Como estamos en campaña de blogueros, vamos a complicarnos la vida y a ganarnos unas reprimendas.
El marco lo pone el terremoto de Haití. Media humanidad, más de media, cayendo de la burra, percatándose de que existen países tan pobres, tan hundidos, tan esquilmados, tan dejados de la mano de los dioses y de los hombres, que no tienen nada, sólo gente, mucha gente con hambre. Resulta que no hay apenas hospitales y los que existen parecen de hace un siglo, que casi todas las casas (¿casas?) son de lata y cartón, que el agua corriente y potable brilla por su ausencia, que se come cuando se puede, que eso que tan pomposamente se llama Estado no presta ningún servicio público, ni el de policía siquiera. Y así sucesivamente. No es por el terremoto, no. Ya estaban así, como tantos reporteros y viajeros expertos están repitiendo estos días. El terremoto es la catástrofe final en una sociedad catastrófica, el guiño afilado de una Providencia que, si existiera, merecería unos párrafos bien crudos.
Cabezas a sueldo proceden de inmediato como es usual en estas ocasiones. Hecho el diagnóstico, no se proponen terapias, sino que se hurga en causas remotas y bien poco originales, aun en lo que tengan de ciertas: que si el colonialismo, que si el imperialismo, que si el capitalismo, que si la clasificación de los mundos. Arriesguemos un poco más, porque si tantos de esos Estados que ahora se llaman fallidos y tanta de esa gente que ha retornado al estado de naturaleza -si es que alguna vez estuvo fuera de él-, y no por culpa del terremoto, repito, ha de esperar a que ajustemos las cuentas desde nuestros gabinetes a capitalismos e imperialismos, si han de aguardar a que reformemos el pasado para tener un futuro, van dados.
Corren tiempos de descrédito del formalismo, al menos en los campos del Derecho por los que uno suele moverse. Que si lo importante es la justicia del caso, que si primero que nada están los valores, que si ha de tomarse en cuenta a las personas y sus necesidades antes que norma ninguna. Muy bien, pase. Pero entonces preguntémonos: ¿hay algún concepto más formal y artificioso que el de soberanía? Aflojemos las ataduras legales, de acuerdo, relativicemos las muy ciegas y abstractas nociones de los leguleyos, busquemos la materia humana más allá de la forma jurídica, adelante. Pero ¿acaso existe un concepto más jurídico, abstracto, evanescente y quimérico que el de soberanía? ¿Vamos a librarnos poco a poco del peso de la ley y dejaremos tan campante a su pesado autor, el Estado soberanísimo?
Entiéndase, no estoy aprovechando para llamar a la anarquía, sino al orden, a un orden más humano. Sean las culpas de quien sean en el caso de Haití y en tantos otros, ¿solucionaremos algo dándole otra vuelta al cilicio de la “memoria histórica”? La cuestión principal, con ser relevante, no es qué pasó, sino qué hacer. Diagnóstico sin terapia es impotencia; pronóstico sin propuestas suena a cinismo contemplativo. Sí, ahora vamos a soltar unos cuartos para que echen una mano las ONGs -lo acabo de hacer yo también- y roguemos a los Estados que envíen médicos, bomberos, ingenieros, militares... ¿Y luego? Si se aportan medios económicos, cabe construir un puñado de barracones y más tarde algunas casas, levantar puentes, acomodar hospitales, organizar cementerios. ¿Y luego? ¿Cómo diablos se construye un Estado donde no lo hay? Y, más que nada, ¿para que les vale a esos pobres diablos de Haití su Estado? Si fuera como los nuestros, estaría muy bien. Pero ni es ni va a ser el caso.
¿Qué se puede hacer con los Estados fallidos y difícilmente (re)construibles? ¿De quién son los Estados fallidos? De nadie, formalismos aparte; pero sí sabemos de sobra que, en cada uno, unos pocos viven como reyes. Se cuenta que el Presidente de Haití tiene un palacio lujoso y una vida regalada. Esta mañana escuché unas declaraciones de la embajadora de Haití en España. ¿Es Haití un Estado porque formalmente es un Estado y porque cuenta con Presidente y embajadores? Seamos serios, al menos fuera de nuestras clases de Derecho Internacional o Filosofía del Derecho.
Un Estado fallido es un no-Estado, es un territorio en el que la fuerza se aplica a los individuos sin contraprestación, ventaja ni consuelo. Un Estado fallido es la encarnación tangible de esa figura teórica llamada estado de naturaleza. Es tierra de nadie, salvo que queramos llamar propietarios de la tierra a los que en ella mandan y abusan. Alguien debe ocuparse de la gente que en esos infraestados sufre y malvive sin esperanza. La ayuda económica está muy justificada ante emergencias como las de ahora mismo y mientras la administren organizaciones de fuera, para que, como tantas veces, no se la coman los gobernantes corruptos hasta la médula. ¿Puede tener propiamente gobernantes un Estado fallido, un Estado de filfa?
De ese territorio y de esa gente ha de hacerse cargo en serio la sociedad internacional, aunque para ello haya que inventar nuevas categorías jurídicas y jurídico-políticas y aunque se tenga que aplicar la fuerza contra la resistencia de los que dentro se aprovechan y quieran aferrarse -para seguir forrándose- a soberanías y cuentos. Que existan numerosos precedentes rechazables de colonialismos, imperialismos, protectorados y variadas explotaciones no puede ser excusa para que abandonemos a tantos a su triste suerte, fuera del mundo de las personas con derechos mínimos y dignidad igual. Ésa es la peor solución, y, entre males, se debe elegir el menor.
El marco lo pone el terremoto de Haití. Media humanidad, más de media, cayendo de la burra, percatándose de que existen países tan pobres, tan hundidos, tan esquilmados, tan dejados de la mano de los dioses y de los hombres, que no tienen nada, sólo gente, mucha gente con hambre. Resulta que no hay apenas hospitales y los que existen parecen de hace un siglo, que casi todas las casas (¿casas?) son de lata y cartón, que el agua corriente y potable brilla por su ausencia, que se come cuando se puede, que eso que tan pomposamente se llama Estado no presta ningún servicio público, ni el de policía siquiera. Y así sucesivamente. No es por el terremoto, no. Ya estaban así, como tantos reporteros y viajeros expertos están repitiendo estos días. El terremoto es la catástrofe final en una sociedad catastrófica, el guiño afilado de una Providencia que, si existiera, merecería unos párrafos bien crudos.
Cabezas a sueldo proceden de inmediato como es usual en estas ocasiones. Hecho el diagnóstico, no se proponen terapias, sino que se hurga en causas remotas y bien poco originales, aun en lo que tengan de ciertas: que si el colonialismo, que si el imperialismo, que si el capitalismo, que si la clasificación de los mundos. Arriesguemos un poco más, porque si tantos de esos Estados que ahora se llaman fallidos y tanta de esa gente que ha retornado al estado de naturaleza -si es que alguna vez estuvo fuera de él-, y no por culpa del terremoto, repito, ha de esperar a que ajustemos las cuentas desde nuestros gabinetes a capitalismos e imperialismos, si han de aguardar a que reformemos el pasado para tener un futuro, van dados.
Corren tiempos de descrédito del formalismo, al menos en los campos del Derecho por los que uno suele moverse. Que si lo importante es la justicia del caso, que si primero que nada están los valores, que si ha de tomarse en cuenta a las personas y sus necesidades antes que norma ninguna. Muy bien, pase. Pero entonces preguntémonos: ¿hay algún concepto más formal y artificioso que el de soberanía? Aflojemos las ataduras legales, de acuerdo, relativicemos las muy ciegas y abstractas nociones de los leguleyos, busquemos la materia humana más allá de la forma jurídica, adelante. Pero ¿acaso existe un concepto más jurídico, abstracto, evanescente y quimérico que el de soberanía? ¿Vamos a librarnos poco a poco del peso de la ley y dejaremos tan campante a su pesado autor, el Estado soberanísimo?
Entiéndase, no estoy aprovechando para llamar a la anarquía, sino al orden, a un orden más humano. Sean las culpas de quien sean en el caso de Haití y en tantos otros, ¿solucionaremos algo dándole otra vuelta al cilicio de la “memoria histórica”? La cuestión principal, con ser relevante, no es qué pasó, sino qué hacer. Diagnóstico sin terapia es impotencia; pronóstico sin propuestas suena a cinismo contemplativo. Sí, ahora vamos a soltar unos cuartos para que echen una mano las ONGs -lo acabo de hacer yo también- y roguemos a los Estados que envíen médicos, bomberos, ingenieros, militares... ¿Y luego? Si se aportan medios económicos, cabe construir un puñado de barracones y más tarde algunas casas, levantar puentes, acomodar hospitales, organizar cementerios. ¿Y luego? ¿Cómo diablos se construye un Estado donde no lo hay? Y, más que nada, ¿para que les vale a esos pobres diablos de Haití su Estado? Si fuera como los nuestros, estaría muy bien. Pero ni es ni va a ser el caso.
¿Qué se puede hacer con los Estados fallidos y difícilmente (re)construibles? ¿De quién son los Estados fallidos? De nadie, formalismos aparte; pero sí sabemos de sobra que, en cada uno, unos pocos viven como reyes. Se cuenta que el Presidente de Haití tiene un palacio lujoso y una vida regalada. Esta mañana escuché unas declaraciones de la embajadora de Haití en España. ¿Es Haití un Estado porque formalmente es un Estado y porque cuenta con Presidente y embajadores? Seamos serios, al menos fuera de nuestras clases de Derecho Internacional o Filosofía del Derecho.
Un Estado fallido es un no-Estado, es un territorio en el que la fuerza se aplica a los individuos sin contraprestación, ventaja ni consuelo. Un Estado fallido es la encarnación tangible de esa figura teórica llamada estado de naturaleza. Es tierra de nadie, salvo que queramos llamar propietarios de la tierra a los que en ella mandan y abusan. Alguien debe ocuparse de la gente que en esos infraestados sufre y malvive sin esperanza. La ayuda económica está muy justificada ante emergencias como las de ahora mismo y mientras la administren organizaciones de fuera, para que, como tantas veces, no se la coman los gobernantes corruptos hasta la médula. ¿Puede tener propiamente gobernantes un Estado fallido, un Estado de filfa?
De ese territorio y de esa gente ha de hacerse cargo en serio la sociedad internacional, aunque para ello haya que inventar nuevas categorías jurídicas y jurídico-políticas y aunque se tenga que aplicar la fuerza contra la resistencia de los que dentro se aprovechan y quieran aferrarse -para seguir forrándose- a soberanías y cuentos. Que existan numerosos precedentes rechazables de colonialismos, imperialismos, protectorados y variadas explotaciones no puede ser excusa para que abandonemos a tantos a su triste suerte, fuera del mundo de las personas con derechos mínimos y dignidad igual. Ésa es la peor solución, y, entre males, se debe elegir el menor.
Es curioso, ahora todos los medios de información se llenan de cifras...un millón han perdido sus casas, 3.000 cadáveres en el hospital central, 1.000 soldados canadienses enviados, 5 aviones españoles con ayuda humanitaria, 200.000 víctimas mortales...
ResponderEliminarAhora se llenan de personajes que viajan a Haití para hacerse la foto, se envían aviones con ayuda que no pueden aterrizar, falta agua potable, comida, material sanitario, etc. Pero los aviones que llegan con personajillos, esos si llegan y aterrizan sin problema.
Lo que no se dice es que el 80% de la población no tenía nada que perder, salvo su vida.
Un cordial saludo.
Muy bueno esto. Felicidades.
ResponderEliminarPuede verse en la edición vespertina digital de hoy sábado del diario El Mundo la decisión del presidente Obama de crear el fondo Clinton-Bush para ayuda a Haití y la foto de los dos expresidentes con el actual presidente. ¡Qué diferencia con un sitio que yo me sé ... con la matanza del 11 de marzo, con el atentado a Aznar, cuando el entonces presidente del Gobierno no fue a visitarle al hospital, y tantos otros desgraciados episodios de este país de caníbales!
ResponderEliminarMe jode decirlo, porque no soy precisamente castrista, y el asco que me dan los desmanes de la dictadura cubana no es poco.
ResponderEliminarPero si me tocara nacer mañana negro pobretón en el Caribe, no tenía dudas al respecto: quisiera nacer en Cuba.
(Y si me tocase nacer árabe en el Oriente Medio, quisiera nacer en Israel -no en los territorios ocupados, entiéndase bien- y con ciudadanía israelí. También sin la menor duda).
Salud,
1. Hay que defender el intervencionismo en los estados fallidos, y su ocupación militar, si es necesario, seguida de una administración interina durante, al menos, diez años.
ResponderEliminar2. ¿Para qué? Para hacer posible la viabilidad futura de ese estado, comenzando por garantizar la sanidad, la educación, el acceso al agua potable y a la comida, un sistema jurídico mínimamente eficaz, la igualdad de oportunidades, etc. etc. para todos sus ciudadanos.
3. ¿A cargo de quien? De un organismo específico de la ONU.
4. ¿Quien corre con los gastos? Todos los estados de la ONU, en proporción a su PIB.
5. ¿Problemas? Miles. Que se discutan con luz y taquígrafos.
6. ¿Utópico? Sed realistas, pensad lo imposible.
Anarquía!!!
ResponderEliminarSi uno tiene una casa de cartón y lata, también muere por aplastamiento en un terremoto? Digo, el cartón y la lata te pueden aplastar hasta matarte?. El autor de este blog sostiene esa tesis. Me parece que no es así. Los haitianos creo que no fueron aplastados por cartón y lata, se ven pedazos de construcciones sólidas. Al menos en la caja boba. Saludos.
ResponderEliminarlo constulté y es mentira que te morís aplastado por una casa de cartón y lata, como diria juan carlos, el personaje de capusotto, "esh imposhible..." Así, que o estás mintiendo o sos ignorante o maricón o zurdo. Saludos
ResponderEliminarCuando no hay qué comer, el único soberano es el hambre. Excelente post.
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