Sonará a broma, pero a partir de hoy me voy a poner a pensar bien concienzudamente esta ocurrencia. Presentémosla por ahora como chusca hipótesis de trabajo.
¿Qué es el Estado? Abreviemos la respuesta: un artefacto imaginario. El pensamiento más conservador y/o reaccionario de todos los tiempos se ha dedicado a explicar que el Estado es la expresión política o político-jurídica de una nación, siendo la nación un ente colectivo real, un engendro ontológico compuesto de espíritus populares, folklores primitivos, destinos míticos, sangre de antepasados, vísceras de enemigos abatidos y otras cochinadas. En resumen, que el conservadurismo de siempre se inventa un cachivache de psicología colectiva para que el Estado no parezca artificial, sino natural: aseado y cumplido revestimiento de ese ser natural del todo llamado nación. O lo que es lo mismo: el Estado es la herramienta que los conservadores emplean para moler a palos al que ellos estimen que debe ser parte de la nación y que no quiera ser parte de la nación, sino hacer de su capa un sayo y mandar a tomar vientos a los mártires de la patria, los sanguinarios antepasados, los ritos atávicos, las costumbres ancestrales y los idiomas gangosos. También lo usan para evitar que entre en la nación o que viva tranquilo en ella quien no merezca en ella integrarse, sea por no hablar como se debe, sea por tener otro color u otras costumbres o sea por no aparecer con un fajo de billetes en los belfos. Al Estado como tal no hay por qué verlo necesariamente como enemigo de la libertad individual o incompatible con ella, pero al Estado de los carcas nacionalistas (discúlpese la redundancia) sí, sean esos nacionalistas españoles, catalanes, vascos, bretones o venezolanos, da igual.
Bien sabido es, por otro lado, cómo para el marxismo el Estado es un puro aparato de poder y dominación al servicio de la clase dominante y para la perpetuación de ese dominio, dominio que es económico y que se acabará precisamente cuando la revolución proletaria y la ulterior dictadura del proletariado consigan revertir esa función y poner el instrumental coactivo estatal a eliminar las desigualdades económicas basadas en la propiedad privada de los medios de producción, procurando antes que nada evitar que los opresores capitalistas se rearmen y vuelvan a las andadas, a mandar y explotar. Así que, una vez que desde el Estado mismo se siente y se asiente la igualdad entre todos sus ciudadanos, al Estado no le quedará nada que hacer y se disolverá como un azucarillo en el agua, para que nos organicemos e interactuemos espontáneamente con la solidaridad y la generosidad que nos caracteriza, bajo el lema de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades.
Una pena que el plan no haya funcionado y que el marxismo degenerado en leninismo y luego en stalinismo ni haya adelgazado el Estado y su panza armada y coactiva ni haya suprimido igualdades y discriminaciones, limitándose aquellos revolucionarios de retorcido colmillo a reemplazar con su privilegio el privilegio de los explotadores de antaño. Nomenklatura se llamó al nuevo grupo que se sirvió del Estado y en él se fortificó para cobrar ventaja sobre el común de los mortales igualados por abajo y por debajo.
¿Qué es el Estado? Abreviemos la respuesta: un artefacto imaginario. El pensamiento más conservador y/o reaccionario de todos los tiempos se ha dedicado a explicar que el Estado es la expresión política o político-jurídica de una nación, siendo la nación un ente colectivo real, un engendro ontológico compuesto de espíritus populares, folklores primitivos, destinos míticos, sangre de antepasados, vísceras de enemigos abatidos y otras cochinadas. En resumen, que el conservadurismo de siempre se inventa un cachivache de psicología colectiva para que el Estado no parezca artificial, sino natural: aseado y cumplido revestimiento de ese ser natural del todo llamado nación. O lo que es lo mismo: el Estado es la herramienta que los conservadores emplean para moler a palos al que ellos estimen que debe ser parte de la nación y que no quiera ser parte de la nación, sino hacer de su capa un sayo y mandar a tomar vientos a los mártires de la patria, los sanguinarios antepasados, los ritos atávicos, las costumbres ancestrales y los idiomas gangosos. También lo usan para evitar que entre en la nación o que viva tranquilo en ella quien no merezca en ella integrarse, sea por no hablar como se debe, sea por tener otro color u otras costumbres o sea por no aparecer con un fajo de billetes en los belfos. Al Estado como tal no hay por qué verlo necesariamente como enemigo de la libertad individual o incompatible con ella, pero al Estado de los carcas nacionalistas (discúlpese la redundancia) sí, sean esos nacionalistas españoles, catalanes, vascos, bretones o venezolanos, da igual.
Bien sabido es, por otro lado, cómo para el marxismo el Estado es un puro aparato de poder y dominación al servicio de la clase dominante y para la perpetuación de ese dominio, dominio que es económico y que se acabará precisamente cuando la revolución proletaria y la ulterior dictadura del proletariado consigan revertir esa función y poner el instrumental coactivo estatal a eliminar las desigualdades económicas basadas en la propiedad privada de los medios de producción, procurando antes que nada evitar que los opresores capitalistas se rearmen y vuelvan a las andadas, a mandar y explotar. Así que, una vez que desde el Estado mismo se siente y se asiente la igualdad entre todos sus ciudadanos, al Estado no le quedará nada que hacer y se disolverá como un azucarillo en el agua, para que nos organicemos e interactuemos espontáneamente con la solidaridad y la generosidad que nos caracteriza, bajo el lema de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades.
Una pena que el plan no haya funcionado y que el marxismo degenerado en leninismo y luego en stalinismo ni haya adelgazado el Estado y su panza armada y coactiva ni haya suprimido igualdades y discriminaciones, limitándose aquellos revolucionarios de retorcido colmillo a reemplazar con su privilegio el privilegio de los explotadores de antaño. Nomenklatura se llamó al nuevo grupo que se sirvió del Estado y en él se fortificó para cobrar ventaja sobre el común de los mortales igualados por abajo y por debajo.
No parece extraño que así terminara la historia, pues, aunque me duela decirlo, la mayor parte de las gentes que he conocido con esa propensión revolucionario-leninista eran o son unos caraduras de cuidado, unos aprovechados de tomo y lomo y unos tragones que casi nunca pagan una copa si pueden birlársela a un parroquiano ingenuo. Las cosas como son y mal que nos pese. También tienen la costumbre de pedir muchas subvenciones al Estado capitalista que quieren suprimir y suelen ponerse gordos como cerdos con lo que cobran por dar conferencias contra la ideología dominante y el pensamiento único.
La doctrina político-jurídica más tradicional y presuntamente rigurosa adoptaba un mohín de engolada cientificidad y trataba de ser nada más que descriptiva. Así que explicaba simplemente que los elementos del Estado son tres: territorio, población y poder. A veces la ciencia política ha cultivado la tautología como si fuera una exótica y delicada planta. Por ejemplo, se daba cuenta de que el territorio del Estado es el territorio perteneciente al Estado y que otro tanto pasaba, sorprendentemente, con la población y el poder. Tan profundo, en cuanto descripción de la realidad estatal, como profunda es la ciencia fisiológica o anatómica que se limite a repetir que el cuerpo humano consta de cabeza, tronco y extremidades y que cada cuerpo tiene esas tres partes a no ser que le falten, en cuyo caso tenemos un problema del que ya se ocupará otra disciplina.
La analogía que acaba de trazarse no es baladí ni inocente. De idéntica forma a como la división orgánica en cabeza, tronco y extremidades presupone una configuración necesaria y natural de cada cuerpo humano, la tripartición de los elementos del Estado hace lo mismo con el cuerpo político. Más aún, de igual manera que cada cuerpo es un cuerpo individual y es un cuerpo porque tiene esas tres partes, cada Estado lo es porque tiene las suyas. Ni se pregunta uno cómo es que yo soy un cuerpo y no un ectoplasma, ni nos preguntamos cómo es que esto en lo que vivimos es un Estado y no una entelequia imposible o una fantasmagoría malévola.
La doctrina político-jurídica más tradicional y presuntamente rigurosa adoptaba un mohín de engolada cientificidad y trataba de ser nada más que descriptiva. Así que explicaba simplemente que los elementos del Estado son tres: territorio, población y poder. A veces la ciencia política ha cultivado la tautología como si fuera una exótica y delicada planta. Por ejemplo, se daba cuenta de que el territorio del Estado es el territorio perteneciente al Estado y que otro tanto pasaba, sorprendentemente, con la población y el poder. Tan profundo, en cuanto descripción de la realidad estatal, como profunda es la ciencia fisiológica o anatómica que se limite a repetir que el cuerpo humano consta de cabeza, tronco y extremidades y que cada cuerpo tiene esas tres partes a no ser que le falten, en cuyo caso tenemos un problema del que ya se ocupará otra disciplina.
La analogía que acaba de trazarse no es baladí ni inocente. De idéntica forma a como la división orgánica en cabeza, tronco y extremidades presupone una configuración necesaria y natural de cada cuerpo humano, la tripartición de los elementos del Estado hace lo mismo con el cuerpo político. Más aún, de igual manera que cada cuerpo es un cuerpo individual y es un cuerpo porque tiene esas tres partes, cada Estado lo es porque tiene las suyas. Ni se pregunta uno cómo es que yo soy un cuerpo y no un ectoplasma, ni nos preguntamos cómo es que esto en lo que vivimos es un Estado y no una entelequia imposible o una fantasmagoría malévola.
Al cuerpo individual basta añadirle el alma y ya tenemos un ser humano hecho y derecho y destinado a la salvación eterna si hay suerte; al cuerpo estatal basta añadirle el alma nacional, en cualquiera de los sentidos del término “nación”, y ya tenemos un ser político destinado a perpetuarse según el mismo orden natural de las cosas o de la Creación. Todo encaja (y en caja): cada alma en su cuerpo y cada cuerpo en su Estado y cada Estado como debe y donde debe.
El problema es que si al Estado le quitamos su alma de nación, se queda como lo que es: un ente tan ficticio como aleatorio, fuerza sin espíritu, coacción sin fundamento, azar sin dirección. Igual que si al ser humano le restamos su alma presunta se queda como lo que es: un animal con demasiadas pretensiones para lo que en el fondo constituye su naturaleza.
Cuando al Estado lo desvestimos de metafísica, de la ideología como falsa conciencia que lleva a que el súbdito se crea el cuento de que el Estado es suyo porque su Estado y él están hechos el uno para el otro, lo que parecía su orgullo se queda en sus vergüenzas al aire: el territorio no es el del Estado por designio divino o por la naturaleza de las cosas, sino aquel que un día conquistó por las malas algún príncipe rijoso; su población no es la suya por una especie de predestinación amorosa o de encuentro de dos medias naranjas -la gente y los gobernantes- en un determinado lugar -el territorio-, sino que no es más que el conjunto de gente a la que se impone por la brava una determinada ley. Y el poder deja de ser el poder del Estado, que parece poder de nadie o poder de todos, y pasa a ser de los que lo ejercen: el poder es de los que mandan, no del Estado. Lo otro es un decir, nada más.
Entre artimañas filosóficas y fusiles nos tenían bien cogidos por salva sea la identidad, pero las últimas décadas han traído novedades que han puesto en dificultad al viejo Estado y a los sacerdotes de su cuerpo místico. No en vano los que tanto lamentan la llamada globalización y los que tanto lloran por las viejas culturas nacionales en peligro son esos reaccionarios que quieren más estados y más Estado, y no menos, esos nacionalistas que disfrutan mucho más dibujando fronteras que saltándolas, o reglamentando idiomas que entendiéndose con los que hablan otras lenguas o saben hablar de otras cosas que no sean los quesos de aquí o los sueldos de los nuestros. Los estatistas metafísicos o que cobran a tanto por trozo de Estado nuevo que levanten tratan de poner puertas al campo, pero resulta que ya medio mundo se entiende en inglés con medio mundo, que cualquiera puede comunicarse instantáneamente a través de la web con cualquier rincón del planeta, que las empresas y todo tipo de organizaciones y entidades jurídicas adquieren un estatuto jurídico no sólo transnacional o supranacional, sino prácticamente virtual y se rigen por normas que ya no son las de este o aquel territorio sino, por ejemplo, por una lex mercatoria que es nuevo uso del tráfico mercantil que pertenece a todos y no es de nadie y que surge donde hay transacción, es decir, en el ciberespacio. Y así sucesivamente.
Y ahí es donde quería ir a parar, después de tanto rodeo. ¿Para cuando un estatuto jurídico-político similar, virtual, del ciudadano? ¿Para cuando nuestro paso de lo simbólico o imaginario, como es en realidad nuestro estatuto de ciudadanía político-jurídica, a lo puramente virtual o descentrado? ¿Para cuándo nuestra desvinculación efectiva, y con consecuencias jurídicas, de las ataduras grupales, territoriales y político-territoriales? A ver si me explico mejor.
Yo, como mero ciudadano, o un juez de este país podemos ahora mismo conocer cualquier norma legal de cualquier sistema jurídico del mundo. Eso lo procura internet. Y google traduce automáticamente cualquier texto del idioma que sea al idioma que se quiera. Si no lo traduce perfecto todavía, démosle tiempo, pronto se conseguirá. Entre las personas de cualquier origen o nacionalidad se establecen en el presente todo tipo de relaciones jurídicas sin que sea problema el ver qué derecho se aplica en cada caso y cada lugar a cada una de esas relaciones. Los sistemas jurídicos nacionales, supranacionales e internacional se traban en relaciones complejísimas. En realidad, el estatuto jurídico de los individuos está volviendo en cierta forma a ser un estatuto jurídico personal y la nacionalidad es uno sólo, y ni siquiera el principal, de los factores que determinan ese estatuto de cada cual.
Sólo falta dar el paso definitivo y liberador: que el estatuto jurídico-político pueda cada individuo elegirlo a la carta. ¿Por el hecho de que yo materialmente habite un especio geográfico llamado España debo estar irremisiblemente atado a un estatuto jurídico de español o a una ciudadanía española? Yo quiero ser finlandés o suizo, estoy cansado de repetirlo. ¿Por qué no he de poder sin irme a vivir allá no sé cuánto tiempo?
El problema es que si al Estado le quitamos su alma de nación, se queda como lo que es: un ente tan ficticio como aleatorio, fuerza sin espíritu, coacción sin fundamento, azar sin dirección. Igual que si al ser humano le restamos su alma presunta se queda como lo que es: un animal con demasiadas pretensiones para lo que en el fondo constituye su naturaleza.
Cuando al Estado lo desvestimos de metafísica, de la ideología como falsa conciencia que lleva a que el súbdito se crea el cuento de que el Estado es suyo porque su Estado y él están hechos el uno para el otro, lo que parecía su orgullo se queda en sus vergüenzas al aire: el territorio no es el del Estado por designio divino o por la naturaleza de las cosas, sino aquel que un día conquistó por las malas algún príncipe rijoso; su población no es la suya por una especie de predestinación amorosa o de encuentro de dos medias naranjas -la gente y los gobernantes- en un determinado lugar -el territorio-, sino que no es más que el conjunto de gente a la que se impone por la brava una determinada ley. Y el poder deja de ser el poder del Estado, que parece poder de nadie o poder de todos, y pasa a ser de los que lo ejercen: el poder es de los que mandan, no del Estado. Lo otro es un decir, nada más.
Entre artimañas filosóficas y fusiles nos tenían bien cogidos por salva sea la identidad, pero las últimas décadas han traído novedades que han puesto en dificultad al viejo Estado y a los sacerdotes de su cuerpo místico. No en vano los que tanto lamentan la llamada globalización y los que tanto lloran por las viejas culturas nacionales en peligro son esos reaccionarios que quieren más estados y más Estado, y no menos, esos nacionalistas que disfrutan mucho más dibujando fronteras que saltándolas, o reglamentando idiomas que entendiéndose con los que hablan otras lenguas o saben hablar de otras cosas que no sean los quesos de aquí o los sueldos de los nuestros. Los estatistas metafísicos o que cobran a tanto por trozo de Estado nuevo que levanten tratan de poner puertas al campo, pero resulta que ya medio mundo se entiende en inglés con medio mundo, que cualquiera puede comunicarse instantáneamente a través de la web con cualquier rincón del planeta, que las empresas y todo tipo de organizaciones y entidades jurídicas adquieren un estatuto jurídico no sólo transnacional o supranacional, sino prácticamente virtual y se rigen por normas que ya no son las de este o aquel territorio sino, por ejemplo, por una lex mercatoria que es nuevo uso del tráfico mercantil que pertenece a todos y no es de nadie y que surge donde hay transacción, es decir, en el ciberespacio. Y así sucesivamente.
Y ahí es donde quería ir a parar, después de tanto rodeo. ¿Para cuando un estatuto jurídico-político similar, virtual, del ciudadano? ¿Para cuando nuestro paso de lo simbólico o imaginario, como es en realidad nuestro estatuto de ciudadanía político-jurídica, a lo puramente virtual o descentrado? ¿Para cuándo nuestra desvinculación efectiva, y con consecuencias jurídicas, de las ataduras grupales, territoriales y político-territoriales? A ver si me explico mejor.
Yo, como mero ciudadano, o un juez de este país podemos ahora mismo conocer cualquier norma legal de cualquier sistema jurídico del mundo. Eso lo procura internet. Y google traduce automáticamente cualquier texto del idioma que sea al idioma que se quiera. Si no lo traduce perfecto todavía, démosle tiempo, pronto se conseguirá. Entre las personas de cualquier origen o nacionalidad se establecen en el presente todo tipo de relaciones jurídicas sin que sea problema el ver qué derecho se aplica en cada caso y cada lugar a cada una de esas relaciones. Los sistemas jurídicos nacionales, supranacionales e internacional se traban en relaciones complejísimas. En realidad, el estatuto jurídico de los individuos está volviendo en cierta forma a ser un estatuto jurídico personal y la nacionalidad es uno sólo, y ni siquiera el principal, de los factores que determinan ese estatuto de cada cual.
Sólo falta dar el paso definitivo y liberador: que el estatuto jurídico-político pueda cada individuo elegirlo a la carta. ¿Por el hecho de que yo materialmente habite un especio geográfico llamado España debo estar irremisiblemente atado a un estatuto jurídico de español o a una ciudadanía española? Yo quiero ser finlandés o suizo, estoy cansado de repetirlo. ¿Por qué no he de poder sin irme a vivir allá no sé cuánto tiempo?
O fijémonos en esto: si el estatuto jurídico de género pudiera escogerse, se acabarían las discriminaciones de género. La discriminación en favor de un género se agotará cuando se pueda elegir el otro a efectos de Derecho ¿Por qué tengo yo que tener un estatuto jurídico de varón? ¿Por qué ha de determinar la biología el Derecho? No quiero ser jurídicamente ni español por haber nacido en Asturias y vivir en León ni varón por tener pito. Hala. No es que piense dejar de usar ese atributo ni de hablar castellano, es que no sé qué tiene que ver eso con lo jurídico.
En serio y como asunto para meditar con calma: ¿qué pasaría si un Estado ofreciera su ciudadanía plena simplemente a los que quisieran adoptarla? Con la condición de que el que la adopte paga sus impuestos a ese Estado, por ejemplo, o tiene derecho a cobrar, esté donde esté, el salario mínimo establecido en ese Estado; o a percibir la asistencia social o sanitaria que sea preceptiva en ese Estado. Etcétera. Esto obligaría a los estados a competir entre sí mejorándose las ofertas. Porque, pensemos, ¿quién diablos iba a ser cubano en esas condiciones, aparte de Willy Toledo? Y yo, desde luego, de aquí me piraría virtualmente con viento fresco. Hale, vosotros seguid votando a Zapatero y a Rajoy, que yo me inscribo en Islandia y que os den, aunque me pase el año tomando el solecito en Málaga.
Bueno, no me ha quedado tan serio como pretendía, pero un día volveré con más rigor sobre la idea de fondo, que viene a ser ésta: si ponemos a los estados a competir para ganarse nuestro amor y conservarnos como ciudadanos, se acabaron más de cuatro explotaciones y se fueron al carajo más de cien estados que ya están sobrando. Pues sea.
En serio y como asunto para meditar con calma: ¿qué pasaría si un Estado ofreciera su ciudadanía plena simplemente a los que quisieran adoptarla? Con la condición de que el que la adopte paga sus impuestos a ese Estado, por ejemplo, o tiene derecho a cobrar, esté donde esté, el salario mínimo establecido en ese Estado; o a percibir la asistencia social o sanitaria que sea preceptiva en ese Estado. Etcétera. Esto obligaría a los estados a competir entre sí mejorándose las ofertas. Porque, pensemos, ¿quién diablos iba a ser cubano en esas condiciones, aparte de Willy Toledo? Y yo, desde luego, de aquí me piraría virtualmente con viento fresco. Hale, vosotros seguid votando a Zapatero y a Rajoy, que yo me inscribo en Islandia y que os den, aunque me pase el año tomando el solecito en Málaga.
Bueno, no me ha quedado tan serio como pretendía, pero un día volveré con más rigor sobre la idea de fondo, que viene a ser ésta: si ponemos a los estados a competir para ganarse nuestro amor y conservarnos como ciudadanos, se acabaron más de cuatro explotaciones y se fueron al carajo más de cien estados que ya están sobrando. Pues sea.
Sí profesor, pero al penúltimo párrafo se le puede objetar aquello que dicen. No pienses lo que ZP puede hacer por tí, sino lo que tú puedas hacer por ZP.
ResponderEliminarHostitú offtopic. Anda que si íbamos a tener razón todos...
ResponderEliminarhttp://www.erepublik.com/es
ResponderEliminarQuizás todavía no puedas casarte aquí y tener hijos, quizás tampoco comas de verdad... tiene sus limitaciones todavía, pero básicamente es una posibilidad de elegir la ciudadanía, trabajar y luchar por la libertad!!! jeje es un juego de guerra igual, pero tiene bastante de lo que pedís de virtual.
Practicando un reduccionismo "ad infinitum", profesor, no sobran cien estados sino todos menos uno, que no necesariamente debería tener ese nombre ni esa constitución, incluso. Y salvo a uno porque, en caso contrario, ¿cómo habríamos de conducirnos, visto el fracaso de la aplicación política del marxismo?
ResponderEliminarUn abrazo.