27 diciembre, 2009

Cuentos de domingo. 7. Por qué nos gustan las mujeres

Así, Por qué nos gustan las mujeres, se titula un libro que acabo de empezar a leer y del que es autor Mircea Cặrtặrescu . La librería de La Casa del Libro de Gijón tiene una pequeña mesita donde colocan recomendaciones, por lo general pequeñas joyas literarias en ediciones muy cuidadas. Aunque no me fiaba mucho de la presentación que del escritor se hace en la solapa del libro, pues lo pintan como “probable primer Nobel de lengua rumana de la historia”, me lo compré y resulta que las narraciones breves que contiene son una auténtica fiesta del estilo.
El escritor va presentando recuerdos de mujeres y, vistos unos cuantos, me ha dado por pensar que en cualquier momento suplantará mi memoria y narrará algo que tengo vivo en ella desde hace muchos años. Me adelanto y lo explico, aunque, por mucho que los que no tenemos estilo copiemos los ajenos, no me quedará a su manera.
Debía de andarme por los veintitrés o veinticuatro años, cuando era becario del Servicio Alemán de Intercambio Académico y viajaba siempre en tren desde Gijón hasta Múnich, añorada ciudad de bávaros enormes, libros vivos y amistades imborrables. Después de un trasbordo en Irún, en un trenecillo que me parece que llamaban El Topo, me instalé, en Hendaya, en mi vagón para París, donde me tocaba cambiar de nuevo, al cabo de unas horas de espera que aprovechaba para hacer breves incursiones en algún barrio cercano. Me armé de un libro de poemas de René Char, me acuerdo bien. Ahora mismo me levanto y lo tomo, pues aún lo conservo, superviviente de separaciones y cambios de residencia. Lo editó Alianza y se titula Común presencia. Lo abro al azar y encuentro versos subrayados y poemas enteros llenos de marcas, quizá de entonces, de aquel día. Como ésos que dicen:
Porque nada naufraga o se complace en las cenizas;
Y quien sabe ver cómo la tierra alcanza su fruto
No se conmueve ante el fracaso aunque todo lo haya perdido

O aquellos otros que se titulan “La oropéndola”:
La oropéndola entró en la capital del alba.
La espada de su canto cerró el lecho triste.
Todo terminó para siempre
.
Ay, la juventud de aquel lector.
Doy con un intento de poema perpetrado por mi propia mano y que no oso reproducir. Se titulaba “Abalorios azules”. Está todo dicho. Cielo santo. Pero en la firma veo una fecha, doce de octubre del ochenta y ocho, y un lugar: Hendaya-Marsella. ¿Me traiciona la memoria? Es posible. ¿O me acompañaría el mismo libro en otros viajes? Pero, ¿cuándo viajé en tren de Hendaya a Marsella y adónde me dirigía? Creo que nunca he puesto mi pie en Marsella, al menos fuera de una estación, pero ni la estación recuerdo. Sí pasé, hace tanto, una temporada en Aix-en-Provence, que está bien cerca, pero ese es otro cuento.
Quizá soñé lo que voy a relatar, y no desentonaré, si es así, con el autor que vanamente imito, pues los sueños se cuelan en sus historias y con ellas se acoplan. El caso es que iba yo leyendo a René Char concentradamente, seguro que con la felicidad que entonces me daban esos desplazamientos que juzgaba patente de libertad sin fin. Hasta que alcé mis ojos y encontré otros. El rato siguiente ya no hubo de atención al texto más que un puro fingimiento. Era una muchacha ciertamente grande, con un cuerpo voluminoso, pero proporcionado, no eso que los hombres de entonces llamábamos una gorda y que hoy no calificamos de ninguna manera, por si acaso y porque ya qué nos importa. Me aguantaba la mirada con expresión muy tranquila, pensé que hasta sonreía un poquito. Era yo quien se esforzaba para contemplarla sin acobardarme, para enfrentarme de igual a igual con aquella mirada absorbente y muy negra. Maldita timidez.
Pero al fin habló ella, quién si no. Yo qué sé qué me diría, ni en ese momento debí de enterarme muy bien, aunque, para mi alivio, se expresaba en un buen castellano. Probablemente se extrañó de ver a un españolito así -mi pinta no podía engañar- leyendo semejante cosa, y creo que me las di de ansioso devorador de los poetas mayores. Falso. Pero no me fue tan mal, pues me parece que conversamos un rato, o lo suficiente para que ella se ofreciera a escribirme y a que fuéramos amigos, al menos por vía epistolar. Será que se bajaba en una estación cercana. Qué sobresalto. Mi cabeza era sucia y no la limpiaba ni la lírica más excelsa. Cosas de los tiempos aquellos y de mi edad de entonces, lamentabilísima síntesis.
De algún lado saqué un papelucho y le anoté una dirección. Lo tomó, la miró y, seria, me dijo: es la dirección de tu trabajo. Sí, le había dado mi dirección en la Facultad de Oviedo. Cobardica. Dobló la nota, la guardó y no recuerdo más. Supe que nunca me llegaría una carta suya. Así fue.
Ahora podría explayarme sobre sus manos atentas, sobre su pelo de mucha noche, sobre la camisa blanca llena de regalos o sobre su piel de cálido mármol, pero me lo inventaría todo y, además, sonaría así como suena, postizo y forzado, impotente, vacuo. Si soñé con ella alguna vez, también lo desconozco. Su carta la estuve esperando, eso es cierto, pero como los niños malos aguardan los milagros que ya saben improbables, pues han crecido.
Tantos años después, décadas, seguro que ya está gordísima. Seguro. Y tan mayor.

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