27 octubre, 2009

Ahí mandaría yo a más de uno

Hoy me he comprado dos libros de Herta Müller, la última premio Nobel de Literatura. Hace unos días leí en algún periódico digital, creo que en esa edición de El País, unos pocos cuentos breves de esa mujer y me impresionaron mucho. Para rematar, el pasado sábado vi en el suplemento cultural de ABC una entrevista que me parece una pieza maravillosa. Como hoy no tengo tiempo para escribir ninguna bobadilla mía, enlazo esa entrevista y copio más abajo unos párrafos que me parecen sobrecogedores. A ese mundo del comunismo de Ceaucescu mandaría yo a más de cuatro que aún define su ideología con términos que son puro oprobio y afrenta a la Historia, a la memoria histórica, como si dijéramos. Pero allá cada cual.
Miren lo que dice quien sabe porque SÍ LO VIO Y LO VIVIÓ, Herta Müller.
En la Rumanía de entonces yo no notaba más que fronteras; no había lugar donde no existiese una. Todo era frontera, ¡hasta las fronteras reales del país con el exterior! Junto a esas fronteras nacionales se mató a mucha gente. (De hecho, más que fronteras, son cementerios.) Las fronteras eran el Danubio y los confines verdes con Serbia y Hungría. Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y les daba igual perecer o no. Cada semana escuchaba uno decir: «Fulano o Mengano fueron fusilados». Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta y ya no soportaban la vida cotidiana. La frontera era un imán, y todo el mundo ansiaba estar fuera, fuera, fuera. Vivir en Rumanía desde por la mañana hasta por la noche sólo se soportaba con la idea de que no era para siempre, sino algo provisional, de lo que alguna vez saldríamos.
Bajo las dictaduras de Europa Oriental la pobreza era un instrumento al servicio de la opresión, como la policía secreta, el ejército o el partido. Creo que asimismo es en los estados teocráticos. A la pobreza se le añade el analfabetismo. A decir verdad, el analfabetismo en Rumanía no era tan alto; la mayoría de las personas sabían leer y escribir. Pero de qué sirve eso si la mayoría no entendían absolutamente nada. Conocían las letras, pero cuando has sido educado para no pensar, eres analfabeto de otra manera. De ahí que los personajes literarios sean como las personas reales.
Trabajé tres años en una fábrica de maquinarias. Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada y he visto cómo viven las personas en un mundo así, casi congeladas, a merced del viento, junto a una jodida cinta transportadora, dentro de una nave sin calefacción donde las ventanas no tenían vidrio. Empezaban a beber alcohol por la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que deslomarse. Muchos llevaban ya treinta o cuarenta años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí, trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio.
¿Qué vida es ésa? Sin contar que se trabajaba también sábado y domingo, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan. Y cada vez que se incumplía, había que trabajar el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos. Por entonces esa situación me aterraba sobremanera y me hacía sentir respeto por aquella gente. Me parecía inconcebible. Al cabo de sólo dos años, yo pensaba que no daba más de mí, que aquello era insoportable, y cuando extrapolaba el asunto a los treinta o cuarenta años que muchos llevaban ya en aquella fábrica, sentía espanto.
Muchas veces tuve la sensación de que lo más importante era que uno estuviera siempre presente. Había que estar «allí», y eso era vigilancia. La fábrica no era más que un lugar a donde se debía acudir cada día y permanecer allí el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno. Todo era un centro de vigilancia. En invierno la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana yo salía de mi casa para llegar a pie a la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús. Pero cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros que no había modo de entrar. Con frecuencia, uno había perdido el tiempo esperando en vano a que pasara el tranvía. Entonces tenías que ir a pie, con el resultado de no llegar puntual y ganarte una amonestación.
Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipejos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego llegabas a la fábrica y ya te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Terrible! Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero no había manera; caminaras como caminaras, era imposible. También durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvías a oír esos coros, transmitidos por los altavoces hacia el patio. Un empleado se encargaba exclusivamente de este asunto. Un viejo comunista aquejado de cálculos renales. La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de aquel viejo comunista se había casado por lo civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la tierra, en el partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. De qué otra manera iba a ser, ¿no?

1 comentario:

  1. Ya han pasado varios dias desde la publicacion de este comentario y este es el primer comentario sobre el mismo. La razon? Me arriesgare a creer que es la de siempre: el articulo es poco complaciente con el comunismo, lo que es poco menos que anatema entre los que se tienen por leidos en Espana. Hasta cuando la ilusion de la Toma del Palacio de Invierno y la utopia de los "dias brillantes por venir" hara que tantos cierren los ojos ante tanta sangre? Cuando dejaran estos de pensar que "la proxima vez lo haremos mejor"?

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