07 febrero, 2010

Cuentos de domingo. 11. Pena de arte

Se llama John Alejo Restrepo Guya, aunque el segundo apellido resulta de una transformación del Wuia de su madre, senegalesa a la que conoció el padre de John Alejo mientras trabajaba para una compañía maderera canadiense y que se llevó de vuelta a su Medellín del alma cuando decidió abrir allí un negocio de arepas y bocadillos con los ahorros de su vueltas por el mundo. En Medellín nació nuestro hombre, si bien emigró a España a los veintipocos años, de la mano de un modisto catalán al que había conocido en una feria de moda de su ciudad, en cuyos cócteles manejaba la bandeja con virtuosismo de percusionista y caderas irresistibles. En España su protector lo instaló en un apartamentito de Palaflugell, cerca del edificio que albergaba su estudio de diseñador y el taller de ropas. Los intentos del modisto para empaparlo del arte de los figurines y la pericia de las tijeras resultaron baldíos, pero el ambiente en que anduvo metido durante aquellos dos años, cuando en inauguraciones, visitas a salas de arte y saraos diversos el modisto lo hacía pasar por su “secretario doméstico”, llevaron a John Alejo Restrepo a tomar dos decisiones cruciales para su vida futura: convertirse en artista y hacerse llamar Alex Guyà en ese mundillo. Así, con acento cambiado.
Como se le resistían los pinceles y sus manos no estaban hechas para la talla y el molde, al menos de arcillas, piedras y maderos, se metió a artista conceptual y durante meses se empapó de jerga y ensayó poses y mohines. Poco ducho en letras y de natural perezoso, el tiempo pasaba y se habría ido por completo si su mecenas no lo hubiera aprovechado para adquirir en el Raval un local de altos techos que un arquitecto ubicuo convirtió en el no va más de los templos del arte actual. Antes incluso de que entrara el primer objeto artístico en el nuevo recinto, las gentes más al tanto ya se hacían lenguas del nuevo concepto galerístico y en varias revistas de arquitectura apareció un reportaje de lujo sobre tan innovadores espacios: en realidad, una gran nave con las paredes pintadas de blanco mate, con luz artificial que llegaba de largas lámparas colgantes con forma de pera, y pare usted de contar.
La noticia de la inauguración de la nueva sala y de la presentación del más revolucionario de los artistas venidos del fecundo semillero del otro lado del Atlántico -en esos términos apareció en un diario callejero barcelonés por obra y gracia de un becario de la sección de cultura que fue inmediatamente despedido- se extendió a todos los círculos atentos al canapé y la palmada en el hombro, y cuando apenas quedaban dos días para el evento, Alex Guyà tenía de artista nada más que el nombre y las ganas, pues ni obra había creado ni tan siquiera sabía cómo vestirse para la ocasión, aunque para esto último confiaba ciegamente en el criterio de su mentor. También fue éste el que le resolvió el problema primero, ciertamente más grave, pues se sinceró el modisto con su mejor amigo de toda la vida, un poeta laureado y bilingüe que gozaba de tanto prestigio entre los críticos como guasa entre sus colegas, que lo llamaban el Rey de la Lluvia Dorada, Calva Húmeda, Pompón Mojado y otras lindezas propias de quienes tiene celos de sus éxitos literarios y sociales, siendo excelente muestra de estos últimos su reciente presencia en una recepción de la Casa Real, pese a que en más de un poema había cantado a una república que aparentemente era la de las letras, pero donde bien patente resultaban el doble sentido y la irónica intención. El consejo del vate fue providencial, y quién podía en ese instante adivinar que a la larga determinaría el destino brillante de Alex Guyà en el mundo del arte ultimísimo: “Que no diga nada -sugirió al modisto- que no abra la boca”.
Dicho y hecho, es decir, no dicho, pues, nuestro novel creador recibió con alivio y no sin curiosidad esa consigna de permanecer silente, y a su cumplimiento se aplicó como mejor pudo. En la presentación de la galería volvieron a verse y a intercambiarse chismes los integrantes de la flor y nata artística y literaria de Barcelona y de las provincias limítrofes, contentos y satisfechos, pues no coincidían desde por lo menos una semana antes, cuando habían estado todos en la entrega de unos premios de artes plásticas instituidos por un ayuntamiento de la periferia obrera. El arquitecto era reclamado desde todos los corrillos, el propietario y promotor recibía felicitaciones y brindis, varios concejales y algún viceconsejero cuchicheaban en una esquina, seguramente sobre las últimas tendencias escultóricas o el eterno retorno de la estética impresionista, los camareros sudaban por causa del trajín y de las casacas tan poco transpirables con que habían sido adornados, y Alex Guyà paseaba como una exhalación de un rincón a otro de la extensa sala, como si jugara en solitario a las cuatro esquinas, ya para entonces aterrado por si acababa imponiéndose alguno de esos pelmazos que trataban de asir su brazo al vuelo y llevárselo a algún grupo para los saludos y el interrogatorio de rigor. Pero, curtido en el regate de salón gracias precisamente a su experiencia como mesero en Medellín, fue librándose sin que en su faz se notara gesto ni sensación ninguna, lo que hizo crecer la admiración de todos y el afán por conocer al fin sus creaciones.
Como no podía ser de otro modo, cuando las conversaciones de siempre iban menguando entre los más y alguno empezaba a ser poseído por un atrevimiento achispado, la gran pregunta se hizo ineludible y, con bien distinto tono, salió de varias bocas al mismo tiempo: ¿cuándo nos dejarán ver la obra de la nueva figura de las artes?
Tomo la palabra el poeta antes referido, tal como se había acordado con el patrón del acto, y, después de unas imaginativas consideraciones sobre la deriva -así dijo varias veces, “la deriva”- del arte más reciente y sobre “los nuevos planteamientos del ethos artístico” -esa expresión es suya también-, calentó el ambiente al asegurar, alzando de modo notable el tono de su voz, que la concurrencia estaba a punto de asistir a un hito histórico y a una vivencia muy particular, pues Alex Guyà, nuestro artista, “el genio salido del magma social primario” (sic.), “el profeta del arte sin aditamento” (sic.), “el sujeto artístico que había optado por convertirse en objeto de su propio arte, para tornarse de esa manera artista hermafrodita” (sic., aquí un par de señores de los no habituales y que seguramente habían acudido por ser parientes de alguien o propietarios muy recientes de cargo político, aprovecharon para cambiar el pie de apoyo y mirar de reojo a sus vecinos), nuestro Alex Guyà, decía, ha querido dar testimonio de su modestia desestructurando al artísta y explorando la belleza en su más prístina espontaneidad y su más desnuda inmediatez. Y concluyó así, ante el gesto exaltado de la élite cultural y la mirada extasiada del modisto mecenas y de su pupilo, Alex Guyà: “Pues que sepáis, amigos, que el arte está en el espacio que nos circunda, en las vibraciones que nos cruzan, en nuestro conversar que se emparenta con el ruido, y todo eso es lo que el genio Guyà pretende que percibamos en este instante mismo en que él es inspiración y yo su medium o portavoz, pues ha querido él que su voz sea la única ausente y hacer de su figura la figura ausente-presente que ponga el elemento de extañamiento en la cotidianeidad de nuestro estar-aquí-como-es-usual”.
Los aplausos duraron minutos y en un primer amago muchos quisieron correr hacia Alex Guyà, pero éste, a un guiño del poeta ratificado con la cabeza por el propietario de la galería, hizo mutis precipitadamente y no se dejó ver más. Así que los parabienes los recibieron los otros, se sirvió cava del mejor y al otro día la noticia llenaba las páginas culturales de los diarios catalanes y buena parte de las de los de tirada nacional. “Sorprendente”, “innovador”, “impactante”, “diferente” y “transvanguardia” eran los términos más comunes en los reportajes.
Me he demorado con el nacimiento artístico de Alex Guyà porque me parece que sólo así entenderemos el desenlace de esta historia. Tres meses duró el acontecimiento en la nueva galería y se contaron en miles los visitantes en aquel espacio vacío de todo objeto y de cualquier señal y donde cada hora, aproximadamente, el artista aparecía, cruzaba a paso rápido de ángulo en ángulo y volvía a desaparecer sin levantar la vista ni cambiar palabra con nadie. Los comentarios abundaron en el elogio. Hubo quien dijo que había sentido la inefabilidad rumorosa de la estética primigenia ante aquellas paredes desnudas y aquellos techos imponentes, y que al paso del creador había percibido que la luz del artista es cual faro que marca referencias en las que la sensibilidad no manipulada se mueve a oscuras. Otros aseguraron que se habían notado transportados por la metáfora del tránsito entre el yo del artista y el yo del espectador, y una becaria sueca de la Universidad Autónoma se puso a gritar y confesó al cabo que había experimentado un clímax frío. Como casualmente fue entrevistada en un programa cultural de la televisión catalana, en los días sucesivos fueron una docena de damas y varones los poseídos por el trance climatológico, aunque nada se compara con el efecto sobre aquel crítico neoyorquino que se tumbó en medio de la galería y declaró que así es como quería morir, en una plenitud vacía de significados y llena de sentidos.
La filial barcelonesa de una editorial alemana especializada en arte publicó, después de las oportunas negociaciones, un catálogo en cuyas páginas se sucedían las fotos de las paredes inmaculadas, si bien hubo que hacer varios ajustes para que en las imágenes no hubiera rastro de textura, pues la textura es texto que coarta y contexto que impone, sólo la blancura de los trozos de superficie aleatoriamente tomados. Se debatió también con intensidad si deberían eliminarse los rastros de una gotera en un muro lateral, pero se impuso la opinión de un catedrático de Estética de la Pompeu Fabra que hizo ver que la mano humana no debía interferir en la dinámica espacio-temporal del acontecer de aquel santuario del arte no artificioso.
Alex Guyà fue reclamado por los más distinguidos museos de arte contemporáneo del país, por la Feria de Basilea, la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel. Para entonces ya se había formado un equipo interdisciplinar de arquitectos y diseñadores encargados de que los recintos fueran lo bastante grandes y se hallaran convenientemente vacíos, al tiempo que expertos en administración y relaciones públicas velaban porque los escritos y las críticas dieran en el clavo hermenéutico y no padecieran el contagio por patrones estéticos atávicos o no reflejaran los sentimientos aviesos de un mundillo artístico atravesado por el despecho.
A Alex Guyà empezó a hacérsele pesado tanto viaje y tanto paseo programado entre los cuatro rincones de cada nueva sala. Hubo, además, quien desde una revista financiada por el Ministerio de Cultura tuvo la ocurrencia de insinuar que el nuevo estilo, pionero y sugerente en sus comienzos, se estaba oscureciendo por la repetición y la ausencia de contrastes. Todo ello fue la causa de que el equipo del artista tomara la decisión radical de suprimir su presencia en los nuevos eventos, lo cual durante una temporada más hizo crecer el mito y azuzó los textos interpretativos de ese arte que, en expresión afortunada, engordaba en mensajes a la par que adelgazaba en materialidad.
A tal punto llegaron los dimes y diretes en los círculos iniciados, en las tesis doctorales en elaboración y en las publicaciones del ramo, que, después de unos meses de desconcierto y nuevas críticas dubitativas, se consolidó la idea de que se trataba de un arte destinado a morir para perpetuarse y que de la nada final resurgiría la estética definitiva que sólo podía perdurar en el recuerdo de lo que no fue cuando era pero seguirá siendo cuando deje de ser. Sólo se necesitaba el gesto último, el signo postrero, la apoteosis de la presencia desaparecida, el grito silente de la última metáfora.
Optaron los consejeros por suspender durante un año toda nueva manifestación artística de Alex Guyà y se tomaron ese tiempo para barajar el retorno definitivo, la culminación en una instalación que fuera el fin de un principio sin fin. Alex Guyá insistía en que él estaba harto y que sólo quería ya volver a su país, invertir los suculentos ahorros en una casa junto al mar en Cartagena de Indias, adoptar unos cuantos niños y llevarse con él a su mamá, que nunca había querido visitarlo en esta Europa fría que no come arepas ni respeta a las mujeres.
Al fin dieron con la solución adecuada para esa apoteosis que permitiera a Alex Guyà desaparecer sin que la gloria artística se dañara con detalles de su vida ulterior: Alex Guyá debía morir, debía suicidarse en un gran acto convocado a modo de culminación y síntesis de la historia del arte. Naturalmente, el afectado no dio su visto bueno, pese a las promesas de inmortalidad y a lo mucho que, según todos le repetían, habrían de beneficiarse sus deudos de esa gloria postrera y suprema. Así que hubo que buscar alternativas que, sin demérito de los significados, permitieran salvar la cerrazón el artista. Lo primero que le sacaron fue el juramente de que se cambiaría de nombre y no volvería a dejarse ver en Europa ni en Norteamérica, todo a cambio de que se le siguiera remitiendo discretamente un porcentaje de lo que en los años por venir produjera su pasada obra y, ante todo, esa obra definitiva que estaba en camino.
Lo segundo y más importante fue descubrir la idea de recambio. Al fin apareció. Si Alex Guyá representaba la muerte del arte a manos de una estética que se torna omnipresente y tan real como invisible, como el aire puro, alguien debería morir ante los ojos mismos del artista, en ceremonia que sólo unos cuantos expertos bien seleccionados contemplarían en directo, pero que sería reproducida una y mil veces en las mejores imágenes tomadas por las manos más diestras.
Pujaron los mejores museos para tener en sus salas el magno acontecimiento. El gato al agua se lo llevó el MUSAC, en León, que arriesgó en el envite su presupuesto de un lustro. Durante meses se planeó hasta el más mínimo detalle, se dispusieron los espacios, previa reforma de la entrada y el vestíbulo, se dio aviso a hoteles y agencias de viajes ante la previsible avalancha de curiosos y vanguardistas, se negoció con el ayuntamiento para llenar las calles de carteles y para organizar una espectacular comitiva el día señalado. Todo estaba listo, pero faltaba el muerto, el candidato a la inmortalidad que debería quitarse la vida en el instante marcado y en presencia del genio Guyà. Varios miles de voluntarios se inscribieron, pero a todos les encontraba pegas el comité de selección, éste porque no tiene buena presencia, aquel porque pretende cobrar, el otro porque insiste en invitar a un montón de amigos, el de más allá porque es un conocido suicida que ya ha fracasado varias veces o porque se mata por despecho y porque no tiene trabajo.
Y en estas estamos. El comité ha tomado las riendas y ha decidido que a él le compete elegir al muerto adecuado y hacerle la propuesta. Debe tratarse de un individuo corriente, pero no vulgar, representativo del ciudadano medio, pero no anodino, con alguna presencia pública, pero no conocido en exceso. Total, que fueron a dar con este blog y me han llamado. Sí, a mí, a mí. Aseguran que reúno todas las condiciones requeridas, que jamás tendré oportunidad igual de pasar a la historia y que no me arrepentiré.
No sé qué hacer. He conseguido el teléfono de Alex Guyà, pero no me contesta. Mis compañeros, los pocos que están en el ajo, me animan, y los que más, los de mi propio departamento. El rector de mi universidad promete que dará mi nombre a una calle del campus. Mi mujer insiste en que dedico poco tiempo a la familia. Estoy en un mar de dudas. Ustedes en mi lugar ¿qué harían?

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