyectar nuevas ambiciones al edificio que se ha ido construyendo en los últimos decenios. Porque, tal como explica en un reciente ensayo Amin Maalouf (Le dérèglement du monde, Ed. Grasset, 2009), «hemos entrado en el nuevo siglo sin brújula».
No se trata de despertar las viejas pesadillas milenarias sino de advertir que un mundo se apaga a nuestros ojos, que las luces que nos han iluminado temblequean y desfallecen, que el navío aparejado en tantas batallas cruentas a lo largo de los siglos de la modernidad se encuentra en buena medida a la deriva, falto de pilotos y falto sobre todo de una carta de navegación adecuada a los nuevos tiempos, plenos de desafíos. Por eso se producen movimientos formidables de adhesión a determinadas personas, caso de Obama, porque las poblaciones están ansiosas de identificarse con alguien que, con mano firme y gesto convencido, acierte a señalarles el camino.
Nos hallamos en una situación internacional en parte desconocida porque el mundo ha perdido el sistema aglutinador de los pueblos establecido en la pasada centuria. Los tratados de paz de Westfalia crearon las certezas por las que se condujeron los estados a partir del XVII como luego ocurrió con la obra que los diplomáticos pusieron en pie en Viena cuando pasó el vendaval napoleónico. El siglo XX tuvo que volver a zurcir un orden y lo hizo con la Sociedad de Naciones, saldadas con un enorme fracaso (las enseñanzas que ofrecen las Memorias de Madariaga nadie debería desoírlas), y la experiencia de su sucesora, las Naciones Unidas, ya emite señales de inequívoco abatimiento porque hay continentes que se desperezan y piden abono para asistir a las representaciones donde los grandes deciden la marcha del universo, y porque el mundo bipolar creado tras la segunda guerra mundial se evaporó cuando los alemanes pudieron saltar el muro, aquella jaula donde disfrutaron a sus anchas de los magníficos logros de la sociedad comunista.
El principio del equilibrio entre las potencias, ganado a golpe de sangre y después de finuras diplomáticas, ha sido arrinconado y, tambaleante, se halla a la búsqueda de una fórmula que le permita alcanzar de nuevo la posición erguida.
El genio humano ha de dar con ella, como ha de formular las nuevas utopías, sin las cuales el mundo no se concibe porque esas -las utopías- nos mueven e impulsan a la búsqueda de renovadas expresiones de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, los grandes anhelos que, si nunca son completa realidad, es porque saben mantener, como una joven pudibunda, el poder seductor de lo inalcanzable. Sépase que sin utopías el mundo es una oficina donde se aplican reglamentos y se firman nombramientos.
El universo se organizará -se está organizando ya- en conjuntos amplios que han de acoger a países pletóricos, es de ahí de donde saldrá el orden internacional de mañana, ese en el que pensamos pero que no acabamos de ver ni de dar con sus claves secretas. Estamos ante una nueva estirpe de potencias que son económicas pero, además, y esto es lo singular, que aportan nuevos modelos de convivencia política con prestigio creciente en cuanto ofrecen fórmulas donde se emulsionan viejas recetas del capitalismo, que se asilvestra, con refinadas modalidades de dictadura política, enriquecidas por las filigranas que aporta la revolución técnica. No hay fin de la Historia sino inicio de una nueva historia, acaso la superación de la Prehistoria en la que hemos vivido hasta ahora sin saberlo.
Y Europa ¿qué pinta en todo esto? Pues Europa ha de buscar su puesto definiendo y definiéndose. Es decir, ha de buscar sus propias fronteras porque si Europa quiere ser todo, Europa no será nada. Europa ha de defender los valores que ha sabido crear en la incubadora de las revoluciones, de los libros que han escrito sus mentes lúcidas y de los sollozos de sus pueblos, y estos valores son la libertad, el imperio de la razón, la laicidad y la fraternidad, hoy concebida como solidaridad. Si Michel Rocard sostenía que Europa es «democracia más seguridad social», yo me permito puntualizar diciendo que es «democracia más servicios públicos».
Ostenta además Europa el privilegio de ofertar una cultura común viva y visible, tejida a base de contradicciones que es como se teje todo lo que merece la pena (¿qué es la vida sino la administración sabia de las contradicciones?). Contradicciones que se reflejan en su curiosidad intelectual, en su gusto por las aventuras planetarias, por la acción, también en su arrogancia y su brutalidad. Como ha escrito bellamente Élie Barnavi en una obra imprescindible (L'Europe frigide, 2008, editado por André Versaille) Europa ha llevado «la cabeza en las estrellas y los pies en la sangre» y de ahí nace la necesidad de que se acepte su legado histórico como un todo sin que nos veamos obligados a sentirnos fascinados por todas las partes de ese todo. Cada valor europeo contiene su negación y menos mal porque los valores, llevados a lo absoluto, nos deparan las peores monstruosidades. Goya acertó a expresarlo con la sencillez iconoclasta del genio.
EUROPA, en fin, ha de ser muy consciente de que no es una nación. Ni falta que le hace. Precisamente es de este déficit de donde ha de tomar fuerza e impulso para explotar a fondo la riqueza de sus influencias múltiples y desechar con displicencia -pero con pleno conocimiento de causa- esa pasión colectiva trufada de exclusivismos -y chorreante de sangre- que es la propia de los nacionalismos.
Si lo que tenemos delante es, por lo que he tratado de explicar, la última provocación de la historia, desanima ver la forma en que se ha elegido al presidente de la Comisión en el Parlamento europeo hace unos días. Contaba Barroso con el aval de la unanimidad de los jefes de Estado y de Gobierno. Se han comportado estos igual que lo hacían los príncipes en el Sacro Imperio Romano Germánico cuando de la elección del emperador se trataba: con pocas excepciones posaban su vista aquellos barbados y enjoyados varones en el menos molesto, el más mediocre y el que menos amenazaba sus poderes territoriales. Barroso es un emperador magnífico porque se pliega con exquisitos y camaleónicos modales a los intereses de los Estados. Yo he votado contra él porque el programa que presentó es un amasijo de palabrería funcionariesca.
El papel del socialismo europeo ha sido lamentable: nadie de sus bien abultadas filas ha aceptado el desafío de presentarse como candidato para explicarnos cuál es la Europa que los socialistas tienen en la cabeza frente a la flácida y oportunista de Barroso. Pues ¿qué decir del socialismo español, que va por el mundo con el uniforme progresista recién sacado de la tintorería, encumbrando a un comensal en las Azores después de lo que hemos oído por estas tierras?
Una ocasión perdida, un gobierno europeo que se formará con alambres de ambiciones y aires de músicas tartamudas. El Sacro Imperio al menos contaba con abades golfos y, sobre todo, con aquellas vistosas margravinas de ojos glaucos...
Es muy probable que si Jean Monnet no hubiera andado vendiendo coñac a los 20 años por tierras americanas, las instituciones europeas hoy no existirían. Para él se trataba -según su pensamiento tantas veces citado- de unir hombres, no simplemente coaligar estados y de «impedir la reconstrucción de los nacionalismos», el gran peligro del siglo XX, cuyas trágicas lecciones en España nos empeñamos en ignorar jugando como estamos a crear naciones y Estados de bolsillo.
Hoy, cuando el tiempo nos ha ofrecido ya sobradas muestras de sus modales tiranos, se trata de afrontar esa realidad europea esforzándonos por inyectar nuevas ambiciones al edificio que se ha ido construyendo en los últimos decenios. Porque, tal como explica en un reciente ensayo Amin Maalouf (Le dérèglement du monde, Ed. Grasset, 2009), «hemos entrado en el nuevo siglo sin brújula».
No se trata de despertar las viejas pesadillas milenarias sino de advertir que un mundo se apaga a nuestros ojos, que las luces que nos han iluminado temblequean y desfallecen, que el navío aparejado en tantas batallas cruentas a lo largo de los siglos de la modernidad se encuentra en buena medida a la deriva, falto de pilotos y falto sobre todo de una carta de navegación adecuada a los nuevos tiempos, plenos de desafíos. Por eso se producen movimientos formidables de adhesión a determinadas personas, caso de Obama, porque las poblaciones están ansiosas de identificarse con alguien que, con mano firme y gesto convencido, acierte a señalarles el camino.
Nos hallamos en una situación internacional en parte desconocida porque el mundo ha perdido el sistema aglutinador de los pueblos establecido en la pasada centuria. Los tratados de paz de Westfalia crearon las certezas por las que se condujeron los estados a partir del XVII como luego ocurrió con la obra que los diplomáticos pusieron en pie en Viena cuando pasó el vendaval napoleónico. El siglo XX tuvo que volver a zurcir un orden y lo hizo con la Sociedad de Naciones, saldadas con un enorme fracaso (las enseñanzas que ofrecen las Memorias de Madariaga nadie debería desoírlas), y la experiencia de su sucesora, las Naciones Unidas, ya emite señales de inequívoco abatimiento porque hay continentes que se desperezan y piden abono para asistir a las representaciones donde los grandes deciden la marcha del universo, y porque el mundo bipolar creado tras la segunda guerra mundial se evaporó cuando los alemanes pudieron saltar el muro, aquella jaula donde disfrutaron a sus anchas de los magníficos logros de la sociedad comunista.
El principio del equilibrio entre las potencias, ganado a golpe de sangre y después de finuras diplomáticas, ha sido arrinconado y, tambaleante, se halla a la búsqueda de una fórmula que le permita alcanzar de nuevo la posición erguida.
El genio humano ha de dar con ella, como ha de formular las nuevas utopías, sin las cuales el mundo no se concibe porque esas -las utopías- nos mueven e impulsan a la búsqueda de renovadas expresiones de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, los grandes anhelos que, si nunca son completa realidad, es porque saben mantener, como una joven pudibunda, el poder seductor de lo inalcanzable. Sépase que sin utopías el mundo es una oficina donde se aplican reglamentos y se firman nombramientos.
El universo se organizará -se está organizando ya- en conjuntos amplios que han de acoger a países pletóricos, es de ahí de donde saldrá el orden internacional de mañana, ese en el que pensamos pero que no acabamos de ver ni de dar con sus claves secretas. Estamos ante una nueva estirpe de potencias que son económicas pero, además, y esto es lo singular, que aportan nuevos modelos de convivencia política con prestigio creciente en cuanto ofrecen fórmulas donde se emulsionan viejas recetas del capitalismo, que se asilvestra, con refinadas modalidades de dictadura política, enriquecidas por las filigranas que aporta la revolución técnica. No hay fin de la Historia sino inicio de una nueva historia, acaso la superación de la Prehistoria en la que hemos vivido hasta ahora sin saberlo.
Y Europa ¿qué pinta en todo esto? Pues Europa ha de buscar su puesto definiendo y definiéndose. Es decir, ha de buscar sus propias fronteras porque si Europa quiere ser todo, Europa no será nada. Europa ha de defender los valores que ha sabido crear en la incubadora de las revoluciones, de los libros que han escrito sus mentes lúcidas y de los sollozos de sus pueblos, y estos valores son la libertad, el imperio de la razón, la laicidad y la fraternidad, hoy concebida como solidaridad. Si Michel Rocard sostenía que Europa es «democracia más seguridad social», yo me permito puntualizar diciendo que es «democracia más servicios públicos».
Ostenta además Europa el privilegio de ofertar una cultura común viva y visible, tejida a base de contradicciones que es como se teje todo lo que merece la pena (¿qué es la vida sino la administración sabia de las contradicciones?). Contradicciones que se reflejan en su curiosidad intelectual, en su gusto por las aventuras planetarias, por la acción, también en su arrogancia y su brutalidad. Como ha escrito bellamente Élie Barnavi en una obra imprescindible (L'Europe frigide, 2008, editado por André Versaille) Europa ha llevado «la cabeza en las estrellas y los pies en la sangre» y de ahí nace la necesidad de que se acepte su legado histórico como un todo sin que nos veamos obligados a sentirnos fascinados por todas las partes de ese todo. Cada valor europeo contiene su negación y menos mal porque los valores, llevados a lo absoluto, nos deparan las peores monstruosidades. Goya acertó a expresarlo con la sencillez iconoclasta del genio.
EUROPA, en fin, ha de ser muy consciente de que no es una nación. Ni falta que le hace. Precisamente es de este déficit de donde ha de tomar fuerza e impulso para explotar a fondo la riqueza de sus influencias múltiples y desechar con displicencia -pero con pleno conocimiento de causa- esa pasión colectiva trufada de exclusivismos -y chorreante de sangre- que es la propia de los nacionalismos.
Si lo que tenemos delante es, por lo que he tratado de explicar, la última provocación de la historia, desanima ver la forma en que se ha elegido al presidente de la Comisión en el Parlamento europeo hace unos días. Contaba Barroso con el aval de la unanimidad de los jefes de Estado y de Gobierno. Se han comportado estos igual que lo hacían los príncipes en el Sacro Imperio Romano Germánico cuando de la elección del emperador se trataba: con pocas excepciones posaban su vista aquellos barbados y enjoyados varones en el menos molesto, el más mediocre y el que menos amenazaba sus poderes territoriales. Barroso es un emperador magnífico porque se pliega con exquisitos y camaleónicos modales a los intereses de los Estados. Yo he votado contra él porque el programa que presentó es un amasijo de palabrería funcionariesca.
El papel del socialismo europeo ha sido lamentable: nadie de sus bien abultadas filas ha aceptado el desafío de presentarse como candidato para explicarnos cuál es la Europa que los socialistas tienen en la cabeza frente a la flácida y oportunista de Barroso. Pues ¿qué decir del socialismo español, que va por el mundo con el uniforme progresista recién sacado de la tintorería, encumbrando a un comensal en las Azores después de lo que hemos oído por estas tierras?
Una ocasión perdida, un gobierno europeo que se formará con alambres de ambiciones y aires de músicas tartamudas. El Sacro Imperio al menos contaba con abades golfos y, sobre todo, con aquellas vistosas margravinas de ojos glaucos...
Bien votado, enhorabuena.
ResponderEliminarSalud,
p.s. Cierto que la votación del mascarón de proa, perdón, del presidente de la Comisión Europea es importante. Pero que no se le pasen los detalles de las votaciones "menores" -tipo Lituania-. No hay detalle pequeño para construir esa Europa que Vd., y tantos más, deseamos.