Escribo en el tren, en la última parte del viaje entre León y Orense. El paisaje es extraordinario, y más con este día de lluvia y nubes posadas sobre los montes. Pese a eso, no me he relajado, pues he venido leyendo sentencias y pensando en lo que debo contar en mi conferencia de mañana. Debo de estar enfermo.
Lo de leer sentencias es un vicio turbio, quizá manifestación de desarreglos interiores que debería mirarme, pero me divierte y ratifica cada día mi convicción de que el Derecho se aprende ahí, y ahí se debe reflexionar sobre sus pormenores. Y lo de pensar es porque me toca hablar en un congreso de jueces titulado “Un modelo de Justicia para el siglo XXI”, en una mesa sobre “El actual colapso judicial: causas y soluciones”. Soy el elemento ajeno, algo así como el elemento de extranjería en tal evento y quién sabe qué deberé contarles. Mejor dicho, al fin se me acaba de ocurrir algo y lo voy a compartir con ustedes así, recién salido de esta mente ferroviaria. Seré breve para acabar antes de llegar a la estación.
Arranquemos de una hipótesis rebuscada y extraña. Imaginemos una sociedad en cuyo sistema jurídico existiera una sola norma cuyo tenor fuera éste: “Prohibido, bajo sanción S, hacer X”. Y, ya puestos, supongamos también que fuera bastante claro a qué se refiere X y en qué consiste S. Y ahora preguntémonos: ¿cuántos pleitos habría en dicha sociedad? La respuesta es obvia: poquísimos. ¿Por qué?
También parecen claras las razones de la escasa carga judicial. Primero, porque el número de pleitos depende, en parte, del grado de juridificación de la sociedad. Con esta expresión me refiero a cuántos aspectos de la interrelación en sociedad estén regulados por normas jurídica y cuántos se fíen a otro tipo de normas: religiosas, morales, meros usos sociales... En esos campos regidos por normas no jurídicas, los incumplimientos se sancionan y los conflictos se resuelven mediante otros procedimientos, no jurídicos o judiciales propiamente dichos.
La segunda razón se puede expresar en la siguiente hipótesis: a mayor claridad de las normas, más previsibilidad de la resolución de los litigios que las aplican y, consiguientemente, menos pleitos. Si yo sé lo que van a decir los jueces para mi caso, no me embarcaré en procesos judiciales por probar suerte o a ver qué pasa. El ciudadano sólo juega a la lotería judicial cuando hay “sorteo”, incertidumbre, no cuando hay certeza del resultado.
Comencemos por el tema de la juridificación de las relaciones sociales como causa del aumento de la litigiosidad. Apenas hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno. Si es un mero uso social la norma que prescribe que cuando alguien va a sacar su entrada del cine y hay gente esperando antes y colocada en una fila, debe ponerse a la cola y aguardar su turno, el incumplidor sufrirá la represión espontánea y no institucionalizada del resto de los presentes. En cambio, si en el sistema jurídico hay una norma que dispone que el intento de colarse es delito y acarrea pena, o que se ha de indemnizar a los perjudicados, además de que pueda existir ese reproche social difuso, se dará lugar a pleitos también.
Como es de sobra sabido, uno de los caracteres de la época moderna es que muchos de los asuntos cuya regulación pertenecía a las tradiciones y a la religión (con su correspondiente moral religiosa y, a la vez, tradicional y tradicionalista) pasan a ser objeto de deliberación social libre, con su consiguiente reflejo en normas “puestas” por el Estado. Ejemplo: si hace tres o cuatro siglos podía parecer impensable, por pecaminoso y aborrecible, que dos hombres o dos mujeres pudieran convivir a la manera de matrimonio y con todos los derechos de la unión matrimonial, hoy se ve con creciente naturalidad. Pero para ello el matrimonio -o las relaciones sexuales en general- ha tenido que convertirse en objeto de regulación intencionada, previa deliberación y confrontación libre y abierta entre diferentes y contrapuestas concepciones del bien y de la vida buena. Perdida la cohesión moral de base autoritaria, hay que restablecer la cohesión sobre base jurídica, “autoritaria” de otra manera.
Efecto de tal extensión de lo jurídico, en cuanto regulación artificial, en perjuicio de la aparentemente “natural” regulación que proviene de los usos sociales de siempre o de las morales tenidas por verdaderas porque no podían ponerse en solfa -ahí sí aparecía el Derecho para castigar a réprobos y heterodoxos-, va a ser la colonización por el Derecho de nuevos territorios sociales y, con ello, la utilización cada vez máyor de los procedimientos jurídicos de resolución de conflictos, especialmente los procedimientos judiciales.
Basta pensar en el modo en que en los últimos tiempos se han juridificado y judicializado asuntos tales como los atinentes a la vida familiar: relaciones de pareja, relaciones paterno-filiales, etc., etc.
De modo acelerado, y hasta nuestros mismísimos días, el Derecho se está convirtiendo también en núcleo básico de la cohesión social. Éste es un fenómeno paralelo al anterior, pero no se corresponde exactamente con él. No me refiero ahora a que cada vez sean más los temas sujetos a regulación jurídica, sino a que los acuerdos sociales básicos, el cemento social, ya no dependen de unos acuerdos morales previos, de una moral positiva compartida convencionalmente, sea por el peso de la tradición, de la religión, de la incomunicación del grupo, etc., sino que esa especie de pegamento que aglutina a la sociedad y es fuente de las lealtades grupales y normativas básicas, se adelgaza y se hace menos consistente. Y ahí es donde entra el Derecho a ocupar también ese espacio. El Derecho, por expresarlo de una manera un tanto abrupta y que necesitaría ulteriores matices, ya no es el guardián de las convenciones sociales primeras o el elemento que hace aplicaciones o desarrollos de esas convenciones básicas a grupos de casos concretos, sino que fija por sí dichas convenciones nucleares Es decir, deja de ser el Derecho un reflejo y una consecuencia de la configuración social previa y pasa a haber sociedad porque hay Derecho, se torna el Derecho en elemento fundante de lo social. El Derecho ya no refuerza otras normas constitutivas de los nexos grupales, sino que constituye por sí mismo esos nexos, sustituyendo lo que anteriormente hacían otros elementos del imaginario colectivo.
El ejemplo de turno: no pagamos impuestos porque nos sintamos impelidos a ellos por una solidaridad grupal, sino que pagamos porque la norma jurídica dice que hay que hacerlo y amenaza con sanciones graves y creíbles al que no cumpla esa obligación que ya es meramente jurídica.
La creciente juridificación de las relaciones sociales, en el doble sentido expuesto, de aumento de campos en los que el Derecho se inmiscuye y de mayor presencia del Derecho como fuente constitutiva de los acuerdos sociales fundamentales, lleva a los ciudadanos a pensar que cualquier práctica social que los beneficie o pueda favorecerlos tiene un respaldo jurídico y los habilita para una reclamación judicial con posible éxito. En otros términos, cada expectativa individual de base social y hasta cada ilusión de comportamiento ajeno que nos venga bien la traducimos, en ese marco de juridificación, al lenguaje de los derechos. Si mis amigos no cumplen con la pauta anual de hacerme un regalo por mi cumpleaños, puedo demandarlos para que hagan efectiva esa aspiración mía o me compensen por mi desilusión.
¿Que suena excesivo el ejemplo? Pues todo se andará, pero lo voy a sustituir por otros dos bien reales. El primero: hace unos años, un ciudadano de mi tierra, Gijón -creo; ¿o era Oviedo?-, le plantó un pleito al dueño de un bar porque éste no le puso una tapa o pincho gratuito junto con el vino de la hora del aperitivo. Agradeceré a algún amable lector la indicación de los datos concretos de la sentencia de tal caso, que recuerdo vagamente y por las noticias de los periódicos.
Para compensar esas brumas del caso anterior, expongo ahora el de la sentencia que he leído hace un rato. Se trata de la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 20 de noviembre de 2009 (Sentencia nº 8524/2009). Un notario regalaba cada año un décimo de lotería de navidad a sus empleados. Era un puro regalo y siempre lo entregaba a los trabajadores que estaban en su puesto el día en cuestión, de modo que algún año se había perdido el detalle, por ejemplo, un empleado que se encontraba de vacaciones. Y hete aquí que en el sorteo de la lotería de navidad del año 2005 a cada uno de esos décimos le correspondieron cincuenta mil euros. Una trabajadora que estaba de baja o de permiso por maternidad durante ese mes de diciembre, y que no recibió el regalo, reclamó dicha cantidad al notario que era su jefe, alegando dos razones: que estaba obligado a darle el mismo presente a todos sus trabajadores y que ella había sido discriminada de modo incompatible con el artículo 14 CE.
La Sentencia le quita la razón a la demandante. En cuanto a la primera alegación, porque el regalo suponía una mera liberalidad del empleador, no una condición más beneficiosa que tuviera base en una especie de novación contractual. En cuanto a la segunda alegación, porque quedó probado que en una ocasión anterior no había recibido su billete de lotería un trabajador que estaba de vacaciones durante esos días, por lo cual se entiende que nada personal había contra ella en el hecho de que no se le hiciera llegar el obsequio.
A uno se le queda dando vueltas una duda que tiene mucho que ver con lo que estamos hablando de la juridificación galopante de las relaciones sociales: si no hubiera existido tal precedente, ¿habría podido concluirse que sí padecía ilegítima discriminación esa señora, y más por ser señora y porque su baja era por maternidad? Si cabe, aunque sea remotamente, pensar que sí, tenemos una buena base para respaldar nuestra tesis de la juridificación y la judicilialización aceleradas: ni a la hora de hacer un regalo puede uno dárselo a quien le dé la gana, pues ni en ese asunto tan personal y supuestamente libre nos “libramos” del asedio del Derecho y los derechos. Por la misma razón que hoy se hace necesario que armarse de precauciones y buscar coartadas o preparar pruebas antes de, por ejemplo, darse a ciertas efusiones físicas y emocionales con adultos o niños. Por si las moscas, por si el Derecho se nos mete y el beso se convierte en abuso, el requiebro en acoso o el reproche en agresión. Lo cual no quiere decir que deba el sistema jurídico dejar de reprimir los abusos, los acosos y las agresiones, pero ustedes ya me entienden. Hablamos de quién y cómo define lo que sea cada una de esas cosas y de qué papel les ha de tocar ahí a las normas jurídicas.
Se me acabó el tiempo y toca recoger los bártulos. Llega el tren a la estación y ya va parando. Continuaré. Y les contaré cómo me va mañana con todas estas ideas peregrinas de iusfilósofo peripatético en tierras dizque de celtas.
Lo de leer sentencias es un vicio turbio, quizá manifestación de desarreglos interiores que debería mirarme, pero me divierte y ratifica cada día mi convicción de que el Derecho se aprende ahí, y ahí se debe reflexionar sobre sus pormenores. Y lo de pensar es porque me toca hablar en un congreso de jueces titulado “Un modelo de Justicia para el siglo XXI”, en una mesa sobre “El actual colapso judicial: causas y soluciones”. Soy el elemento ajeno, algo así como el elemento de extranjería en tal evento y quién sabe qué deberé contarles. Mejor dicho, al fin se me acaba de ocurrir algo y lo voy a compartir con ustedes así, recién salido de esta mente ferroviaria. Seré breve para acabar antes de llegar a la estación.
Arranquemos de una hipótesis rebuscada y extraña. Imaginemos una sociedad en cuyo sistema jurídico existiera una sola norma cuyo tenor fuera éste: “Prohibido, bajo sanción S, hacer X”. Y, ya puestos, supongamos también que fuera bastante claro a qué se refiere X y en qué consiste S. Y ahora preguntémonos: ¿cuántos pleitos habría en dicha sociedad? La respuesta es obvia: poquísimos. ¿Por qué?
También parecen claras las razones de la escasa carga judicial. Primero, porque el número de pleitos depende, en parte, del grado de juridificación de la sociedad. Con esta expresión me refiero a cuántos aspectos de la interrelación en sociedad estén regulados por normas jurídica y cuántos se fíen a otro tipo de normas: religiosas, morales, meros usos sociales... En esos campos regidos por normas no jurídicas, los incumplimientos se sancionan y los conflictos se resuelven mediante otros procedimientos, no jurídicos o judiciales propiamente dichos.
La segunda razón se puede expresar en la siguiente hipótesis: a mayor claridad de las normas, más previsibilidad de la resolución de los litigios que las aplican y, consiguientemente, menos pleitos. Si yo sé lo que van a decir los jueces para mi caso, no me embarcaré en procesos judiciales por probar suerte o a ver qué pasa. El ciudadano sólo juega a la lotería judicial cuando hay “sorteo”, incertidumbre, no cuando hay certeza del resultado.
Comencemos por el tema de la juridificación de las relaciones sociales como causa del aumento de la litigiosidad. Apenas hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno. Si es un mero uso social la norma que prescribe que cuando alguien va a sacar su entrada del cine y hay gente esperando antes y colocada en una fila, debe ponerse a la cola y aguardar su turno, el incumplidor sufrirá la represión espontánea y no institucionalizada del resto de los presentes. En cambio, si en el sistema jurídico hay una norma que dispone que el intento de colarse es delito y acarrea pena, o que se ha de indemnizar a los perjudicados, además de que pueda existir ese reproche social difuso, se dará lugar a pleitos también.
Como es de sobra sabido, uno de los caracteres de la época moderna es que muchos de los asuntos cuya regulación pertenecía a las tradiciones y a la religión (con su correspondiente moral religiosa y, a la vez, tradicional y tradicionalista) pasan a ser objeto de deliberación social libre, con su consiguiente reflejo en normas “puestas” por el Estado. Ejemplo: si hace tres o cuatro siglos podía parecer impensable, por pecaminoso y aborrecible, que dos hombres o dos mujeres pudieran convivir a la manera de matrimonio y con todos los derechos de la unión matrimonial, hoy se ve con creciente naturalidad. Pero para ello el matrimonio -o las relaciones sexuales en general- ha tenido que convertirse en objeto de regulación intencionada, previa deliberación y confrontación libre y abierta entre diferentes y contrapuestas concepciones del bien y de la vida buena. Perdida la cohesión moral de base autoritaria, hay que restablecer la cohesión sobre base jurídica, “autoritaria” de otra manera.
Efecto de tal extensión de lo jurídico, en cuanto regulación artificial, en perjuicio de la aparentemente “natural” regulación que proviene de los usos sociales de siempre o de las morales tenidas por verdaderas porque no podían ponerse en solfa -ahí sí aparecía el Derecho para castigar a réprobos y heterodoxos-, va a ser la colonización por el Derecho de nuevos territorios sociales y, con ello, la utilización cada vez máyor de los procedimientos jurídicos de resolución de conflictos, especialmente los procedimientos judiciales.
Basta pensar en el modo en que en los últimos tiempos se han juridificado y judicializado asuntos tales como los atinentes a la vida familiar: relaciones de pareja, relaciones paterno-filiales, etc., etc.
De modo acelerado, y hasta nuestros mismísimos días, el Derecho se está convirtiendo también en núcleo básico de la cohesión social. Éste es un fenómeno paralelo al anterior, pero no se corresponde exactamente con él. No me refiero ahora a que cada vez sean más los temas sujetos a regulación jurídica, sino a que los acuerdos sociales básicos, el cemento social, ya no dependen de unos acuerdos morales previos, de una moral positiva compartida convencionalmente, sea por el peso de la tradición, de la religión, de la incomunicación del grupo, etc., sino que esa especie de pegamento que aglutina a la sociedad y es fuente de las lealtades grupales y normativas básicas, se adelgaza y se hace menos consistente. Y ahí es donde entra el Derecho a ocupar también ese espacio. El Derecho, por expresarlo de una manera un tanto abrupta y que necesitaría ulteriores matices, ya no es el guardián de las convenciones sociales primeras o el elemento que hace aplicaciones o desarrollos de esas convenciones básicas a grupos de casos concretos, sino que fija por sí dichas convenciones nucleares Es decir, deja de ser el Derecho un reflejo y una consecuencia de la configuración social previa y pasa a haber sociedad porque hay Derecho, se torna el Derecho en elemento fundante de lo social. El Derecho ya no refuerza otras normas constitutivas de los nexos grupales, sino que constituye por sí mismo esos nexos, sustituyendo lo que anteriormente hacían otros elementos del imaginario colectivo.
El ejemplo de turno: no pagamos impuestos porque nos sintamos impelidos a ellos por una solidaridad grupal, sino que pagamos porque la norma jurídica dice que hay que hacerlo y amenaza con sanciones graves y creíbles al que no cumpla esa obligación que ya es meramente jurídica.
La creciente juridificación de las relaciones sociales, en el doble sentido expuesto, de aumento de campos en los que el Derecho se inmiscuye y de mayor presencia del Derecho como fuente constitutiva de los acuerdos sociales fundamentales, lleva a los ciudadanos a pensar que cualquier práctica social que los beneficie o pueda favorecerlos tiene un respaldo jurídico y los habilita para una reclamación judicial con posible éxito. En otros términos, cada expectativa individual de base social y hasta cada ilusión de comportamiento ajeno que nos venga bien la traducimos, en ese marco de juridificación, al lenguaje de los derechos. Si mis amigos no cumplen con la pauta anual de hacerme un regalo por mi cumpleaños, puedo demandarlos para que hagan efectiva esa aspiración mía o me compensen por mi desilusión.
¿Que suena excesivo el ejemplo? Pues todo se andará, pero lo voy a sustituir por otros dos bien reales. El primero: hace unos años, un ciudadano de mi tierra, Gijón -creo; ¿o era Oviedo?-, le plantó un pleito al dueño de un bar porque éste no le puso una tapa o pincho gratuito junto con el vino de la hora del aperitivo. Agradeceré a algún amable lector la indicación de los datos concretos de la sentencia de tal caso, que recuerdo vagamente y por las noticias de los periódicos.
Para compensar esas brumas del caso anterior, expongo ahora el de la sentencia que he leído hace un rato. Se trata de la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 20 de noviembre de 2009 (Sentencia nº 8524/2009). Un notario regalaba cada año un décimo de lotería de navidad a sus empleados. Era un puro regalo y siempre lo entregaba a los trabajadores que estaban en su puesto el día en cuestión, de modo que algún año se había perdido el detalle, por ejemplo, un empleado que se encontraba de vacaciones. Y hete aquí que en el sorteo de la lotería de navidad del año 2005 a cada uno de esos décimos le correspondieron cincuenta mil euros. Una trabajadora que estaba de baja o de permiso por maternidad durante ese mes de diciembre, y que no recibió el regalo, reclamó dicha cantidad al notario que era su jefe, alegando dos razones: que estaba obligado a darle el mismo presente a todos sus trabajadores y que ella había sido discriminada de modo incompatible con el artículo 14 CE.
La Sentencia le quita la razón a la demandante. En cuanto a la primera alegación, porque el regalo suponía una mera liberalidad del empleador, no una condición más beneficiosa que tuviera base en una especie de novación contractual. En cuanto a la segunda alegación, porque quedó probado que en una ocasión anterior no había recibido su billete de lotería un trabajador que estaba de vacaciones durante esos días, por lo cual se entiende que nada personal había contra ella en el hecho de que no se le hiciera llegar el obsequio.
A uno se le queda dando vueltas una duda que tiene mucho que ver con lo que estamos hablando de la juridificación galopante de las relaciones sociales: si no hubiera existido tal precedente, ¿habría podido concluirse que sí padecía ilegítima discriminación esa señora, y más por ser señora y porque su baja era por maternidad? Si cabe, aunque sea remotamente, pensar que sí, tenemos una buena base para respaldar nuestra tesis de la juridificación y la judicilialización aceleradas: ni a la hora de hacer un regalo puede uno dárselo a quien le dé la gana, pues ni en ese asunto tan personal y supuestamente libre nos “libramos” del asedio del Derecho y los derechos. Por la misma razón que hoy se hace necesario que armarse de precauciones y buscar coartadas o preparar pruebas antes de, por ejemplo, darse a ciertas efusiones físicas y emocionales con adultos o niños. Por si las moscas, por si el Derecho se nos mete y el beso se convierte en abuso, el requiebro en acoso o el reproche en agresión. Lo cual no quiere decir que deba el sistema jurídico dejar de reprimir los abusos, los acosos y las agresiones, pero ustedes ya me entienden. Hablamos de quién y cómo define lo que sea cada una de esas cosas y de qué papel les ha de tocar ahí a las normas jurídicas.
Se me acabó el tiempo y toca recoger los bártulos. Llega el tren a la estación y ya va parando. Continuaré. Y les contaré cómo me va mañana con todas estas ideas peregrinas de iusfilósofo peripatético en tierras dizque de celtas.
Acabo de leer la composición de la mesa redonda en la que vas a participar: lo más granado de la APM. Si los efluvios de cantidades industriales de gomina y maquillaje no te impiden hablar, va a ser todo un espectáculo ver sus caras, aunque lo más seguro es que no entiendan nada y sonrían mucho. En cualquier caso, te pido que lo cuentes con pelos y señales, por favor.
ResponderEliminar[Aunque en esta bitácora esté mal visto hablar de pedagogía ...]
ResponderEliminarPensando, pensando, se me pasa por la magín que a lo mejor hay que invertir las tornas ...
Enseñar en la primaria Derecho, Filosofía y Termodinámica (¿o quizás Astronomía?, no sé, no sé). Y en la Universidad, a titubear con la aritmética, a pintar con colorinches, a tañir la flauta dulce, a esmerarse en la caligrafía de redondilla y todas esas ricuras.
Buena ponencia, y mejor salud,
Fue en Gijón, en la sidrería El Globo, pero no fue que no le pusiesen pincho, es que se había comido ya unos cuantos y no le quisieron dar más.
ResponderEliminarA mí también me gustaría que el profesor lo contase con detalle. Me consta que alguno de los intervinientes son grandes expertos, no sólo teóricos sino también prácticos, en materia de colapso judicial.
ResponderEliminarMagnifica reflexión. Pero es que necesitamos que se regulen las cosas, porque confiar en la bondad y buen hacer del prójimo es demasiado iluso. La sociedad ha de legislarse y ha de legislarse adaptandose a las nuevas formas de constituirnos y de entendernos.
ResponderEliminarComo participante en las jornadas tengo, en primer lugar, que reconocer la brillantez de la exposicion de desarrollo de las ideas de la entrada. En segundo lugar permíteme una puntualizacion. Parte la tesis de considerar algo que en la vida real no concurre en la mayoría de los supuestos que se entregan a los tribunales para su resolucion y es la conformidad sobre los hechos. En muchísimas ocasiones el problema que se plantea no depende tanto de la norma jurídica a aplicar sino de los hechos a enjuiciar. Por muy clara que sea la norma hemos de tener muy claro el componente fáctico para evitar la juridificacion.
ResponderEliminarUn saludo y enhorabuena por tus exposiciones.