Somos muy peculiares en este oficio de profesores y dizque investigadores universitarios. Más bien raritos, diría yo. Quizá es porque no están claras ciertas reglas del desempeño profesional o porque se cruzan y se entremezclan muy diversos patrones de juicio. Aquí voy al caso de los dineros y no me referiré al sueldo, sino a los trabajos especiales y a su remuneración.
No sé si las cosas en eso funcionan igual o de modo parecido en las llamadas ciencias naturales o duras y en estas humanas y sociales, blanditas, en las que uno se mueve. Por ejemplo, siempre me llama mucho la atención que los científicos “duros” tengan que pagar para que ciertas revistas internacionales y de prestigio les publiquen sus artículos. Ya sé que normalmente tiran de los recursos de los proyectos de investigación y cosas por el estilo, pero a más de uno conozco también que ha tenido que apoquinar de su bolsillo por el artículo suyo. En cambio, a nosotros algunas revistas no nos cobran, sino que hasta nos pagan, aunque tampoco sea lo más común.
Comparémonos con un fontanero. Puede ser un fontanero autónomo o uno que trabaja para una empresa y, además, hace chapuzas en las horas libres. Supongamos que usted llama a ese fontanero para que le cambie unas tuberías de su baño. Ambos, el fontanero y usted, dan por sentado que ese trabajo tendrá un precio. Para mayor seguridad, usted le puede pedir presupuesto previamente y él se lo puede dar. Así los dos saben a qué atenerse antes de embarcarse en la labor. En la universidad muchas veces no es así. A usted, profesor, lo llaman para dar una conferencia o unas clases no sé dónde y por lo general no le dicen cuál es la remuneración. Es más, según en qué casos, ni siquiera le especifican si hay pago o no. Usted, el invitado, se sentirá muy mal si pregunta por los dineros, y muchas veces el anfitrión también considera demasiado prosaico el especificarle el inicio, cuando lo compromete a usted, que sí, que le pagarán tanto. Mal hecho. ¿Por qué hemos de ser tan distintos de los fontaneros? El dueño de la casa busca a un fontanero determinado porque se ha informado de que es competente en su trabajo. Se supone que al profesor lo llaman por lo mismo. Pero ahí es donde se atraviesa el equívoco, como se desprende de la expresión que yo mismo acabo de usar: “invitación”. A usted le convocan a dar unas conferencias en la universidad X y cómo va usted a responder a tan amable gesto con una pregunta sobre emolumentos. Es como si a uno lo invitan a cenar a casa de otro y antes de aceptar o no pregunta cuál va a ser el menú: suena a descortesía.
Pero, claro, luego vienen las sorpresas y los equívocos. Usted trabajó ahí donde lo invitaron y a veces lo despiden con una palmada en el hombro y un hasta la próxima. Se le queda cara de tonto. Y, ojo, no es que no tenga pleno sentido hacer muchos de esos trabajos gratis, por amistad, porque hace ilusión, porque viene bien tener ese dato en el currículum o porque apetece viajar a esa ciudad que no se conocía. Pero, entonces, también podemos despedir al fontanero con un muchas gracias y no me diga que no lo ha pasado bien en esta casa tan bonita y total qué más da si era su tiempo libre. Juro por mis antepasados que yo he trabajado deliberadamente así, gratis, en muchos lugares y en muchas ocasiones. Sólo digo que la cortesía del que invita debe incluir el advertir previamente si hay compensación económica o no, nada más que eso. Si es que no, se puede aceptar igual, pero sin llamarse a engaño.
Creo que hay dos factores que explican la situación y fomentan el equívoco. El primero es el pensar que esto de uno no es trabajo trabajoso, valga la expresión. Es decir, que el fontanero sí suda la gota gorda para poner la nueva tubería, pero que usted no hace más que disfrutar cuando viaja a un lugar para soltar el rollo durante cinco horas y, además, ya le salen por la cara el viaje y el hotel. Oigan, por esa regla de tres llamemos a un fontanero de otra ciudad, paguémosle el tren y alojémoslo en casa y digámosle que ya va bien servido. Cierto que hay mucho cara dura en cualquier oficio, pero si una clase o una conferencia se prepara bien y se expone con rigor y respeto, da un trabajo serio, mucho más, desde luego, que el que da quedarse en casa leyendo una novela cómodamente tumbado en el sofá.
El otro factor es que hacemos muchas labores que apenas se cobran, pese a ser trabajosas si se toman responsablemente. Es así por tradición y porque se estima que tienen un cierto valor simbólico y de reconocimiento. El ejemplo más claro sería el de formar parte de un tribunal de tesis doctoral. Hay que leerse la tesis con seriedad, preparar una intervención adecuada, irse de casa, dormir con la almohada incómoda del hotel y, a veces, hasta aguantar la soberbia de algún colega durante la comida o los cafés. Y, por todo ello, sólo se cobran las dietas. Pero no sé si hay base razonable suficiente para generalizar ese modelo y decirle al fontanero que ya puede estar orgulloso de que lo hayamos invitado a reparar nuestro baño y que lo cuente por ahí y verá cuánto prestigio gana gracias a nosotros. Además, si seguimos con el tema de tesis y concursos, se han perdido también algunas costumbres de antes, como la de que el director invitaba al tribunal a cenar la noche anterior. Ahora no es raro llegar a la ciudad de turno, irse sólo al hotel, cenar una hamburguesa en la habitación y tomar un taxi al día siguiente a la facultad, donde hay que ir preguntando dónde será la tesis esa. Los directores se escudan en que a ellos tampoco les pagan por dirigir y que sólo faltaba tener que gastar unos cuartos con los tragones del tribunal. Anda todo el mundo muy achuchao con la hipoteca y los vicios particulares, al parecer.
En fin, y resumiendo, que no nos degradamos, sino al contrario, si nos consideramos mutuamente y nos hacemos valer como unos profesionales más, igual que los fontaneros, si consideramos nuestra labor como cosa seria y que lleva su esfuerzo y si en cada ocasión todos, anfitriones e “invitados”, exponemos con naturalidad las ofertas y las demandas. Todo lo cual no excluye que a veces se pueda y hasta se deba trabajar gratis, pero sin engaño, sin falsas expectativas y sin juegos de manos. Tan simple como eso. Y, créanme o no, permítanme que les diga que este que suscribe es de las personas del gremio que menos importancia dan al dinero y que mantiene una visión más romántica de la profesión, romántica hasta la estupidez, francamente.
No sé si las cosas en eso funcionan igual o de modo parecido en las llamadas ciencias naturales o duras y en estas humanas y sociales, blanditas, en las que uno se mueve. Por ejemplo, siempre me llama mucho la atención que los científicos “duros” tengan que pagar para que ciertas revistas internacionales y de prestigio les publiquen sus artículos. Ya sé que normalmente tiran de los recursos de los proyectos de investigación y cosas por el estilo, pero a más de uno conozco también que ha tenido que apoquinar de su bolsillo por el artículo suyo. En cambio, a nosotros algunas revistas no nos cobran, sino que hasta nos pagan, aunque tampoco sea lo más común.
Comparémonos con un fontanero. Puede ser un fontanero autónomo o uno que trabaja para una empresa y, además, hace chapuzas en las horas libres. Supongamos que usted llama a ese fontanero para que le cambie unas tuberías de su baño. Ambos, el fontanero y usted, dan por sentado que ese trabajo tendrá un precio. Para mayor seguridad, usted le puede pedir presupuesto previamente y él se lo puede dar. Así los dos saben a qué atenerse antes de embarcarse en la labor. En la universidad muchas veces no es así. A usted, profesor, lo llaman para dar una conferencia o unas clases no sé dónde y por lo general no le dicen cuál es la remuneración. Es más, según en qué casos, ni siquiera le especifican si hay pago o no. Usted, el invitado, se sentirá muy mal si pregunta por los dineros, y muchas veces el anfitrión también considera demasiado prosaico el especificarle el inicio, cuando lo compromete a usted, que sí, que le pagarán tanto. Mal hecho. ¿Por qué hemos de ser tan distintos de los fontaneros? El dueño de la casa busca a un fontanero determinado porque se ha informado de que es competente en su trabajo. Se supone que al profesor lo llaman por lo mismo. Pero ahí es donde se atraviesa el equívoco, como se desprende de la expresión que yo mismo acabo de usar: “invitación”. A usted le convocan a dar unas conferencias en la universidad X y cómo va usted a responder a tan amable gesto con una pregunta sobre emolumentos. Es como si a uno lo invitan a cenar a casa de otro y antes de aceptar o no pregunta cuál va a ser el menú: suena a descortesía.
Pero, claro, luego vienen las sorpresas y los equívocos. Usted trabajó ahí donde lo invitaron y a veces lo despiden con una palmada en el hombro y un hasta la próxima. Se le queda cara de tonto. Y, ojo, no es que no tenga pleno sentido hacer muchos de esos trabajos gratis, por amistad, porque hace ilusión, porque viene bien tener ese dato en el currículum o porque apetece viajar a esa ciudad que no se conocía. Pero, entonces, también podemos despedir al fontanero con un muchas gracias y no me diga que no lo ha pasado bien en esta casa tan bonita y total qué más da si era su tiempo libre. Juro por mis antepasados que yo he trabajado deliberadamente así, gratis, en muchos lugares y en muchas ocasiones. Sólo digo que la cortesía del que invita debe incluir el advertir previamente si hay compensación económica o no, nada más que eso. Si es que no, se puede aceptar igual, pero sin llamarse a engaño.
Creo que hay dos factores que explican la situación y fomentan el equívoco. El primero es el pensar que esto de uno no es trabajo trabajoso, valga la expresión. Es decir, que el fontanero sí suda la gota gorda para poner la nueva tubería, pero que usted no hace más que disfrutar cuando viaja a un lugar para soltar el rollo durante cinco horas y, además, ya le salen por la cara el viaje y el hotel. Oigan, por esa regla de tres llamemos a un fontanero de otra ciudad, paguémosle el tren y alojémoslo en casa y digámosle que ya va bien servido. Cierto que hay mucho cara dura en cualquier oficio, pero si una clase o una conferencia se prepara bien y se expone con rigor y respeto, da un trabajo serio, mucho más, desde luego, que el que da quedarse en casa leyendo una novela cómodamente tumbado en el sofá.
El otro factor es que hacemos muchas labores que apenas se cobran, pese a ser trabajosas si se toman responsablemente. Es así por tradición y porque se estima que tienen un cierto valor simbólico y de reconocimiento. El ejemplo más claro sería el de formar parte de un tribunal de tesis doctoral. Hay que leerse la tesis con seriedad, preparar una intervención adecuada, irse de casa, dormir con la almohada incómoda del hotel y, a veces, hasta aguantar la soberbia de algún colega durante la comida o los cafés. Y, por todo ello, sólo se cobran las dietas. Pero no sé si hay base razonable suficiente para generalizar ese modelo y decirle al fontanero que ya puede estar orgulloso de que lo hayamos invitado a reparar nuestro baño y que lo cuente por ahí y verá cuánto prestigio gana gracias a nosotros. Además, si seguimos con el tema de tesis y concursos, se han perdido también algunas costumbres de antes, como la de que el director invitaba al tribunal a cenar la noche anterior. Ahora no es raro llegar a la ciudad de turno, irse sólo al hotel, cenar una hamburguesa en la habitación y tomar un taxi al día siguiente a la facultad, donde hay que ir preguntando dónde será la tesis esa. Los directores se escudan en que a ellos tampoco les pagan por dirigir y que sólo faltaba tener que gastar unos cuartos con los tragones del tribunal. Anda todo el mundo muy achuchao con la hipoteca y los vicios particulares, al parecer.
En fin, y resumiendo, que no nos degradamos, sino al contrario, si nos consideramos mutuamente y nos hacemos valer como unos profesionales más, igual que los fontaneros, si consideramos nuestra labor como cosa seria y que lleva su esfuerzo y si en cada ocasión todos, anfitriones e “invitados”, exponemos con naturalidad las ofertas y las demandas. Todo lo cual no excluye que a veces se pueda y hasta se deba trabajar gratis, pero sin engaño, sin falsas expectativas y sin juegos de manos. Tan simple como eso. Y, créanme o no, permítanme que les diga que este que suscribe es de las personas del gremio que menos importancia dan al dinero y que mantiene una visión más romántica de la profesión, romántica hasta la estupidez, francamente.
Bueno, no conozco mucho a la "tribu universitaria", pero en el caso de la "tribu judicial", lo que ocurre es que cada uno invita a sus amigos y, cuanto mejor retribuida está la cosa, más amigos serán los invitados, prescindiendo por completo de que puedan decir o no algo interesante o incluso de su total desconocimiento de la materia. Lo más cotizado es ir de "moderador", que ni siquiera hace falta prepararse nada: basta con decir lo buenos que son todos y, sobre todo, el director del curso, que ha tenido la amabilidad de regalarme tres días de asueto con cargo a la Caja de ahorros, a la Comunidad autónoma o a quien corresponda. Es sólo un sórdido intercambio de favores, que se prolonga en nombramientos y alguna otra cosilla. Vamos, como la mafia, pero sin que te rompan las piernas (al menos, no literalmente).
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