Está un poco de moda decir que asuntos como éste son poliédricos. Pues serán poliédricos, polimofos y multiproblemáticos, serán. A mí, desde luego, no me cuadran.
Poco o nada se puede decir o pensar del dichoso tema de los crucifijos que resulte original, ni falta que hace. No carecen de un punto de razón los que resaltan que hay algo de contradicción en lamentar el resultado del referéndum suizo sobre los minaretes y, al tiempo, apelar aquí a la soberanía popular para la eliminación de los crucifijos de las instituciones públicas. Tiene quizá algo de sofístico el intento de separar con bisturí el Estado aconfesional del Estado laico. Se presta a interpretaciones interesadas y llenas de rebuscamiento el artículo 16 de la Constitución cuando, después de declarar que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, añade que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
¿Cuáles son “las creencias religiosas de la sociedad española”? Para mí, francamente, es un misterio. Unos invocan como argumento del catolicismo esencial de los españoles la tradición católica de este país, lo cual, por hacer una comparación sin segundas intenciones, es como mantener que seguimos llevando la boina tradicional aunque vayamos descubiertos la mayoría o luzcamos sombrero tirolés. Y no digamos si para el cómputo de católicos contamos el número de los bautizados cuando no podían consentir. Es un bonito supuesto de afiliación obligatoria que a lo mejor hasta se podría considerar insconstitucional, si esta expresión conservara algún sentido con la que está cayendo. Y ya la gracia es completa cuando vemos a la gente embarcarse en esa sutil distinción entre católicos a tiempo completo y católicos no practicantes. ¿Qué es un católico no practicante? ¿Tal vez algo así como un casado infiel que ya no soporta a su cónyuge? Me resultan muy llamativos esos católicos no practicantes y los veo como algo similar a quien se declara futbolista que jamás juega al fútbol o coleccionista de mariposas que aún no cazó ninguna. Si vale definirse así, yo me proclamo amante feroz de las modelos de alta costura -bueno, de las que no estén muy flacas- , aunque jamás haya visto ninguna a menos de cien metros, y lector de literatura en checo, aunque no pueda ejercer porque de checo no tengo ni idea, ni ganas de aprender.
Entonces ¿cómo hacemos la cuenta de cuántos católicos hay por estos pagos? ¿Contando los que van a misa regularmente y cumplen con el resto de los preceptos? Son poquísimos, con tendencia a disminuir. ¿Contamos los que marcan la correspondiente casilla de la declaración de la renta? No parece fiable, pues ni están todos los que son ni son todos los que están. Además, ¿se manifiesta el catolicismo a través de un trámite fiscal y ahí se acaba la historia? Y, ya puestos a interpretar qué significa eso de que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española” y en qué consiste mantener “las consiguientes relaciones de cooperación”, ¿a qué se refiere lo de “consiguientes”? ¿Es una tal relación de cooperación que los poderes públicos mantengan contra viento y marea los crucifijos en las escuelas o los hospitales públicos? ¿A qué se coopera con eso? ¿No sería más razonable entender que “cooperación” quiere decir dar todas las facilidades razonables para que cada fiel pueda ejercer con libertad su credo, o su falta de tal, sin verse obligado a asumir por activa o por pasiva credos ajenos?
No sé qué ventajas vemos unos y otros a este tipo de debates, mientras tenemos la casa sin barrer. Ésa puede ser una buena imagen de la situación, una casa -un país- hecha una calamidad, cada día más ruinosa, sucia y peor administrada, con los muebles apolillándose y las alfombras cubriéndose de polvo y lodo, y sus habitantes dándole vueltas a si descuelgan o no el crucifijo que desde la pared principal contempla semejante desaguisado. Más en concreto, las escuelas están hechas una calamidad, con mala enseñanza, falta de medios y de dirección adecuada, con profesores deprimidos y alumnos desorientados, pero el debate es sobre si crucifijos sí o crucifijos no. Eso se llama coger el rábano por las hojas; o es como aquello del dedo, la luna y el tonto.
En medio de tanto desconcierto, no sé si natural o maquiavélicamente inducido, a los que menos entiendo es a los católicos. Quiero decir a muchos “comunicadores” que se dicen católicos y, sobre todo, a la Iglesia, a la institución. ¿Qué ventaja para su fe o para la salud de su alma les aporta la imposición del crucifijo, convertido poco menos que en elemento de la decoración? ¿Cuántos de los que quieren que esté presente en las aulas o las habitaciones de hospital hacen que sus hijos vayan a clase con un crucifijo al cuello o con una medalla de la Virgen? ¿Cuántos se llevan el rosario, la medalla o el crucifijo cuando ingresan en un hospital? Si se trata de que el católico muy respetablemente se reconforte contemplando en los lugares de todos los signos de su fe, puede llevarlos consigo y nadie ha de impedírselo ni ponerles trabas. Pero, ¿añade algo el obligar al no creyente a tener sobre la cabecera de su cama o encima de la pizarra de la clase la representación de la Cruz y el Crucificado? Para molestar no lo quieren, seguro que no, pero, entonces ¿para qué?
Creo que si yo fuera católico me haría estas mismas reflexiones y seguro que hasta con mucha mayor contundencia. Deberían los fieles meditar muy seriamente sobre la utilidad que históricamente ha representado para su fe la pura imposición, antes mediante la fuerza bruta y ahora mediante ciertos símbolos. ¿Se puede con sentido ser creyente a la fuerza? ¿Se difunde adecuadamente un credo religioso, se hace apostolado coherente de esa manera?
Responderá más de uno que los intolerantes son los otros, pues si no creen tampoco tiene el crucifico por qué molestarles. Es verdad que los extremos tienden a tocarse, y los intolerantes más, pero, por esa regla de tres, yo pido que en ciertos lugares públicos se cuelguen unas fotos de señoras -o señores, vale- en pelota picada o un retrato del Marqués de Sade -esto no es por nada, es que no se me ha ocurrido ahora mismo ejemplo mejor- y que no se retiren cuando entre uno de esos católicos que invocan la tolerancia. ¿Que no son cosas comparables? Bueno, pues entonces que se cuelgue una foto con una escena sangrienta o de tortura. Al fin y al cabo, la crucifixión es lo que es: para el creyente símbolo supremo de su religión, para el que no cree o no sabe del asunto, una escena de extrema violencia.
Si yo fuera católico me dedicaría a escribir para implorar una urgente y radical reforma de la práctica eclesiástica y de la manera de cultivar esa religión. Dicho desde el respeto y con ánimo incluso constructivo, y salvando todas las excepciones que haya que salvar, me permito hacer la siguiente afirmación: es espectacular y chocante en grado sumo la supina ignorancia teológica de la mayor parte de los que se dicen católicos, igual que es desconcertante cómo se pone todo el énfasis en el ritualismo y la pura simbología. ¿Cuántos católicos leen alguna vez la Biblia o el Nuevo Testamento? ¿Cuántos tienen una mínima noción de la historia de la Iglesia? ¿Cuántos han ojeado alguna vez, simplemente ojear -u hojear- alguna encíclica? La Iglesia católica sigue, con sus prácticas y ritos, absolutamente anclada en tiempos premodernos, medievales, cuando el pueblo iletrado no tenía más vía de acceso a los contenidos de la fe que el sermón y la acción política combinada de la jerarquía eclesiástica y la jerarquía temporal, cuando se pensaba que la fe era asunto público y se fiaba también al poder temporal la salvación de las almas.
Cuando entro alguna vez a algún acto en alguna iglesia -pocas veces y para no ser descortés con los amigos católicos que lo prefieren así-, me fijo mucho en la estética de la ceremonia y en la retórica de los pastores. Tremendo casi todo, pueril, kitsch, mohoso. No es mi problema, pero me llama la atención. Como me llama la atención meterme en conversaciones religiosas con tantos conocidos que van a misa pero que son incapaces de explicar con un mínimo rigor ni una elemental capacidad de análisis los fundamentos de su credo, el contenido de sus dogmas o el significado de sus preceptos. Y ese desconocimiento, que al parecer molesta bien poco a la jerarquía eclesiástica, lleva a lo que continuamente observa cualquiera que abra los ojos: que, para la mayoría, ser católico consiste nada más que en ir a misa todos o algunos domingos, casarse en una iglesia, bautizar a los hijos, ponerse a la cola de la procesión el día de la fiesta del pueblo... y pare usted de contar. Eso sí, luego se indignan porque algunos dicen que sobran los crucifijos en las escuelas públicas. Simbolismo irreflexivo, ritualismo barato, gregarismo vacío.
A lo mejor alguno no me cree, pero todo lo anterior, errado o no, lo mantengo desde la mayor consideración a la religión tomada en serio y desde la admiración a los que viven su fe como un componente trascendente y trascendental de su ser (de su ser en el mundo, si nos ponemos más pedantes). Pero estoy seguro de que a la mayor parte de ésos la polémica de los crucifijos les importa bien poco, pues ellos llevan el suyo donde se supone que hay que llevarlo. A mí tampoco me importa gran cosa, desde mi ateísmo tranquilo. Lo que mantengo, tal vez por la educación religiosa que un día recibí, es la aversión al fariseísmo: sepulcros blanqueados con un gran crucifijo en el frontispicio.
A veces lamento no creer que exista ese Dios, para imaginármelo corriendo a gorrazos a sus tiralevitas más pelmazos.
Poco o nada se puede decir o pensar del dichoso tema de los crucifijos que resulte original, ni falta que hace. No carecen de un punto de razón los que resaltan que hay algo de contradicción en lamentar el resultado del referéndum suizo sobre los minaretes y, al tiempo, apelar aquí a la soberanía popular para la eliminación de los crucifijos de las instituciones públicas. Tiene quizá algo de sofístico el intento de separar con bisturí el Estado aconfesional del Estado laico. Se presta a interpretaciones interesadas y llenas de rebuscamiento el artículo 16 de la Constitución cuando, después de declarar que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, añade que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
¿Cuáles son “las creencias religiosas de la sociedad española”? Para mí, francamente, es un misterio. Unos invocan como argumento del catolicismo esencial de los españoles la tradición católica de este país, lo cual, por hacer una comparación sin segundas intenciones, es como mantener que seguimos llevando la boina tradicional aunque vayamos descubiertos la mayoría o luzcamos sombrero tirolés. Y no digamos si para el cómputo de católicos contamos el número de los bautizados cuando no podían consentir. Es un bonito supuesto de afiliación obligatoria que a lo mejor hasta se podría considerar insconstitucional, si esta expresión conservara algún sentido con la que está cayendo. Y ya la gracia es completa cuando vemos a la gente embarcarse en esa sutil distinción entre católicos a tiempo completo y católicos no practicantes. ¿Qué es un católico no practicante? ¿Tal vez algo así como un casado infiel que ya no soporta a su cónyuge? Me resultan muy llamativos esos católicos no practicantes y los veo como algo similar a quien se declara futbolista que jamás juega al fútbol o coleccionista de mariposas que aún no cazó ninguna. Si vale definirse así, yo me proclamo amante feroz de las modelos de alta costura -bueno, de las que no estén muy flacas- , aunque jamás haya visto ninguna a menos de cien metros, y lector de literatura en checo, aunque no pueda ejercer porque de checo no tengo ni idea, ni ganas de aprender.
Entonces ¿cómo hacemos la cuenta de cuántos católicos hay por estos pagos? ¿Contando los que van a misa regularmente y cumplen con el resto de los preceptos? Son poquísimos, con tendencia a disminuir. ¿Contamos los que marcan la correspondiente casilla de la declaración de la renta? No parece fiable, pues ni están todos los que son ni son todos los que están. Además, ¿se manifiesta el catolicismo a través de un trámite fiscal y ahí se acaba la historia? Y, ya puestos a interpretar qué significa eso de que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española” y en qué consiste mantener “las consiguientes relaciones de cooperación”, ¿a qué se refiere lo de “consiguientes”? ¿Es una tal relación de cooperación que los poderes públicos mantengan contra viento y marea los crucifijos en las escuelas o los hospitales públicos? ¿A qué se coopera con eso? ¿No sería más razonable entender que “cooperación” quiere decir dar todas las facilidades razonables para que cada fiel pueda ejercer con libertad su credo, o su falta de tal, sin verse obligado a asumir por activa o por pasiva credos ajenos?
No sé qué ventajas vemos unos y otros a este tipo de debates, mientras tenemos la casa sin barrer. Ésa puede ser una buena imagen de la situación, una casa -un país- hecha una calamidad, cada día más ruinosa, sucia y peor administrada, con los muebles apolillándose y las alfombras cubriéndose de polvo y lodo, y sus habitantes dándole vueltas a si descuelgan o no el crucifijo que desde la pared principal contempla semejante desaguisado. Más en concreto, las escuelas están hechas una calamidad, con mala enseñanza, falta de medios y de dirección adecuada, con profesores deprimidos y alumnos desorientados, pero el debate es sobre si crucifijos sí o crucifijos no. Eso se llama coger el rábano por las hojas; o es como aquello del dedo, la luna y el tonto.
En medio de tanto desconcierto, no sé si natural o maquiavélicamente inducido, a los que menos entiendo es a los católicos. Quiero decir a muchos “comunicadores” que se dicen católicos y, sobre todo, a la Iglesia, a la institución. ¿Qué ventaja para su fe o para la salud de su alma les aporta la imposición del crucifijo, convertido poco menos que en elemento de la decoración? ¿Cuántos de los que quieren que esté presente en las aulas o las habitaciones de hospital hacen que sus hijos vayan a clase con un crucifijo al cuello o con una medalla de la Virgen? ¿Cuántos se llevan el rosario, la medalla o el crucifijo cuando ingresan en un hospital? Si se trata de que el católico muy respetablemente se reconforte contemplando en los lugares de todos los signos de su fe, puede llevarlos consigo y nadie ha de impedírselo ni ponerles trabas. Pero, ¿añade algo el obligar al no creyente a tener sobre la cabecera de su cama o encima de la pizarra de la clase la representación de la Cruz y el Crucificado? Para molestar no lo quieren, seguro que no, pero, entonces ¿para qué?
Creo que si yo fuera católico me haría estas mismas reflexiones y seguro que hasta con mucha mayor contundencia. Deberían los fieles meditar muy seriamente sobre la utilidad que históricamente ha representado para su fe la pura imposición, antes mediante la fuerza bruta y ahora mediante ciertos símbolos. ¿Se puede con sentido ser creyente a la fuerza? ¿Se difunde adecuadamente un credo religioso, se hace apostolado coherente de esa manera?
Responderá más de uno que los intolerantes son los otros, pues si no creen tampoco tiene el crucifico por qué molestarles. Es verdad que los extremos tienden a tocarse, y los intolerantes más, pero, por esa regla de tres, yo pido que en ciertos lugares públicos se cuelguen unas fotos de señoras -o señores, vale- en pelota picada o un retrato del Marqués de Sade -esto no es por nada, es que no se me ha ocurrido ahora mismo ejemplo mejor- y que no se retiren cuando entre uno de esos católicos que invocan la tolerancia. ¿Que no son cosas comparables? Bueno, pues entonces que se cuelgue una foto con una escena sangrienta o de tortura. Al fin y al cabo, la crucifixión es lo que es: para el creyente símbolo supremo de su religión, para el que no cree o no sabe del asunto, una escena de extrema violencia.
Si yo fuera católico me dedicaría a escribir para implorar una urgente y radical reforma de la práctica eclesiástica y de la manera de cultivar esa religión. Dicho desde el respeto y con ánimo incluso constructivo, y salvando todas las excepciones que haya que salvar, me permito hacer la siguiente afirmación: es espectacular y chocante en grado sumo la supina ignorancia teológica de la mayor parte de los que se dicen católicos, igual que es desconcertante cómo se pone todo el énfasis en el ritualismo y la pura simbología. ¿Cuántos católicos leen alguna vez la Biblia o el Nuevo Testamento? ¿Cuántos tienen una mínima noción de la historia de la Iglesia? ¿Cuántos han ojeado alguna vez, simplemente ojear -u hojear- alguna encíclica? La Iglesia católica sigue, con sus prácticas y ritos, absolutamente anclada en tiempos premodernos, medievales, cuando el pueblo iletrado no tenía más vía de acceso a los contenidos de la fe que el sermón y la acción política combinada de la jerarquía eclesiástica y la jerarquía temporal, cuando se pensaba que la fe era asunto público y se fiaba también al poder temporal la salvación de las almas.
Cuando entro alguna vez a algún acto en alguna iglesia -pocas veces y para no ser descortés con los amigos católicos que lo prefieren así-, me fijo mucho en la estética de la ceremonia y en la retórica de los pastores. Tremendo casi todo, pueril, kitsch, mohoso. No es mi problema, pero me llama la atención. Como me llama la atención meterme en conversaciones religiosas con tantos conocidos que van a misa pero que son incapaces de explicar con un mínimo rigor ni una elemental capacidad de análisis los fundamentos de su credo, el contenido de sus dogmas o el significado de sus preceptos. Y ese desconocimiento, que al parecer molesta bien poco a la jerarquía eclesiástica, lleva a lo que continuamente observa cualquiera que abra los ojos: que, para la mayoría, ser católico consiste nada más que en ir a misa todos o algunos domingos, casarse en una iglesia, bautizar a los hijos, ponerse a la cola de la procesión el día de la fiesta del pueblo... y pare usted de contar. Eso sí, luego se indignan porque algunos dicen que sobran los crucifijos en las escuelas públicas. Simbolismo irreflexivo, ritualismo barato, gregarismo vacío.
A lo mejor alguno no me cree, pero todo lo anterior, errado o no, lo mantengo desde la mayor consideración a la religión tomada en serio y desde la admiración a los que viven su fe como un componente trascendente y trascendental de su ser (de su ser en el mundo, si nos ponemos más pedantes). Pero estoy seguro de que a la mayor parte de ésos la polémica de los crucifijos les importa bien poco, pues ellos llevan el suyo donde se supone que hay que llevarlo. A mí tampoco me importa gran cosa, desde mi ateísmo tranquilo. Lo que mantengo, tal vez por la educación religiosa que un día recibí, es la aversión al fariseísmo: sepulcros blanqueados con un gran crucifijo en el frontispicio.
A veces lamento no creer que exista ese Dios, para imaginármelo corriendo a gorrazos a sus tiralevitas más pelmazos.
Sobre estas líneas, presencié hace unos días un interesante cruce de opiniones en una mesa de familiares - calladito y divertido. Las voces consabidas se alzaron escandalizándose más o menos por la sañuda e intolerante guerra a los crucifijos en lugares públicos. Desde la otra orilla del mantel, una voz moderada y sobria sostenía que no eran necesarios, que las cuestiones importantes eran otras. Hablaba en este segundo caso ... una religiosa consagrada, con significativas responsabilidades de coordinación nacional de los centros educativos de su orden.
ResponderEliminarSalud,
Viene de antiguo la contradicción que plantea, en las guerras de religión decían que los españoles preferían defender las iglesias que entrar en ellas.
ResponderEliminarPero hay aspectos formales que, aun desposeídos en este supuesto de su teórica trascendencia, se integran en las tradiciones y la cultura de una sociedad.
Desde luego dice mucho de nuestra clase política, pero los estrategas del despiste deben de ganarse su generosa soldada con gilipolleces varias, porque para lo importante y/o trascendente no les da la cabeza.
"Amén" a toda su exposición, con salvedad respecto a lo de la admiración que ni por asomo me despiertan. Esa la reservo si acaso para la gente que como ud. expresa de forma tan diáfana y comprensible la cuestión.
ResponderEliminarUn saludo.
Ver aquel oxidado crucifijo presidiendo la imagen imborrable de mi padre encamado, en el hospital lucense de san José, me trajo recuerdos de la infancia con los Franciscanos, de los días de catecismo y de tantas y tantas formas de imposición e intolerancia católica de las que fui testigo a lo largo de mi vida.Moderada y respetuosamente lo retiré de la pared y lo coloqué sobre un pequeño armario metálico, de aquellos que habitaban los institucionales de otros tiempos.Mi padre, sorprendido por semejante acción, me pidió que lo colocara de nuevo en la pared, "no les vaya a parecer mal", y así lo hice.¿Cicatrices de otros tiempos que cuesta superar o gilipolleces que no merecen ser tratadas por nuestros representantes políticos?Puede que sea demasiado viejo para considerarlo trivial, así que, si pudiera, los quitaría todos, de uno en uno, aunque sólo fuera para aportar un poco más de coherencia al aconfesional Estado
ResponderEliminarOcultar es siempre engañar al educando, fomrntar el deconocimiento de aquello que por su poder se intenta hacer desaparecer de una patria cuyo aglutinante de formación que consiguió reunir a todos los habitantes de la vieja Hispania romana fué la cruz, no habría existido rexonquista sin la fe en la cruz, pero bueno yendo al tema de la oculytacuión, la actitud democrática y docente sería colocar todos los símbolos religiosos que los representantes de los alumnos desearna, así de esa manera se podría entrar en la discusión dobre las creencias y oconvencer o desilusionar a los alumnos obre las propias y las ajenas. ¿A quien no le conviene ese dialogo? ¿quien sabe que perdería desde el inicio? o ¿será que lo que no quieren estos andobas es ninguna religión?.
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