Lo que aquí abajo copio es un fragmento de un escrito que acabo de perpetrar, en tono entre divulgativo y panfletario, y que se titula "¿Qué queda de lo público?". Explicaré a qué viene este trozo que presento.
La pregunta que mueve el ensayito es la de por qué se está perdiendo el sentido de lo público y de la función del Estado como prestador de servicios públicos y garante de derechos sociales, todo ello en pro de la igualdad de oportunidades. Y lo más acuciante de la cuestión es por qué los partidos dizque de izquierda han caído en esa obnubilación.
La tesis es que en el debate de la Filosofía Política sobre el papel y el alcance del Estado, las discusiones en realidad son dos, y en las dos cierta izquierda ha perdido el Norte. La primera es con los ultraliberales, que quieren muy poco Estado, a fin de que todo el orden social se vuelva espontáneo y nada más que dependa de la "mano invisible del mercado"; y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Por ahí esa izquierda sucumbe cuando privatiza servicios públicos esenciales o cuando introduce la lógica del beneficio en servicios públicos como el de la educación universitaria.
La segunda discusión es con los comunitaristas, que sí quieren Estado, pero no en aras de la libertad individual en igualdad, con igualdad de oportunidades, sino que desean Estado, incluso Estado bien fuerte, pero como plasmación política de la comunidad cultural o nacional y para que vele por las señas de identidad colectiva, por los caracteres que definen al grupo. Pues el grupo vale y pesa más que los ciudadanos particulares, y en caso de conflicto tienen que predominar esos derechos del grupo en sí, los derechos grupales. Por ejemplo, entre el derecho individual a rotular mi comercio como quiera y el derecho del grupo a la defensa de su lengua, pesaría más este último. Aquí la izquierda cae en la trampa de considerar, ahora, progresista este conservadurismo y este tradiconalismo que siempre fueron patrimonio de la derecha más reaccionaria.
Éste es pues, el marco, en el que se encuadra el fragmento que sigue.
Fijémonos en los debates de las últimas décadas en el campo de la Filosofía Política. Coloquemos las doctrinas principales en una línea imaginaria, tal que así:
(1)--------(2)--------(3)---------(4)--------(5)---------(6)--------(7)
(1) Anarquismo à la Stirner
(2) "Libertarismo", ultraliberalismo (Nozick...)
(3) Liberalismo (I. Berlin...)
(4) Rawls, Habermas
(5) Republicanismo (Pettit, Michelman...)
(6) Comunitarismo (McIntyre, Sandel...)
(7) Organicismo, totalitarismo(s)
Leído de izquierda a derecha y de los números más bajos a los más altos, este esquema nos da cuenta de corrientes doctrinales que van de un mayor individualismo y una menor justificación del Estado, a la demanda de mayor presencia estatal para el cumplimiento de objetivos que alcanzan más allá de la mera libertad individual. Expliquémoslo muy sucintamente.
El anarquismo plenamente individualista, tal como habría estado representado, por ejemplo, por Max Stirner, exalta la libertad de los individuos y no ve que con ella pueda ser compatible ningún Estado, ninguna autoridad común, colectiva, pública.
El llamado libertarismo, el que hace unas pocas décadas encarnó, por ejemplo, Robert Nozick, hace de la libertad individual un axioma incontestable, una especie de derecho natural, y no ve más Estado legítimo que el que cualquier ciudadano pudiera consentir (y voluntariamente quisiera pagar) nada más que para asegurarse que nadie lo va a matar ni esclavizar ni robar. Pero, para ese libertarismo o ultraliberalismo, no resulta aceptable ningún Estado que quiera servir a pautas de justicia o que quite a cualquier ciudadano nada que éste no quiera dar. No se admite, pues, ni Estado social ni intervencionismo estatal de cualquier especie ni interferencia ninguna del Estado en el mercado.
Existe también en el debate filosófico-político contemporáneo lo que podríamos llamar un liberalismo de rostro más humano, como el que defendió Isaiah Berlin. Para estos liberales, la libertad es lo primero, y sin respeto a la libertad individual ningún Estado podrá legitimarse, pero la libertad también se relaciona con las posibilidades de hacer más cosas o menos, con las oportunidades vitales. Por eso no hay libertad verdadera para quien no pueda satisfacer unas necesidades mínimas, y de ahí que se justifique que el Estado pueda sacrificar alguna porción de libertad de algunos para colocar a todos en situación de competir bajo una libertad que sea real y no meramente nominal. No es que tenga que gestionarse desde el poder estatal una idea de justicia o de procurarse un modelo de sociedad justa, sino que lo que la sociedad haya de ser tiene el Estado que dejarlo a resultas de la interacción libre de los ciudadanos; sólo que esa interacción debe ser así, precisamente, entre ciudadanos libres, y quien no tiene ni para comer o no puede salir del analfabetismo no es propiamente libre. Hasta ahí, hasta la procura de esas mínimas condiciones de la libertad, llega, para estos liberales, la justificación del Estado y de las políticas públicas.
Tratadistas de la importancia contemporánea de Rawls o Habermas se ubican en lo que podríamos calificar como planteamiento liberal-socialdemócrata, pues insisten en que libertad e igualdad (como igualdad de oportunidades sentada desde la garantía de los derechos sociales) se requieren mutuamente y tienen idéntica importancia. De nada valen los bienes materiales a quien no es libre para disponer de ellos y de nada sirve que las oportunidades vitales sean iguales cuando la tiranía impone a todos hacer lo mismo; pero, por otra parte, tampoco es útil una libertad que no se refleje en medios para realizarse. Yo sólo soy libre si tengo posibilidad de conseguir con mi esfuerzo los medios para hacer mi vocación, si no estoy excluido de antemano de lo que podría hacerme feliz; pero tampoco me sirven esos medios, aunque alguien –el Estado- me los regalara, si con ellos he de hacer lo que el Estado quiera y no lo que sea mi deseo. Por tanto, los derechos sociales se explican al servicio de la libertad individual, no de fines de ningún ente colectivo o del Estado mismo como organismo, y los derechos de libertad –incluidos los derechos políticos- tienen que ser alimentados y dotados de sentido mediante la disposición de las herramientas para hacer esa libertad algo más que puramente nominal o al alcance nada más que para unos pocos.
Hasta aquí, en esa secuencia (números 1 a 4 del esquema de arriba) que va del individualismo anarquizante hasta la justificación de un Estado bien activo, el centro sigue siendo el ciudadano individual. Lo que se debate es cuánto Estado es conciliable con la libertad de las personas o con qué tipo de Estado puede la vida de los sujetos ser más plena, más auténticamente humana, más acorde con aquella dignidad que Kant pusiera como definitoria del ser humano. Menos Estado, como quieren los más liberales, o más Estado, como propugnan esos que hemos llamado liberal-socialdemócratas, pero siempre para bien del sujeto individual y para que tenga éste una libertad que sea la mayor y la mejor.
Pero a medida que nos desplazamos a los siguientes puntos del esquema, el debate ya no versará sobre la conciliación entre individuo y Estado, sino entre individuo y comunidad. Ahora ya no se trata de ver cuánto Estado puede tolerar la libertad individual sin que la dignidad humana quede irremisiblemente dañada, sino cuánta libertad puede soportar una comunidad cultural sin descomponerse. Porque la libertad individual admisible será sólo aquella que quepa dentro de la comunidad y no resulte una amenaza para la pervivencia de la cultura que la amalgama y para la identidad que la hace única y distinta, que le da, en tanto que comunidad, su personalidad peculiar. Esa es la clave de estas posturas comunitaristas en su conjunto. La moral suprema ya no será, pues, la moral individual, sino la moral colectiva. La obligación primera de cada ciudadano no será la que le dicte su conciencia moral individual, sino que será la obligación política, la obligación hacia la comunidad. El supremo bien y el interés dominante no serán los que cada individuo para sí y por sí determine, sino el bien de la colectividad en tanto que ente suprapersonal, y el interés colectivo en tanto que interés de la comunidad en sí. El conflicto entre derechos individuales y derechos colectivos o grupales se resuelve a favor de estos últimos. Por poner un ejemplo: entre el derecho de cada uno a hablar la lengua que en cada momento desee o a rotular su comercio en el idioma que prefiera y el derecho de la comunidad a que su lengua se mantenga o no sufra el acoso de otras culturas y otros idiomas, se prefiere lo segundo y, por tanto, se considera legítimo y justo que los poderes públicos discriminen al que no hable la lengua comunitaria o sancionen a quien ponga sus carteles en una lengua diferente de la que debe ser común y prioritaria para que la nación sea y siga siendo hasta el fin de los tiempos.
Esa tendencia se manifiesta suavemente en el republicanismo, que resalta sólo que no estará asegurada la libertad de nadie allí donde los ciudadanos no se sientan antes que nada comprometidos con esa comunidad política que asegura la libertad de todos y donde no ejerzan la virtud política y no participen con lealtad en los procesos de decisión colectiva, aun a costa de sacrificar en pro de tal comunidad partes de sus bienes, de su tiempo y de su libertad. En cambio, con el comunitarismo de autores como McIntyre, Sandel o Taylor se subraya que la primera y más alta obligación moral de cada individuo es la de servir a su comunidad cultural y someterse a sus dictados y su bien, pues cuanto es cada uno, en tanto que sujeto moral, lo que piensa y ansía, su concepción del bien y de lo justo, son cosas, todas, que recibe de esa comunidad, que ella ha proyectado en cada uno de esos individuos a través de la socialización, a través de las instituciones de esa comunidad que lo han acogido y orientado: la familia, la escuela, las prácticas comunitarias de todo tipo. Sin la comunidad nada sería sujeto ninguno, sólo algo vacío, como una hoja en blanco, como un recipiente sin contenido. Por eso, igual que nos debemos a la madre que nos alumbró, nos debemos a la comunidad cultural que nos ha conformado y tenemos que protegerla de cuantos rivales y enemigos amenazan su ser y su identidad. Y, al igual que ése de defensa de las señas de identidad comunitaria es el primer deber moral de cada sujeto, ése es también el fin principal del Estado, que vuelve a ser, como antiguamente y más que nunca, Estado-nación, forma política de un pueblo, de una comunidad con identidad propia que a través del Estado se autodetermina para perpetuarse y crecer. Ante la envergadura de ese objetivo colectivo y ante el protagonismo de ese ser suprapersonal, llámese nación, comunidad o pueblo, cómo no han de ceder los derechos individuales y las libertades de los particulares.
No hará falta recordar que la apoteosis de ese colectivismo comunitarista y nacionalista no está por llegar, sino que ya aconteció en el siglo XX en los fascismos y en el nazismo. En una parte del totalitarismo que el siglo XX conoció, por tanto. Porque en la otra parte de ese totalitarismo, la que corresponde al comunismo llamado real, también se negó el valor del individuo por contraste con los intereses del grupo y también se sacrificó la libertad a fin de realizar un bien más alto, la beatitud social, la perfección, el paraíso sobre la tierra. Los unos querían acabar con el individualismo en nombre de la supremacía del pueblo y los otros querían terminar con el capitalismo en nombre de la supremacía de la clase proletaria. Y unos y otros acabaron con la libertad y asesinaron con saña. Para nada. Para demostrar, ojalá que para siempre, que cuando el ser humano deja de ser sujeto y se convierte en objeto, en pura herramienta de cualesquiera quiméricas empresas colectivas, no se implanta ninguna justicia, sino que sólo se retorna al salvajismo y a la violencia sin freno, a la ley del más fuerte, a la iniquidad extrema.
Magnífica entrada – lo mejor que se puede decir de ella es que obliga a pensar. Prometo comentarla (logorreicamente, me temo) en las próximas horas, máximo el fin de semana.
ResponderEliminarTendemos todos a leer las cosas, creo yo, desde nuestro propio prisma. El corazón del debate está a mi juicio entre la idea de ‘comunidad’, que (relativizada con salero) decididamente me mola, y la ideología de ‘comunitarismo’, que me repatea.
Otra cuestión preciosa que late dentro del análisis que la entrada inicia es la tensión dinámica entre los principios del 1789. Lo de “libertad” se ha ido expandiendo en una panoplia bastante articulada, y no es casual que hoy sea más frecuente hablar de “libertades”. Creo que resta por hacer buena parte del mismo trabajo con lo de “igualdad”, que en realidad serían “igualdades”; nuestros sistemas las exploran hoy indirectamente, muchas veces sin mentarlas (¡mete miedo la bicha!), y de forma fluctuante entre lo descorazonadoramente teórico y lo ampulosamente retórico ("el derecho al trabajo", "a la vivienda" …). De “fraternidad”, mejor ni hablar; la botamos por el desbarrancadero a patadas en el culo, pobrecilla, quiera nuestra buena fortuna que algún día sepa lamerse las heridas, entablillarse los quebrantos, y volver a trepar renqueando entre nosotros.
Me gustan los plurales –qué quieren Vds., de ese pie cojeo–. A lo mejor toca ya una nueva revolución, la revolución de los plurales. Pa empezar, pongamos todos un plural colorao y reventón en el cañón gris y feo de cada uno de nuestros singulares.
Y … ¡enhorabuena por el libro!
Hasta luego, salud,
Domingo por la tarde ya. Inspiraré mi comentario en algunas ideas conocidas y reiteradas en multitud de lugares.
ResponderEliminarSobre el nivel (3), el liberalismo “de rostro más humano” (en USA lo llaman “compasivo”, adjetivo que me suscita el visceral rechazo nietzscheano), señalaría su inestabilidad. Precisamente la indefinición (a veces bienintencionada, otras veces no tanto) de ese “más humano” hace, en la práctica política, que derive hacia el nivel (4) o hacia el nivel (2).
Sobre el nivel (4), comentaría que el análisis de la igualdad está evolucionando a pasos agitanados. En un principio, se hablaba de ‘igualdad de oportunidades’ como principio revolucionario (me refiero, obviamente, a la de 1789) desde una perspectiva de obligación ‘moral’, casi como si concediéndola fuésemos ‘generosos’. En el plano de las igualdades efectivas, palpables, a la crítica de las ‘injusticias de distribución’ (término que presupone que se crea en una ‘justicia’, lo cual tiene un cierto sabor de moralismo) se ha ido incorporado la crítica de las ‘injusticias de reconocimiento’ (sobre éstas volveré al comentar lo que pienso del comunitarismo). Hasta hace muy poco, esta crítica ha adoptado la misma perspectiva que la anterior, es decir, la obligación ‘moral’ – permítaseme la caricatura ‘si no trabajamos por reducir esas desigualdades, no podremos dormir tranquilos, no podremos mirarnos con satisfacción al espejo’.
Sucesivamente se ha desarrollado un análisis mucho más lúcido de las igualdades (familia compleja e interrelacionada). Hablo ciertamente de la potencial ‘igualdad de oportunidades’, junto con un grado más que simbólico de la efectiva ‘igualdad de materialidades’, tanto económicas como socio-jurídico-culturales; perdóneseme el popurrí. Las considero herramientas compositivas de primer orden: actúan como amalgamante social, previenen conflictos internos, facilitan la inversión a largo plazo. Y no me parece que haya desigualdades justas ni injustas, merecidas ni inmerecidas. Veo que en el mundo que nos rodea hay desigualdades dinamizadoras, estimulantes (un puñadico), y que hay desigualdades paralizantes, destructoras, desmoralizantes (demasiadas). Paradójicamente, este punto de vista me lleva a sostener acciones ‘estatalistas’ (es un decir) con justificaciones ‘individualistas’ (ni caridad ni niños muertos; simple y llanamente en una sociedad mejor amalgamada, es decir más armónica, yo y mi parienta y mis churumbeles y el caniche vivimos más seguros: vivimos mejor. Punto pelota.). Por puro egoísmo –santo motivo– quiero respetar ‘muchas’ normas jurídicas bien concebidas, pagar ‘muchos’ impuestos bien empleados. Evidentemente, estamos hablando de un egoísmo de segundo orden, no del egoísmo ingenuo que mueve a anarquistas y libertaristas.
Excelente la diferenciación de la ruptura que tiene lugar a partir de (5) (aunque el republicanismo se encuentre entre dos aguas, y más de la parte “buena”, si se me permite el subjetivo juicio de valor). Se acaba la recta; a partir de aquí hay un fuerte quiebro, si no una verdadera ‘cola de gorrino’ involutiva.
ResponderEliminarCreo que vale la pena señalar que cuando se emplea la palabra ‘comunidad’ sin más se está flirteando con la confusión. Todos vivimos en comunidades, en muchas y muy diversas comunidades. El debate que surge a partir de (5), a mi modo de ver, se afronta mejor centrándonos en la palabra ‘cultura’, en sentido socio-antropológico (es decir, distanciándonos puntualmente del uso ‘Manolito es persona de mucha cultura’). La verdadera pugna se da entre heterogeneidad u homogeneidad cultural, entre (relativo) grado de apertura y grado de cierre (dios, las palabras se han gastado en este debate, pero vamos a probar a utilizar giros, ya lo sé que ninguno estamos de acuerdo en todo, probemos a explicarnos y entendernos con aproximaciones). O, si preferimos, entre ‘comunidad’ empleada como definición pragmática y contingente de algo cambiante, relativo, cuya continuidad –siempre relativa– es un resultado más de sus estructuras que no de sus contenidos, y ‘comunitarismo’, ideología que sacraliza una comunidad mística y míticamente definida, inmutable y absoluta.
Planteado en estos términos, la pregunta “cuánta libertad puede soportar una comunidad [de alta homogeneidad] cultural sin descomponerse” tiene fácil respuesta. Muy poca a corto plazo; a largo plazo ninguna. La homogeneidad cultural me parece mítica – empezando por el hecho de que todos vivimos en la intersección de muchos universos culturales (expandiendo el concepto, lo que resulta fácil, cada uno de nosotros constituimos un universo cultural local, o mejor dicho una secuencia de universos culturales, ya que cada acto aperceptivo nos proyecta a uno nuevo, más o menos cercano al precedente). Siendo mítica, su definición siempre es forzada: requiere la absolutización de una serie de rasgos que establecen ortodoxamente la pertenencia a la comunidad. Cualquier acto de libertad que relativice dichos absolutos (que por fuerza de cosas son pocos y rígidos) resulta inadmisible para sus guardianes, porque socava los fundamentos de la definición de “alta homogeneidad cultural”. A largo plazo, ocurrirá que cualquier acto de libertad a secas los relativiza por analogía, aunque no cuestione ‘directamente’ dichos absolutos. La hipótesis de una comunidad ‘democrática’ que se autodenomina ‘de alta homogeneidad cultural’ parece irrealizable por su inestabilidad: con el pasar del tiempo (poco, en general), o deja de ser democrática, o reconoce que nunca fue homogénea, que nunca lo será. Que se lo pregunten al estado (poblacionalmente mixto) de Israel, al que le quedan tres telediarios para escoger por cuál de los dos caminos de la bifurcación prefiere arrear.
Las posiciones (relativamente) heterogéneas lo tienen algo más fácil: para autorregularse, utilizan el sistema jurídico que hemos dado en definir como ‘estado de derecho’, que en fin de cuentas es un mecanismo homeostático, con flor de martingalas equilibrantes y autocorrectoras. Aquí, la pertenencia a la comunidad se define con el estatuto de ‘ciudadano’, que tiene un contenido marcadamente más jurídico que cultural (se podrá matizar, obvio, que también la adhesión a esa definición tiene una componente cultural). El mecanismo es bastante más complejo que en las comunidades ‘homogéneas a la fuerza’, pero no es tonto del todo: resulta más resistente, porque está relativizando todo acto individual, sin descanso, al marco de referencia jurídico, y por lo tanto encaja y digiere más diversidad, o sea, libertad individual, sin sentirse amenazado (algunos extremistas de dudosa reputación afirman que incluso enriqueciéndose, jeje). En ese terreno, cuenta con ‘absolutos relativos’ (Constituciones, tratados internacionales de alto nivel) que, aunque sean difíciles y lentos de cambiar, son perfectamente cambiables – lo que los diferencia de los ‘absolutos absolutos’ de una comunidad que se autodefine por su (mítica, repito) ‘homogeneidad’. Por el momento, los experimentos históricos de comunidades que practiquen al menos en cierta medida la relativización cultural llevan en pie un puñao de decenas de años, al máximo un par de cientos, por lo cual sería quizás atrevido teorizar sobre su estabilidad a largo plazo – ahora bien, ¡que nos quiten lo bailao! Tienen la ventaja (gracias a su estructura sistémica, orgánica) de que se pueden escindir o agregar, dentro de límites razonables, y si en dicha escisión o agregación que sea se respetan los principios estructurantes fundamentales (los del bendito ‘estado de derecho’), no resultan de ella grandes diferencias ni para los miembros ‘ciudadanos’ ni para las comunidades heterogéneas vecinas. Posibilidad que en sí resulta también estabilizante, aunque la subcomunidad en cuestión sólo se limite a acariciar voluptuosamente la idea del portazo (¡a cuántos matrimonios no habrá salvado el adulterio, ora practicado en el corazón, ora en zonas más periféricas!).
ResponderEliminar(Entre paréntesis: la gran falacia de los debates independentistas es que suelen soslayar la cuestión central, es decir la del respeto de los principios estructurantes fundamentales – la cuestión no es “independentismo sí o no” sino “independentismo cómo, hacia dónde”. El independentismo impuesto por una banda de criminales jamás los respetará).
La distinción entre comunidades culturalmente ‘heterogéneas’ u ‘homogéneas’ está clara, creo, en términos de su compatibilidad con la libertad individual, entendida como posibilidad legal y real de que el ciudadano realice actos que relativicen otros actos realizados dentro de la comunidad –respetando los límites clásicos de los derechos de otros ciudadanos, y del bien común, definidos ambos por la ley–. Pero tiene otra consecuencia clarísima hacia el exterior –las comunidades ‘culturalmente homogéneas’ son intrínsecamente agresivas y conflictivas hacia otras comunidades con las que estén en contacto–. El consabido problema de la Nación-estado: si no se embrida reciamente la componente ‘nación’, acaba temprano o tarde a piñas con las otras que la rodean. La pura existencia de los axiomas (míticos y absolutos) que fundan A cuestiona los axiomas (igualmente míticos y absolutos) que fundan su vecina B, y viceversa. Añádase una miajita de interés económico, o cualquier otro pretexto para lanzar el conflicto, y empiezan a granizar hostias. La historia humana y, más cercana, la europea, saben algo de ello.
Como casi todas las cuestiones serias, creo que se pueda resolver a través de una paradoja. No creo que sea proponible la abolición de las comunidades culturales –santo carajo, si somos algo, somos animales culturales, y cada acto de nuestra vida cotidiana lo confirma–; simplemente basta con su relativización. Benditas sean las comunidades culturales que se identifiquen como relativas y que reconozcan en paridad a las demás comunidades relativas –‘demás’, a todos los niveles, no sólo sobre ejes unidimensionales–. ¿Os apetece un txacolí, o preferís un mosela? ¿Quizás una taza de té? Puedo compartir, desde esta paradoja, la propuesta mcIntyriana de servicio a mi comunidad cultural, puedo reconocer mi deber de protegerla – simplemente contesto los métodos de homogeneización absoluta que sus secuaces proponen, porque no sólo son ingenuos, sino que son esencialmente incoherentes con el fin que teóricamente se han dado, y producen efectos contraproducentes. Tiene sentido que me disocie de la construcción absoluta de una comunidad cultural precisamente porque la quiero. Afirmaba yo en esta casa hace unas semanas, al hilo del caso del catalán, que los edictos represivos, tipo quite usted el cartel en castellano del escaparate de su zapatería, serruchan las patas a la (en mi opinión, digna) causa del catalán. Y aquí lo generalizo. Creo que cualquier construcción absoluta de cualquier comunidad cultural la fragiliza gravemente: reprimiendo a sus miembros (y a todos los reprimirá tarde o temprano, porque el sistema lógico que la anima es alérgico a las libertades), cuestiona su lealtad, los desmotiva; empujándola a entrar en conflictos con otras comunidades, la debilita, y tarde o temprano propiciará su destrucción.
ResponderEliminarHubiera sido interesante tratar unas formas (8) y (9) que, aunque menos frecuentemente afrontadas en los ensayos sobre filosofía política, ya es hora de que aparezcan, (8) los ‘Estados-cuenta de resultados’ (véase “República Popular” China); (9) los metaestados o merdaestados, normalmente apocopados en ‘mercados’ (propongo, para iniciar, la observación de El Roto, “si voto a los partidos, ¿por qué gobiernan los mercados?”).
Creo que la filosofía política, que es sin duda apasionante, tiene un par de grandes tareas por delante. Una, allanar su lenguaje (y hacerlo más riguroso, y limpiarlo de juegos, que es lo que con otras palabras propone el anfitrión ya desde el título de esta entrada), e involucrar en el debate al ciudadano (estamos todos interesados en política, sostengo, aunque muchos estemos quemados de la politiquilla que en el mundo se extiende como sucedáneo.) La otra, ponerse en pie y mirar más allá de las paredes del cubículo dentro del cual todavía está sentada. Hoy en día, las grandes cuestiones políticas son la geocompatibilidad y la paz –de ahí que valga la pena, subrayo que egoístamente, luchar por sociedades más armónicamente compuestas, organizadas en torno a la relativización cultural constante–. Como en el catecismo que estudiábamos de niños, estos dos mandamientos se resumen en uno. Llámase conducirnos a la supervivencia.
[Léanse estos dos últimos recortes, quien tenga paciencia para ello, como antepenúltimo y penúltimo, es decir entre "La historia humana y, más cercana, la europea, saben algo de ello." y "Como casi todas las cuestiones serias" - creo que me trabuqué con el 'copia y pega']
ResponderEliminarHace mil años, incluso hace doscientos, podía resultar pintoresco, e incluso estimulante de la economía. Pero en una era de armamentos químicos, bacteriológicos, genéticos, termonucleares, todo conflicto amenaza convertirse en potencialmente letal para la especie. No nos los podemos permitir a la ligera, ‘justificados’ con miserables mentirijillas de destrucción masiva. Puede que ni siquiera meditándolos.
A lo mejor es pura casualidad, pero hasta el momento la única desactivación algo efectiva y duradera de esta conflictividad de las naciones-estado se ha obtenido ‘aguándolas’ (relativizándolas) en ‘estados miembro’ de una forma supranacional, bajo un paraguas esencialmente jurídico. (Relativización externa que requiere necesariamente la estructura de relativización interna usualmente denominada ‘democracia’, que se desarrolla más o menos a la velocidad de la barrera coralina). Siendo de simpatías tendencialmente científicas, aún con mis ramalazos de irracionalismo, me suscita mucho respeto esta evolución, pues las hipótesis de teoría política formuladas previamente (Spinelli y compañía) que la han guiado se han sabido enfrentar con éxito –razonable, provisional– a la prueba de su aplicación práctica.
Los problemas del comunitarismo cultural me parece que se resumen en la simplificación exagerada de lo que se requiere para ‘estar juntos establemente’, reduciéndolo a un esquema que es intrínsecamente rígido, represivo de libertades individuales y conflictivo hacia otras comunidades. Hace falta subrayar que su absolutismo lo hace incompatible con el relativismo jurídico de un estado de derecho: a título de ejemplo, la disyuntiva que plantea la entrada entre el “derecho de cada uno a hablar la lengua que […] desee o […] prefiera” y el “derecho de la comunidad a que su lengua […] no sufra el acoso” se me antoja un puro juego de lenguaje, porque los dos términos de la alternativa se sitúan en planos bien diferentes: el primero es un derecho objetivable, definible en términos relativos, es decir a través de un acuerdo entre iguales; el segundo es un “derecho” (n.b. comillas puestas desde mi propia perspectiva cultural) inobjetivable, definible sólo mediante proposiciones absolutas, es decir reveladas a un líder.
Estos juegos asoman la patita por todas las costuras del discurso comunitarista. Sus saltimbanquis han jugado, desde los comienzos, la carta de la confusión, y los pánfilos de pelo y de pluma y de escama a los que llamamos coloquialmente ‘gobernantes’ se la han tragado doblada. Es obvio que la propuesta comunitarista no podría prosperar ante los ciudadanos (ni siquiera ante los más simplotes) si mostrase sus cartas boca arriba. Así que ha mezclado y remezclado en la superficie conceptos ‘progresistas’, para adoptar en su esencia posiciones absolutistas, más que conservadoras. (Los conservadores piensan, y lo dan a entender claramente; los absolutistas, puede, pero lo disimulan bien).
ResponderEliminarPor ejemplo, ha utilizado oportunísticamente el argumento de las injusticias de reconocimiento’ que citaba antes. Existían éstas objetivamente, cuando la comunidad cultural había pasado por periodos de opresión totalitaria. Pero su ‘reparación’ muchas veces ha aparejado la creación de nuevas injusticias de reconocimiento dirigidas a otros grupos, con lo cual magra reparación ha sido.
Por supuesto, aunque en la España de hoy la versión más visible del comunitarismo cultural habite en determinadas Comunidades Autónomas, permea además muchas otras comunidades no localizadas en un ámbito físico concreto: por ejemplo, los aparatos de los principales partidos de ámbito nacional y regional –y sus platilleros mediáticos, y sustanciosas sacas de sus votantes– actúan esencialmente bajo estos presupuestos. Por eso dan el horror que dan las listas abiertas, los debates internos, las primarias y las corrientes. “¡Tened bien cerrada la puerta, que si sopla la libertad nos resfríamos todos!”