Estos días en el quinto pino han dado para meditar un poco sobre las sociedades, los pueblos y sus equívocas circunstancias. Y, si se quiere, también sobre las gracias de la vida actual. Estoy en el aeropuerto de la isla esperando que llegue la hora de embarcar y volar las cinco horas que separan de Santiago de Chile. Será cosa de las rutas aéreas, pero el viaje de vuelta dura una hora menos que el de ida. Mientras conectaba el ordenador ha venido a sentarse a mi lado el joven cuya foto, de espaldas y con el pañuelo palestino, saqué aquí hace tres días. Sonrío pensando que el mundo es un pañuelo normal y corriente y que el buen hombre no sospecha que este que tiene al lado lo está lanzando al ciberespacio como si tal cosa. Habla euskera con su compañero de viaje, el cual lleva una camiseta que pone “Egunkaria libre”. Están en su derecho en todo, repito. Y seguramente se habrán identificado con bastantes cosas aquí, por lo que voy a contar. Sufren tanto los pueblos sometidos...
Ayer fuimos al mercado artesanal en Hanga Roa, la mínima ciudad única que existe aquí y que propiamente no es ciudad, sino un camino asfaltado con unas pocas tiendas y algunos restaurantes en sus márgenes. Andábamos buscando unas camisetas y esas cosas que se mercan para regalos y recuerdos y, al pararnos en uno de los puestos, la señora que allí vendía nos preguntó si éramos españoles y, al saber que sí, nos felicitó efusivamente por la victoria en el Mundial de fútbol, explayándose sobre que España lo merecía y que su marido había saltado de contento al acabar el partido de la final. Qué cosas. Me sentí obligado a mostrarme simpático y le respondí que sentíamos mucho que nuestra (?) selección hubiera tenido que dejar a la de Chile en el camino. Se puso seria y replicó: “Pues no lo sientan, a mí la selección de Chile me da igual, y por el momento la selección de Rapa Nui no juega esas competiciones”. Como se sabe, Rapa Nui es como llaman los nativos la isla.
¿Deberían estas tierras ser un Estado independiente? No lo sé. Además, no me importa. Pero resulta curioso meditar un rato al hilo de este caso. Disculpen que comience con unas brevísimas pinceladas de esa historia local que se narra a los visitantes en cada excursión aquí. Hasta el siglo IX de nuestra era esta tierra estaba perfectamente deshabitada, ningún humano había puesto el pie en ella, que se sepa. Téngase en cuenta que se halla a miles de kilómetros de cualquier otro lugar que los hombres hayan ocupado, es la isla más aislada del mundo. Parece que los científicos de diversas disciplinas, y en particular los lingüistas, ya han demostrado de sobra que los primeros colonizadores venían de alguna isla de la Polinesia, tal vez las Islas Marquesas, a unos tres mil kilómetros. Eran grandes navegantes y salieron unos pocos, se cree, a buscar tierras nuevas. Fueros sus descendientes en esta parte los que desarrollaron esa peculiar cultura que levantaba los moais, las grandes estatuas de piedra en homenaje a los poderosos que iban muriendo. Las esculpían en roca volcánica valiéndose de otras piedras más duras, como la obsidiana. No tenían metales. En realidad, vivieron en la edad de piedra hasta hace tal vez un par de siglos. Ellos no lo contarían así, pero es lo que hay.
En seis o siete siglos acabaron con el ecosistema. La madre tierra y todo eso, ya saben; pues a tomar por el saco la madre tierra. Por obra de la superpoblación y del empeño en construir moais cada vez más tremendos, que trasladaban sobre troncos y troncos desde las canteras hasta la orilla del mar, donde los ponían sobre grandes plataformas y mirando hacia adentro de la isla. La superpoblación y la sobreexplotación de los recursos naturales provocaron hambrunas y guerras. El grupo dominante fue eliminado y el pueblo desesperado tumbó los moais. Había terminado una tradición y tenía que nacer otra. En adelante, quién gobernaba de año en año se decidía mediante la prueba del hombre pájaro. El candidato o, generalmente, su representante, tenían que bajar por el acantilado al que daba un poblado ceremonial y debían nadar hasta un islote, a unos dos kilómetros, donde anidaba un ave marina migratoria. Aquí abajo pongo una foto del islote de marras. El que recogía el primer huevo y volvía con él gobernaba, o gobernaba su representado. En las aguas había tiburones que se comían a algunos de los que nadaban con las heridas que se habían hecho en el acantilado. Los contendientes también podían matarse entre ellos. Había que volver el primero con el huevo del ave, nada más que eso. Racional como la vida misma.
Con permiso de los románticos, esos y así son los añorados pueblos originarios. Ni comunión con el ecosistema ni exquisita solidaridad dentro del grupo ni gaitas. Violencia, irracionalidad, dominación brutal, supersticiones. Mucho de tal queda aún hoy aquí y allá, cierto, pero eso no santifica ningún pasado de nadie, sólo nos hace brutos herederos de la brutalidad ancestral. Puercos animales, eso somos sí y, sobre todo, éramos.
Como animales eran los que fueron al fin llegando, o la mayoría. Primero, el día de Pascua de 1722, un capitán holandés arribó con su barco y le puso a la isla el nombre que conserva, alusivo a la fecha. Anotó lo interesante y se fue con viento fresco. Unos setenta años después fue un marino español el que declaró española la isla y la llamó Isla de San Carlos, en homenaje al monarca español. Pero esto está lejísimos y no volvieron por allí los nuestros. Así que a fines del XIX son los chilenos los que hacen un pacto más o menos taimado con el cacique local y se convierten en soberanos de ese territorio. Antes, habían pasado los mercaderes de esclavos llevándose unos miles de hombres para trabajar en algunas islas de Perú. Con toda esa gente entraron también las enfermedades desconocidas, que diezmaron la población. En algún momento llegará a haber sólo ciento once nativos donde en tiempos hubo unos cuantos miles. Para colmo, los chilenos conceden permiso para que se instale un empresario ovejero y los dulces animalitos eliminan cuanta planta quedaba, hasta el último vestigio de vegetación. Durante ese tiempo, la reducida población es mantenida dentro de alambradas y sin permiso para pescar. Anticipo de los campos de concentración. Miseria y muerte. En 1964, sí, 1964, estalla el escándalo en el Parlamento de Chile por las condiciones de vida de estos isleños. Sólo entonces comienzan a tener una vida que se pueda llamar civilizada.
Muchos de estos pocos, al parecer, quieren la independencia. No se me alcanza qué destino puede tener este lugar con Estado propio. Sólo se me ocurre que podría convertirse en nuevo paraíso fiscal y pirata, tipo Islas Caimán y similares, aunque no sé si en estos tiempos ya sería posible. La pesca no es muy abundante ni se les ve con una flota presentable o gran destreza, las tierras son pésimas, pues hace cuatro días, como quien dice, que la deforestación y las ovejas dejaron esto convertido en un desierto de rocas y barro. Viven aquí unas cuatro mil personas, de las que sólo la mitad, aproximadamente, se considera descendiente de aquellos que estaban antaño. Hablan su lengua propia, que les permite entenderse sin problemas, al parecer, con los de Tahití. ¿Qué significaría que fueran un Estado independiente? No sé. En realidad, tampoco me importa, pues la cuestión de interés es la de con qué títulos pueden reclamar esa condición. Ante mi escepticismo, más de cuatro se mesarán sus ralos cabellos y replicarán que menos títulos tendrá Chile para mantenerlos bajo su dominio. También es verdad, una cosa no quita la otra. Y no la quita porque el fondo de todo Estado es tan absurdo como el de cualquier otro.
Si esta buena gente no hubiera recibido todavía la visita de nadie de fuera, seguiría en taparrabos y eligiendo a sus jefes en la ceremonia del hombre pájaro. No habría metales ni conocerían más animal terrestre que las gallinas. La noción de autodeterminación de los pueblos les llegó de la mano de los otros, de los mismos que trajeron las ovejas, las enfermedades y el dinero en billetes. Pero la autodeterminación se reclama en nombre de aquella otra cultura primigenia. El concepto vino en los mismos barcos que la viruela o las ratas, y ahora arriba también en las maletas de muchos turistas. He visto a algún señor y alguna señora emocionadísimos por la magia de las narraciones y la “autenticidad” de los isleños que nos sacaban los dólares y nos manoseaban en las danzas. Luego se quitaban las pinturas de la cara y se iban a ver la tele esos guerreros primitivos e incontaminados. No digo que está mal ni bien que se quieran autodeterminados, y por mí como si ellos o mis asturianos reclaman una parcela en el paraíso terrenal o una porción de maná con frambuesas. Yo no soy creyente. Sin metafísicas y mitos no hay sociedad que se mantenga. Antes era el hombre pájaro, v.gr., y hoy es la soberanía. De lo uno y lo otro sabemos bastante en Europa, y en España más.
Por las noches preparan en tres o cuatro locales espectáculos para turistas. Dicen que se trata de eventos culturales y cobran bien. La cultura hay que pagarla. En algunos se puede cenar y luego se contemplan las danzas originarias. ¿Originarias? Son más bien Los 40 Principales de Tahití. Yo preferiría un recital con viejas canciones de Violeta Parra, pero la cultura autóctona es la cultura autóctona. Aquí no había escritura apenas y unas pocas inscripciones no han podido interpretarse, nadie sabe ya leerlas. Se transmitieron oralmente algunas historias y unos cuantos mitos. Se conservan más que nada porque las fueron anotando a lo largo del siglo XX los investigadores que venían de fuera. Al ver a los danzantes en tales espectáculos, sobrecoge la expresión fiera que ponen en sus caras; tanto como sobrecoge saber que esta buena gente no ganó jamás una batalla ni venció a ningún invasor. La reciedumbre de sus ritos parece más bien compensación para tanto sufrir y tan forzada y larga sumisión a ganaderos, esclavistas, burócratas...
De lo que estoy seguro es de que el deseo de desprenderse de Chile nace del turismo, pues de tanto contar como gestas y leyendas lo que no fue más que salvajismo de los antiguos de dentro y dependencia de los modernos de fuera, los de aquí acaban creyéndose ese pueblo indómito cargado de tradiciones e inflado de derechos internacionales. En los mercadillos de artesanía local la artesanía no es local. No hay casi nada local aquí. Collares de conchas, sí, pero aquí no existen moluscos. Camisetas, pero no hay industria textil, ni de ninguna otra, y seguramente la tela y la confección son tan chinas como las que llevan los bordados de cualquier otra nación sin Estado o con Estado. La música es como la de la Polinesia, pero tocada con guitarras y tambores que seguramente se compran en Chile. Si uno se descuida, y aunque no son especialmente abusones, le colocan una pieza de madera de un árbol mítico de la isla..., que está extinguido.
Han pasado unas horas y sigo con este texto. Lo termino en el avión que nos devuelve a Santiago. A un lado del pasillo, hablan su idioma dos “rapa-nuis” que seguramente viajan a la metrópoli a hacer la compra del mes o del trimestre o a ventilar algún negocio. Al otro lado, y son coincidencias, los dos jóvenes vascos siguen comentando en la lengua suya, aunque los tacos los sueltan en castellano. Y bien está, carajo, que cada uno hable como quiera mientras volamos en un moderno avión en el que la azafata nos da, en inglés y español, la bienvenida a los viajeros de la Alianza Oneworld. Si Rapa Nui fuera Estado en toda regla, también se leería ese mensaje en la lengua de la isla. Es posible que, aquí y allá, sólo se trate de eso. Pero para eso no merece la pena ponerse ni muy latosos ni muy estupendos, francamente.
Ayer fuimos al mercado artesanal en Hanga Roa, la mínima ciudad única que existe aquí y que propiamente no es ciudad, sino un camino asfaltado con unas pocas tiendas y algunos restaurantes en sus márgenes. Andábamos buscando unas camisetas y esas cosas que se mercan para regalos y recuerdos y, al pararnos en uno de los puestos, la señora que allí vendía nos preguntó si éramos españoles y, al saber que sí, nos felicitó efusivamente por la victoria en el Mundial de fútbol, explayándose sobre que España lo merecía y que su marido había saltado de contento al acabar el partido de la final. Qué cosas. Me sentí obligado a mostrarme simpático y le respondí que sentíamos mucho que nuestra (?) selección hubiera tenido que dejar a la de Chile en el camino. Se puso seria y replicó: “Pues no lo sientan, a mí la selección de Chile me da igual, y por el momento la selección de Rapa Nui no juega esas competiciones”. Como se sabe, Rapa Nui es como llaman los nativos la isla.
¿Deberían estas tierras ser un Estado independiente? No lo sé. Además, no me importa. Pero resulta curioso meditar un rato al hilo de este caso. Disculpen que comience con unas brevísimas pinceladas de esa historia local que se narra a los visitantes en cada excursión aquí. Hasta el siglo IX de nuestra era esta tierra estaba perfectamente deshabitada, ningún humano había puesto el pie en ella, que se sepa. Téngase en cuenta que se halla a miles de kilómetros de cualquier otro lugar que los hombres hayan ocupado, es la isla más aislada del mundo. Parece que los científicos de diversas disciplinas, y en particular los lingüistas, ya han demostrado de sobra que los primeros colonizadores venían de alguna isla de la Polinesia, tal vez las Islas Marquesas, a unos tres mil kilómetros. Eran grandes navegantes y salieron unos pocos, se cree, a buscar tierras nuevas. Fueros sus descendientes en esta parte los que desarrollaron esa peculiar cultura que levantaba los moais, las grandes estatuas de piedra en homenaje a los poderosos que iban muriendo. Las esculpían en roca volcánica valiéndose de otras piedras más duras, como la obsidiana. No tenían metales. En realidad, vivieron en la edad de piedra hasta hace tal vez un par de siglos. Ellos no lo contarían así, pero es lo que hay.
En seis o siete siglos acabaron con el ecosistema. La madre tierra y todo eso, ya saben; pues a tomar por el saco la madre tierra. Por obra de la superpoblación y del empeño en construir moais cada vez más tremendos, que trasladaban sobre troncos y troncos desde las canteras hasta la orilla del mar, donde los ponían sobre grandes plataformas y mirando hacia adentro de la isla. La superpoblación y la sobreexplotación de los recursos naturales provocaron hambrunas y guerras. El grupo dominante fue eliminado y el pueblo desesperado tumbó los moais. Había terminado una tradición y tenía que nacer otra. En adelante, quién gobernaba de año en año se decidía mediante la prueba del hombre pájaro. El candidato o, generalmente, su representante, tenían que bajar por el acantilado al que daba un poblado ceremonial y debían nadar hasta un islote, a unos dos kilómetros, donde anidaba un ave marina migratoria. Aquí abajo pongo una foto del islote de marras. El que recogía el primer huevo y volvía con él gobernaba, o gobernaba su representado. En las aguas había tiburones que se comían a algunos de los que nadaban con las heridas que se habían hecho en el acantilado. Los contendientes también podían matarse entre ellos. Había que volver el primero con el huevo del ave, nada más que eso. Racional como la vida misma.
Con permiso de los románticos, esos y así son los añorados pueblos originarios. Ni comunión con el ecosistema ni exquisita solidaridad dentro del grupo ni gaitas. Violencia, irracionalidad, dominación brutal, supersticiones. Mucho de tal queda aún hoy aquí y allá, cierto, pero eso no santifica ningún pasado de nadie, sólo nos hace brutos herederos de la brutalidad ancestral. Puercos animales, eso somos sí y, sobre todo, éramos.
Como animales eran los que fueron al fin llegando, o la mayoría. Primero, el día de Pascua de 1722, un capitán holandés arribó con su barco y le puso a la isla el nombre que conserva, alusivo a la fecha. Anotó lo interesante y se fue con viento fresco. Unos setenta años después fue un marino español el que declaró española la isla y la llamó Isla de San Carlos, en homenaje al monarca español. Pero esto está lejísimos y no volvieron por allí los nuestros. Así que a fines del XIX son los chilenos los que hacen un pacto más o menos taimado con el cacique local y se convierten en soberanos de ese territorio. Antes, habían pasado los mercaderes de esclavos llevándose unos miles de hombres para trabajar en algunas islas de Perú. Con toda esa gente entraron también las enfermedades desconocidas, que diezmaron la población. En algún momento llegará a haber sólo ciento once nativos donde en tiempos hubo unos cuantos miles. Para colmo, los chilenos conceden permiso para que se instale un empresario ovejero y los dulces animalitos eliminan cuanta planta quedaba, hasta el último vestigio de vegetación. Durante ese tiempo, la reducida población es mantenida dentro de alambradas y sin permiso para pescar. Anticipo de los campos de concentración. Miseria y muerte. En 1964, sí, 1964, estalla el escándalo en el Parlamento de Chile por las condiciones de vida de estos isleños. Sólo entonces comienzan a tener una vida que se pueda llamar civilizada.
Muchos de estos pocos, al parecer, quieren la independencia. No se me alcanza qué destino puede tener este lugar con Estado propio. Sólo se me ocurre que podría convertirse en nuevo paraíso fiscal y pirata, tipo Islas Caimán y similares, aunque no sé si en estos tiempos ya sería posible. La pesca no es muy abundante ni se les ve con una flota presentable o gran destreza, las tierras son pésimas, pues hace cuatro días, como quien dice, que la deforestación y las ovejas dejaron esto convertido en un desierto de rocas y barro. Viven aquí unas cuatro mil personas, de las que sólo la mitad, aproximadamente, se considera descendiente de aquellos que estaban antaño. Hablan su lengua propia, que les permite entenderse sin problemas, al parecer, con los de Tahití. ¿Qué significaría que fueran un Estado independiente? No sé. En realidad, tampoco me importa, pues la cuestión de interés es la de con qué títulos pueden reclamar esa condición. Ante mi escepticismo, más de cuatro se mesarán sus ralos cabellos y replicarán que menos títulos tendrá Chile para mantenerlos bajo su dominio. También es verdad, una cosa no quita la otra. Y no la quita porque el fondo de todo Estado es tan absurdo como el de cualquier otro.
Si esta buena gente no hubiera recibido todavía la visita de nadie de fuera, seguiría en taparrabos y eligiendo a sus jefes en la ceremonia del hombre pájaro. No habría metales ni conocerían más animal terrestre que las gallinas. La noción de autodeterminación de los pueblos les llegó de la mano de los otros, de los mismos que trajeron las ovejas, las enfermedades y el dinero en billetes. Pero la autodeterminación se reclama en nombre de aquella otra cultura primigenia. El concepto vino en los mismos barcos que la viruela o las ratas, y ahora arriba también en las maletas de muchos turistas. He visto a algún señor y alguna señora emocionadísimos por la magia de las narraciones y la “autenticidad” de los isleños que nos sacaban los dólares y nos manoseaban en las danzas. Luego se quitaban las pinturas de la cara y se iban a ver la tele esos guerreros primitivos e incontaminados. No digo que está mal ni bien que se quieran autodeterminados, y por mí como si ellos o mis asturianos reclaman una parcela en el paraíso terrenal o una porción de maná con frambuesas. Yo no soy creyente. Sin metafísicas y mitos no hay sociedad que se mantenga. Antes era el hombre pájaro, v.gr., y hoy es la soberanía. De lo uno y lo otro sabemos bastante en Europa, y en España más.
Por las noches preparan en tres o cuatro locales espectáculos para turistas. Dicen que se trata de eventos culturales y cobran bien. La cultura hay que pagarla. En algunos se puede cenar y luego se contemplan las danzas originarias. ¿Originarias? Son más bien Los 40 Principales de Tahití. Yo preferiría un recital con viejas canciones de Violeta Parra, pero la cultura autóctona es la cultura autóctona. Aquí no había escritura apenas y unas pocas inscripciones no han podido interpretarse, nadie sabe ya leerlas. Se transmitieron oralmente algunas historias y unos cuantos mitos. Se conservan más que nada porque las fueron anotando a lo largo del siglo XX los investigadores que venían de fuera. Al ver a los danzantes en tales espectáculos, sobrecoge la expresión fiera que ponen en sus caras; tanto como sobrecoge saber que esta buena gente no ganó jamás una batalla ni venció a ningún invasor. La reciedumbre de sus ritos parece más bien compensación para tanto sufrir y tan forzada y larga sumisión a ganaderos, esclavistas, burócratas...
De lo que estoy seguro es de que el deseo de desprenderse de Chile nace del turismo, pues de tanto contar como gestas y leyendas lo que no fue más que salvajismo de los antiguos de dentro y dependencia de los modernos de fuera, los de aquí acaban creyéndose ese pueblo indómito cargado de tradiciones e inflado de derechos internacionales. En los mercadillos de artesanía local la artesanía no es local. No hay casi nada local aquí. Collares de conchas, sí, pero aquí no existen moluscos. Camisetas, pero no hay industria textil, ni de ninguna otra, y seguramente la tela y la confección son tan chinas como las que llevan los bordados de cualquier otra nación sin Estado o con Estado. La música es como la de la Polinesia, pero tocada con guitarras y tambores que seguramente se compran en Chile. Si uno se descuida, y aunque no son especialmente abusones, le colocan una pieza de madera de un árbol mítico de la isla..., que está extinguido.
Han pasado unas horas y sigo con este texto. Lo termino en el avión que nos devuelve a Santiago. A un lado del pasillo, hablan su idioma dos “rapa-nuis” que seguramente viajan a la metrópoli a hacer la compra del mes o del trimestre o a ventilar algún negocio. Al otro lado, y son coincidencias, los dos jóvenes vascos siguen comentando en la lengua suya, aunque los tacos los sueltan en castellano. Y bien está, carajo, que cada uno hable como quiera mientras volamos en un moderno avión en el que la azafata nos da, en inglés y español, la bienvenida a los viajeros de la Alianza Oneworld. Si Rapa Nui fuera Estado en toda regla, también se leería ese mensaje en la lengua de la isla. Es posible que, aquí y allá, sólo se trate de eso. Pero para eso no merece la pena ponerse ni muy latosos ni muy estupendos, francamente.
FFFFFF
ResponderEliminarMuy buen post; tiene pasta para cronista.
Me hace recordar a "Ay Colombia!", aunque... ¿qué extranjero defenderá a la Isla de Pascua???
(hoy sin acentos, recibiendo momentanea hospitalidad en un teclado ajeno)
ResponderEliminarEstamos mal programados para la supervivencia. Los ultimos cien mil anyos de historia humana, hasta ayer como quien dice, tener nuestra tribucilla aumentaba nuestras posibilidades de supervivencia.
Hoy en dia han cambiado las cosas. Seguimos obedeciendo al reflejo condicionado de crear nuestra tribucilla, o de apuntarnos a una sin reflexion alguna, sin darnos aun cuenta de que en nuestro mundo precisamente eso se ha vuelto un obstaculo a la paz, y en ultima instancia para la supervivencia, nuestra y de la especie.
Que conste que no estoy proponiendo deshacer las tribucillas (aunque algunas las deshara el simple soplido del viento), sino simplemente relativizarlas conscientemente, continuamente, metodicamente.
Salud,
Juan Antonio García Amado.
ResponderEliminarMe llamo Mana y soy de Rapa Nui.¿Por qué mejor no escribes una crónica de como tu pueblo español eliminó a casi todas las culturas originarias de América, les robó todo el oro y plata que pudieron y, además contaminaron con su ideología lo poco y nada que quedó en el continente?
¿Quién carajos te crees en venir a la isla y criticar la violencia de nuestra historia?...Mírate a ti mismo primero y ocúpate en ello, patudo!!