Siguiendo la sugerencia que hace unos días hacía un amable lector, he echado un vistazo a esta noticia que traía La Vanguardia el pasado día 5. Resulta que andan los científicos dizque serios averiguando en qué parte de la cabeza tenemos unas cosas y otras: aquí las ganas de comer jamón, allá el gusto por las tetudas (por ejemplo; o lo contrario; o por los tetudos. Que nadie se me indigne tan pronto), al otro lado la inclinación hacia el voleibol o la apetencia por los paisajes con dunas. Rediez, ¿será posible que todo lo determine alguna pieza de por donde el cerebelo? Entre los genes, antes, y ahora los cachivaches intracraneales, se nos va al carajo el fundamento mismo de la ya muy ajada Ilustración: que somos dueños de nuestra vida y nuestro destino, autónomos y autodirigidos. Nones, rien de rien.
Fíjense, primero vino Nietzsche y nos convenció de que somos unos mandados y que entre iglesias y piratas varios nos hacen ser unos esclavos y, para colmo, tomarle gusto a la sumisión. Más tarde, a Marx se le metió en la cabeza que todo lo que más nos importa, como la fe, la moral social y el arte sacro, no son más que superestructura, mitos y fantasmagorías que la clase dominante monta a fin de mantenernos alienados y generando plusvalía para alimentar a base de bien a los de siempre. Y cuando éramos pocos, vino Freud y parió la tesis de que cuando vamos por la vida en plan aquí estoy yo afirmándome y triunfando como los buenos, no hacemos más que recrear inconscientemente el asesinato de nuestro papá por nuestra propia mano y el consiguiente ocupar su lugar en el lecho al lado de nuestra madre. La leche. De todo ello ya resultaba que cuando yo -modestamente- siento esa fiera inclinación hacia las señoras cargaditas de pecho y con ojos grandes como para caerse en ellos, no es que me esté realizando en mi personal vocación y poniendo autónomamente una meta para mi acción libre y tal, no; será porque sucumbo al gusto por el prototipo de mujer que el modo de producción capitalista ha creado para que no pensemos en más revolución que la de las sábanas, y que, al tiempo, al quererme a los pechos de la dama me muestro sumiso como un vil mandado y edípico como curilla muy mariano. Mi moral, por los suelos.
Ahora resulta que yo mismo puedo ser aún menos cuando más me creo. No es que la sociedad y sus camelos me venzan y me dirijan, es que algún engranaje genético o fisiológico me condiciona cual robot. Un puto pringao, no sé si por el azar, el destino o el designio de un fabricante de monstruos. Por ejemplo, y según la noticia mentada al comienzo, toda mi sensibilidad moral y los correspondientes juicios sobre lo que está bien o está mal hacer dependen de “una pequeña región del cerebro llamada unión tempoparietal derecha” (en abreviatura: UTPD; casi me matan del susto, pues leí "upeydé"), que “tiene el tamaño aproximado de un garbanzo cocido”. ¿Por qué cocido? me pregunto incidentalmente y temiendo que sea otra alusión a las causas de mi escasa autonomía.
Según los experimentos de los neurocientíficos, que no son científicos neuróticos como la mayoría, sino aquellos que estudian cosas de la cabeza y sus conexiones, el que tengamos unas opiniones morales u otras depende de cómo sea y cómo funcione ese garbanzo cerebral. Por ejemplo, si usted le pregunta a un señor o una señora si “merece ser perdonada o castigada una persona que no causa ningún daño pero en realidad tenía intención de causarlo”, los que tienen un garbanzo apto y comme il faut contestan “que los daños intencionados son perdonables, mientras que las intenciones dañinas son punibles”; pero “cuando a estas mismas personas se les aplica un campo magnético sobre la oreja derecha y se deja temporalmente fuera de servicio” esa parte llamada UTPD y que es como una legumbre, “cambian de opinión” y creen que hay que dar caña al que efectivamente dañó y que la intención es lo de menos.
¡Es tan sugerente todo esto! Fíjense cómo y por qué se altera la opinión de la gente, a lo mejor nada más que porque se les atoró la “unión tempoparietal derecha”. Para mí que, verbigracia, esto es lo que a muchos les ha sucedido con Garzón, que antes era un gran prevaricador y ahora un santo de las más nobles causas; o al revés. O quizá es lo que les pasa a los de la derecha (en general, incluida mucha izquierda), que pedían aumento tremebundo de penas para pedófilos y pederastas y que ahora ya no lo piden porque, al ver a los curas tal que así, se les coció la leguminosa.
¿Y qué me dicen de las consecuencias que estos descubrimientos de la neurociencia pueden tener para el Derecho penal? Para empezar, resultaría que en muchos casos sería más eficaz operar que castigar. “Operar y castigar”, la obra que espera a un Foucault de nuestro tiempo, olvidándose del Panóptico y teorizando el Quirófano. Mismamente, es de creer que el Correa, el Bigotes y todos esos no sean en propiedad mala gente con ánimo de robar y horteras como la mayoría, sino que tal vez lo que les pasó fue que les dejó de funcionar algún cable del córtex prefontal y que con una leve cirujía o un par de hostias ahí se quedan como nuevos y convertidos en unos filántropos que ya no regalan relojes, bolsos ni nada.
También la teoría del delito y de la pena tendrá que acompasarse a la lógica neurológica. Pensemos en cómo de lo dicho resulta que lo que corresponde a una cabeza sana y un cerebro en forma es castigar mucho más la tentativa de delito que el delito acontecido culposamente, sin dolo; o cómo la responsabilidad objetiva o sin culpa resultaría (incluso en el puro plano de la responsabilidad civil) una aberración propia de sociedades garbanceras y moralmente dislocadas.
Propongo que la próxima reforma del Código penal la haga un equipo de neurólogos y psiquiatras y que la competencias del Ministerio de Justicia pasen al de Sanidad. A ver qué sale. A peor no cambiaremos, eso seguro.
Fíjense, primero vino Nietzsche y nos convenció de que somos unos mandados y que entre iglesias y piratas varios nos hacen ser unos esclavos y, para colmo, tomarle gusto a la sumisión. Más tarde, a Marx se le metió en la cabeza que todo lo que más nos importa, como la fe, la moral social y el arte sacro, no son más que superestructura, mitos y fantasmagorías que la clase dominante monta a fin de mantenernos alienados y generando plusvalía para alimentar a base de bien a los de siempre. Y cuando éramos pocos, vino Freud y parió la tesis de que cuando vamos por la vida en plan aquí estoy yo afirmándome y triunfando como los buenos, no hacemos más que recrear inconscientemente el asesinato de nuestro papá por nuestra propia mano y el consiguiente ocupar su lugar en el lecho al lado de nuestra madre. La leche. De todo ello ya resultaba que cuando yo -modestamente- siento esa fiera inclinación hacia las señoras cargaditas de pecho y con ojos grandes como para caerse en ellos, no es que me esté realizando en mi personal vocación y poniendo autónomamente una meta para mi acción libre y tal, no; será porque sucumbo al gusto por el prototipo de mujer que el modo de producción capitalista ha creado para que no pensemos en más revolución que la de las sábanas, y que, al tiempo, al quererme a los pechos de la dama me muestro sumiso como un vil mandado y edípico como curilla muy mariano. Mi moral, por los suelos.
Ahora resulta que yo mismo puedo ser aún menos cuando más me creo. No es que la sociedad y sus camelos me venzan y me dirijan, es que algún engranaje genético o fisiológico me condiciona cual robot. Un puto pringao, no sé si por el azar, el destino o el designio de un fabricante de monstruos. Por ejemplo, y según la noticia mentada al comienzo, toda mi sensibilidad moral y los correspondientes juicios sobre lo que está bien o está mal hacer dependen de “una pequeña región del cerebro llamada unión tempoparietal derecha” (en abreviatura: UTPD; casi me matan del susto, pues leí "upeydé"), que “tiene el tamaño aproximado de un garbanzo cocido”. ¿Por qué cocido? me pregunto incidentalmente y temiendo que sea otra alusión a las causas de mi escasa autonomía.
Según los experimentos de los neurocientíficos, que no son científicos neuróticos como la mayoría, sino aquellos que estudian cosas de la cabeza y sus conexiones, el que tengamos unas opiniones morales u otras depende de cómo sea y cómo funcione ese garbanzo cerebral. Por ejemplo, si usted le pregunta a un señor o una señora si “merece ser perdonada o castigada una persona que no causa ningún daño pero en realidad tenía intención de causarlo”, los que tienen un garbanzo apto y comme il faut contestan “que los daños intencionados son perdonables, mientras que las intenciones dañinas son punibles”; pero “cuando a estas mismas personas se les aplica un campo magnético sobre la oreja derecha y se deja temporalmente fuera de servicio” esa parte llamada UTPD y que es como una legumbre, “cambian de opinión” y creen que hay que dar caña al que efectivamente dañó y que la intención es lo de menos.
¡Es tan sugerente todo esto! Fíjense cómo y por qué se altera la opinión de la gente, a lo mejor nada más que porque se les atoró la “unión tempoparietal derecha”. Para mí que, verbigracia, esto es lo que a muchos les ha sucedido con Garzón, que antes era un gran prevaricador y ahora un santo de las más nobles causas; o al revés. O quizá es lo que les pasa a los de la derecha (en general, incluida mucha izquierda), que pedían aumento tremebundo de penas para pedófilos y pederastas y que ahora ya no lo piden porque, al ver a los curas tal que así, se les coció la leguminosa.
¿Y qué me dicen de las consecuencias que estos descubrimientos de la neurociencia pueden tener para el Derecho penal? Para empezar, resultaría que en muchos casos sería más eficaz operar que castigar. “Operar y castigar”, la obra que espera a un Foucault de nuestro tiempo, olvidándose del Panóptico y teorizando el Quirófano. Mismamente, es de creer que el Correa, el Bigotes y todos esos no sean en propiedad mala gente con ánimo de robar y horteras como la mayoría, sino que tal vez lo que les pasó fue que les dejó de funcionar algún cable del córtex prefontal y que con una leve cirujía o un par de hostias ahí se quedan como nuevos y convertidos en unos filántropos que ya no regalan relojes, bolsos ni nada.
También la teoría del delito y de la pena tendrá que acompasarse a la lógica neurológica. Pensemos en cómo de lo dicho resulta que lo que corresponde a una cabeza sana y un cerebro en forma es castigar mucho más la tentativa de delito que el delito acontecido culposamente, sin dolo; o cómo la responsabilidad objetiva o sin culpa resultaría (incluso en el puro plano de la responsabilidad civil) una aberración propia de sociedades garbanceras y moralmente dislocadas.
Propongo que la próxima reforma del Código penal la haga un equipo de neurólogos y psiquiatras y que la competencias del Ministerio de Justicia pasen al de Sanidad. A ver qué sale. A peor no cambiaremos, eso seguro.
El área de penal de la UAM tiene hace algún tiempo un Proyecto I+D de investigación sobre Derecho y Neurociencia.
ResponderEliminarAlgunos abren caminos. Cuando otros los recorremos ya hay nivel amarillo, tráfico denso con paradas intermitentes.