Resulta que, por medio de Internet, se puede hacer el recorrido del Transiberiano sin movernos de casa. A golpe de clic y de ratón se cubren casi diez mil kilómetros, se visitan monumentos, se contempla el paisaje de estepas monótonas tras los cristales y se oye música de balalaikas y además una audición especial de “Guerra y paz” para entrar en un inspirado trance ruso y literario. Al parecer, se atraviesan a lo largo de una semana siete husos horarios, doce regiones y ochenta y siete ciudades. No hay traqueteo ni se huele nada, fuera de los fritos que se estén haciendo en nuestra cocina, ni podemos comprar dulces a las señoras que venden en las estaciones. Yo no he estado nunca en ese tren mítico pero imagino que hay en efecto señoras que ofrecen chucherías y bocadillos pues este menudeo comercial se da en todas las latitudes aunque a mí lo que me gusta comprar en los trenes son las mantecadas de Astorga sobre todo cuando estoy pasando por Écija.
Lo curioso es que todo esto del Transiberiano se presenta como una novedad cuando lo cierto es que el viaje estático se inventó ya hace tiempo y en eso cabalmente consisten los libros de viajes y la literatura toda. Si Camilo José Cela nos lleva a la Alcarria gracias a su pluma ¿qué es esto si no un viaje virtual? Si es Jonathan Swift con su Gulliver, además de viajar a extraños lugares con extraños habitantes, nos estamos enterando de todos los vicios de la humanidad mundial de una manera despiadada por lo entretenida. Y Julio Verne o Salgari o nuestro impar Cunqueiro ¿qué hicieron sino llevarnos a mil confines reales o imaginarios mojando sus plumas en el tintero de su fantasía?
Don Quijote y Sancho viajan, en la novela picaresca se viaja, en las cartas de don Juan Valera se viaja, por cierto por una Europa de enredos y señoras ligonas, Pío Baroja -gran sedentario- nos lleva a sitios que él no conocía pero que -precisamente por eso- los pinta con galanura gracias a los libros de viajes que compraba a base de regateo en la Cuesta de Moyano en los domingos alfonsinos de misa y siesta. Ya se sabe lo que Borges contestó a aquel joven que le pidió una recomendación para ir a Canadá porque quería escribir una novela ambientada en ese país. “Si usted no sabe imaginarla es que no es escritor”, le dijo el argentino, malhumorado pero asistido de toda la razón literaria del mundo. Yo me leí de niño “la vuelta al mundo de dos pilletes” una docena de veces y gracias a eso luego me pude estudiar el “Castán” en la Facultad de Derecho sin sufrir más perturbaciones que las previstas reglamentariamente.
Sin ratón ni inventos modernos, lo que hemos hecho todos los lectores pasados y presentes es viajar. Porque cualquier novela es un viaje, un viaje a las intimidades del protagonista, a los salones que decoran una época, a los campos de las batallas donde se ha gestado siempre el mundo, a los melindres de las enamoradas ...
Con todo, a mí el viajero que me ha gustado más es el que salió de la pluma de Jardiel Poncela en “Eloísa está debajo de un almendro”: un señor -Edgardo- que lleva más de veinte años en la cama sin estar atado a ella por enfermedad alguna y que por las noches coge el tren correo o, cuando tiene prisa, el expreso y se llega hasta san Sebastián. Sin moverse de la cama pregunta por los billetes, por los equipajes, por las personas que han acudido a despedirle, por el retraso que llevan “aunque lo ganaremos mañana en Alsasua”.
Es decir, que no nos venga Internet con ínfulas ni ratimagos de modernidad pues del ratón con el que nos movemos por el ciberespacio sabemos hace ya tiempo que es poco más que el ratoncito Pérez de nuestra infancia.
Lo curioso es que todo esto del Transiberiano se presenta como una novedad cuando lo cierto es que el viaje estático se inventó ya hace tiempo y en eso cabalmente consisten los libros de viajes y la literatura toda. Si Camilo José Cela nos lleva a la Alcarria gracias a su pluma ¿qué es esto si no un viaje virtual? Si es Jonathan Swift con su Gulliver, además de viajar a extraños lugares con extraños habitantes, nos estamos enterando de todos los vicios de la humanidad mundial de una manera despiadada por lo entretenida. Y Julio Verne o Salgari o nuestro impar Cunqueiro ¿qué hicieron sino llevarnos a mil confines reales o imaginarios mojando sus plumas en el tintero de su fantasía?
Don Quijote y Sancho viajan, en la novela picaresca se viaja, en las cartas de don Juan Valera se viaja, por cierto por una Europa de enredos y señoras ligonas, Pío Baroja -gran sedentario- nos lleva a sitios que él no conocía pero que -precisamente por eso- los pinta con galanura gracias a los libros de viajes que compraba a base de regateo en la Cuesta de Moyano en los domingos alfonsinos de misa y siesta. Ya se sabe lo que Borges contestó a aquel joven que le pidió una recomendación para ir a Canadá porque quería escribir una novela ambientada en ese país. “Si usted no sabe imaginarla es que no es escritor”, le dijo el argentino, malhumorado pero asistido de toda la razón literaria del mundo. Yo me leí de niño “la vuelta al mundo de dos pilletes” una docena de veces y gracias a eso luego me pude estudiar el “Castán” en la Facultad de Derecho sin sufrir más perturbaciones que las previstas reglamentariamente.
Sin ratón ni inventos modernos, lo que hemos hecho todos los lectores pasados y presentes es viajar. Porque cualquier novela es un viaje, un viaje a las intimidades del protagonista, a los salones que decoran una época, a los campos de las batallas donde se ha gestado siempre el mundo, a los melindres de las enamoradas ...
Con todo, a mí el viajero que me ha gustado más es el que salió de la pluma de Jardiel Poncela en “Eloísa está debajo de un almendro”: un señor -Edgardo- que lleva más de veinte años en la cama sin estar atado a ella por enfermedad alguna y que por las noches coge el tren correo o, cuando tiene prisa, el expreso y se llega hasta san Sebastián. Sin moverse de la cama pregunta por los billetes, por los equipajes, por las personas que han acudido a despedirle, por el retraso que llevan “aunque lo ganaremos mañana en Alsasua”.
Es decir, que no nos venga Internet con ínfulas ni ratimagos de modernidad pues del ratón con el que nos movemos por el ciberespacio sabemos hace ya tiempo que es poco más que el ratoncito Pérez de nuestra infancia.
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