Hace ya algunas semanas que murió en San Sebastián Antonio Beristain, profesor jubilado de Derecho penal en la Universidad del País Vasco. Fernando Savater, en una conmovedora nota “in memoriam” (“Antonio Beristain, un cura con plaza en mi corazón”, en El País de 2 de enero), recordó su trabajo en el campo de la criminología, su actitud valiente y solidaria hacia las víctimas del terrorismo de ETA y su enfrentamiento con la Iglesia oficial del País Vasco: el obispo Setién le había prohibido escribir en la prensa. Antes de eso, antes de establecerse en San Sebastián, Beristain había sido profesor de Derecho penal en la Universidad de Oviedo; mi profesor en el curso 1970-71.
No tengo muy buenos recuerdos de mis profesores universitarios. Algunos eran francamente malos (nocivos). Los más, mediocres. Y sólo de unos pocos –de muy pocos- creo haber aprendido algo valioso y les estoy, por ello, agradecido. A quien más, a Antonio Beristain. Casi diría que sus clases eran las únicas que merecían la pena, o sea, las únicas que no podían ser sustituidas con ventaja por alguna otra actividad alternativa, como la de leer un libro sobre la materia durante el tiempo lectivo. Por lo demás, en esas clases no sólo se aprendía Derecho penal, sino también algo todavía más importante para un estudiante universitario: se aprendía lo que significa ser un intelectual honesto y valeroso. Que Beristain lo haya seguido siendo en la época democrática no puede extrañar a quienes lo tratamos sobre todo en los últimos años de la dictadura.
Antonio Beristain era sacerdote jesuita y vestía siempre (al menos en aquella época) con traje oscuro y corbata de tonos rojos de la que, al parecer, no se despojaba cuando ejercía sus funciones sacerdotales en el confesionario, lo que escandalizaba a algún que otro fiel. Tenía la sensatez de fijar un manual como libro de referencia para la asignatura que, por tanto, no podía estudiarse “por apuntes”, como ocurría en casi todas las otras. Sus clases eran, en realidad, una crítica de la dictadura franquista, a través del estudio de la parte especial del Derecho penal (el estudio de cada una de las concretas figuras delictivas: el homicidio, el hurto, la estafa...). Constaban de tres partes: en la primera hacía una breve exposición del tema correspondiente; dedicaba luego la mayor parte del tiempo a plantear cuestiones controvertidas en relación con el tema (¿está justificada la pena de muerte?, ¿hay alternativas a la pena de prisión?, ¿debe haber delitos de opinión?, ¿está justificado castigar el aborto?, ¿y la eutanasia?, ¿es adecuada la redacción de tal artículo?, ¿cómo podría mejorarse?), sobre las que los estudiantes debíamos debatir; y al final, formulaba algunos –también muy breves- comentarios sobre lo que habíamos opinado. No se me olvida el día en que empezó su clase, más o menos, con estas palabras (que, en el contexto de la dictadura franquista, implicaban un claro riesgo): “Ha muerto don Luis Jiménez de Asúa, insigne penalista y presidente de la República española en el exilio. ¡Guardemos un minuto de silencio en su memoria!”. Tampoco he olvidado su empeño en que los estudiantes de Derecho penal visitáramos una cárcel, en que entráramos en contacto con los presos y con sus circunstancias y nos diéramos cuenta de que el Derecho penal que estudiábamos se aplicaba a personas de carne y hueso: una propuesta sobre cómo redactar un artículo o cómo interpretarlo podía significar mucho en términos de sufrimiento humano.
Contrariamente a lo que muchos podrían pensar, una actitud crítica y claramente comprometida con los valores democráticos, como la de Antonio Beristain, no era moneda corriente en la universidad del final del franquismo. En realidad, lo del “espíritu crítico” como rasgo distintivo de los universitarios es un tópico que conviene revisar. Ni era tan cierto entonces, ni lo es –me temo que aún menos- ahora. Yo diría incluso que, en no pocos aspectos, lo que caracteriza a nuestra universidad es la falta llamativa - por no decir, obscena- de espíritu crítico. Hoy, pocos universitarios parecen escandalizarse ante el hecho de que tantos decanatos hayan organizado la modificación de los planes de estudio (para adaptarse al “proceso de Bolonia”) como si se tratara de repartirse un botín. De que en no pocos departamentos se pueda rechazar a alguien para ocupar una plaza docente con el argumento (que ni siquiera se trata de disimular) de que el candidato no es suficientemente sumiso hacia sus “superiores”, o de que, simplemente, es demasiado bueno y, por tanto, supone un “riesgo” para otros profesores -de cara a optar a futuras plazas- que estos últimos no están dispuestos a asumir. De que el sistema de acreditación (para ingresar en los cuerpos de profesores titulares y catedráticos) consista ahora en un par de informes secretos más el dictamen de una comisión de no especialistas, todos ellos nombrados discrecionalmente por el Ministerio. O, en fin, de que tantos rectores y autoridades universitarias pretendan hacer pasar por un plan serio de reforma universitaria lo que no es más –me refiero al “plan Bolonia”- que un programa publicitario.
Definitivamente, la universidad española necesitaría hoy mucho de profesores como Antonio Beristain, de su espíritu auténticamente crítico y de su actitud valerosa y solidaria. Pero los signos de los tiempos no parecen ir por ahí.
No tengo muy buenos recuerdos de mis profesores universitarios. Algunos eran francamente malos (nocivos). Los más, mediocres. Y sólo de unos pocos –de muy pocos- creo haber aprendido algo valioso y les estoy, por ello, agradecido. A quien más, a Antonio Beristain. Casi diría que sus clases eran las únicas que merecían la pena, o sea, las únicas que no podían ser sustituidas con ventaja por alguna otra actividad alternativa, como la de leer un libro sobre la materia durante el tiempo lectivo. Por lo demás, en esas clases no sólo se aprendía Derecho penal, sino también algo todavía más importante para un estudiante universitario: se aprendía lo que significa ser un intelectual honesto y valeroso. Que Beristain lo haya seguido siendo en la época democrática no puede extrañar a quienes lo tratamos sobre todo en los últimos años de la dictadura.
Antonio Beristain era sacerdote jesuita y vestía siempre (al menos en aquella época) con traje oscuro y corbata de tonos rojos de la que, al parecer, no se despojaba cuando ejercía sus funciones sacerdotales en el confesionario, lo que escandalizaba a algún que otro fiel. Tenía la sensatez de fijar un manual como libro de referencia para la asignatura que, por tanto, no podía estudiarse “por apuntes”, como ocurría en casi todas las otras. Sus clases eran, en realidad, una crítica de la dictadura franquista, a través del estudio de la parte especial del Derecho penal (el estudio de cada una de las concretas figuras delictivas: el homicidio, el hurto, la estafa...). Constaban de tres partes: en la primera hacía una breve exposición del tema correspondiente; dedicaba luego la mayor parte del tiempo a plantear cuestiones controvertidas en relación con el tema (¿está justificada la pena de muerte?, ¿hay alternativas a la pena de prisión?, ¿debe haber delitos de opinión?, ¿está justificado castigar el aborto?, ¿y la eutanasia?, ¿es adecuada la redacción de tal artículo?, ¿cómo podría mejorarse?), sobre las que los estudiantes debíamos debatir; y al final, formulaba algunos –también muy breves- comentarios sobre lo que habíamos opinado. No se me olvida el día en que empezó su clase, más o menos, con estas palabras (que, en el contexto de la dictadura franquista, implicaban un claro riesgo): “Ha muerto don Luis Jiménez de Asúa, insigne penalista y presidente de la República española en el exilio. ¡Guardemos un minuto de silencio en su memoria!”. Tampoco he olvidado su empeño en que los estudiantes de Derecho penal visitáramos una cárcel, en que entráramos en contacto con los presos y con sus circunstancias y nos diéramos cuenta de que el Derecho penal que estudiábamos se aplicaba a personas de carne y hueso: una propuesta sobre cómo redactar un artículo o cómo interpretarlo podía significar mucho en términos de sufrimiento humano.
Contrariamente a lo que muchos podrían pensar, una actitud crítica y claramente comprometida con los valores democráticos, como la de Antonio Beristain, no era moneda corriente en la universidad del final del franquismo. En realidad, lo del “espíritu crítico” como rasgo distintivo de los universitarios es un tópico que conviene revisar. Ni era tan cierto entonces, ni lo es –me temo que aún menos- ahora. Yo diría incluso que, en no pocos aspectos, lo que caracteriza a nuestra universidad es la falta llamativa - por no decir, obscena- de espíritu crítico. Hoy, pocos universitarios parecen escandalizarse ante el hecho de que tantos decanatos hayan organizado la modificación de los planes de estudio (para adaptarse al “proceso de Bolonia”) como si se tratara de repartirse un botín. De que en no pocos departamentos se pueda rechazar a alguien para ocupar una plaza docente con el argumento (que ni siquiera se trata de disimular) de que el candidato no es suficientemente sumiso hacia sus “superiores”, o de que, simplemente, es demasiado bueno y, por tanto, supone un “riesgo” para otros profesores -de cara a optar a futuras plazas- que estos últimos no están dispuestos a asumir. De que el sistema de acreditación (para ingresar en los cuerpos de profesores titulares y catedráticos) consista ahora en un par de informes secretos más el dictamen de una comisión de no especialistas, todos ellos nombrados discrecionalmente por el Ministerio. O, en fin, de que tantos rectores y autoridades universitarias pretendan hacer pasar por un plan serio de reforma universitaria lo que no es más –me refiero al “plan Bolonia”- que un programa publicitario.
Definitivamente, la universidad española necesitaría hoy mucho de profesores como Antonio Beristain, de su espíritu auténticamente crítico y de su actitud valerosa y solidaria. Pero los signos de los tiempos no parecen ir por ahí.
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