La comunicación humana se mide ahora por caracteres, tipo de letra, fuentes en línea y no sé cuántas zarandajas más. A través de internet los mensajes son escuetos como verso farfalloso y lo que antes llamábamos recados, y hoy calificamos como SMS, se llenan de siglas, apócopes y otros metaplasmos, abominables en su mayoría.
El teléfono móvil se usa asímismo para conversaciones mercantiles (“me mandas el listado de stocks y te envío por attache el factoring y el merchandising”) o para intercambiar informaciones tontas. Todo además a grandes voces. Como hago muchas horas en los trenes no tengo más remedio que oír a los viajeros y sorprende advertir la presencia de personas, que visten años y calzan muchas leguas andadas, coger el teléfono para comunicar el emocionante dato de que el tren está pasando por Burgos y chispea.
Es decir, nunca la técnica había puesto a nuestra disposición más posibilidades para comunicarnos y nunca las habíamos desaprovechado con tanta vehemencia.
Y luego están todos esos “amigos” que nos salen en las “redes sociales” que se cuentan por centenares y que aumentan de día en día. Se agradece, claro es, que alguien se acuerde de nosotros y también es una alegría recuperar el contacto con algún compañero de correrías estudiantiles o saber de pronto de alguno de esos amores que se hallaban extraviados entre los renglones de la prosa gárrula que es la vida. Pues son como velas que se encienden cuando ya creíamos la cera definitivamente agotada.
Pero amistad, lo que se dice amistad, es otra cosa y bien distinta. La amistad es un camino largo, cercado por aventuras y experiencias, un camino de placeres y dolores que, cuando se vive auténticamente, permite arribar a puertos remotos y escalar cimas claras y brillantes desde la que se divisa un paisaje de emociones compartidas y de sentimientos dignos. La amistad es un perfume donde conviven la generosidad y el altruismo con otras especias que tienen vida, una vida crepitante como la tienen los leños encendidos.
Y la amistad real, no la ficticia, es un portón que se abre para hacer entrar por él ese torrente de palabras bien aderezadas que llamamos conversación. Eso es lo que hoy muchos echamos de menos: hablar, en un lugar sin ruidos, donde no haya un televisor inclemente, ni música ambiental (habría que instaurar, para quienes nos torturan con ella, una pena especial y de las gordas en el Código penal), tan solo los hablantes, con un vaso de buen vino, que disparan sus ideas, sus temores, sus esperanzas, también sus puyas mal intencionadas.
Aquellas tertulias de antaño son un sueño hogaño. Uno piensa en las que tan bien se describen en novelas como “Pequeñeces” del Padre Coloma y en tantos testimonios de principios del XX, con aquellos escritores que formaban un corro de admiradores/aduladores y en los que aprovechaban para pontificar saltando de la observación sesuda al disparate, de la maledicencia a la ternura.
¿Cuándo se cometió el tertulicidio y se asesinó la conversación? Estos delitos hay que imputarlos a la televisión y les ha aplicado un ácido ya definitivamente destructor el SMS y el móvil.
El caso es que nuestra vida se alarga y se alarga con el omega 3 y la piscina de los SPA pero se contrae encapsulada en siglas, en iniciales, en caracteres ... Una vida en formato Times New 12.
El teléfono móvil se usa asímismo para conversaciones mercantiles (“me mandas el listado de stocks y te envío por attache el factoring y el merchandising”) o para intercambiar informaciones tontas. Todo además a grandes voces. Como hago muchas horas en los trenes no tengo más remedio que oír a los viajeros y sorprende advertir la presencia de personas, que visten años y calzan muchas leguas andadas, coger el teléfono para comunicar el emocionante dato de que el tren está pasando por Burgos y chispea.
Es decir, nunca la técnica había puesto a nuestra disposición más posibilidades para comunicarnos y nunca las habíamos desaprovechado con tanta vehemencia.
Y luego están todos esos “amigos” que nos salen en las “redes sociales” que se cuentan por centenares y que aumentan de día en día. Se agradece, claro es, que alguien se acuerde de nosotros y también es una alegría recuperar el contacto con algún compañero de correrías estudiantiles o saber de pronto de alguno de esos amores que se hallaban extraviados entre los renglones de la prosa gárrula que es la vida. Pues son como velas que se encienden cuando ya creíamos la cera definitivamente agotada.
Pero amistad, lo que se dice amistad, es otra cosa y bien distinta. La amistad es un camino largo, cercado por aventuras y experiencias, un camino de placeres y dolores que, cuando se vive auténticamente, permite arribar a puertos remotos y escalar cimas claras y brillantes desde la que se divisa un paisaje de emociones compartidas y de sentimientos dignos. La amistad es un perfume donde conviven la generosidad y el altruismo con otras especias que tienen vida, una vida crepitante como la tienen los leños encendidos.
Y la amistad real, no la ficticia, es un portón que se abre para hacer entrar por él ese torrente de palabras bien aderezadas que llamamos conversación. Eso es lo que hoy muchos echamos de menos: hablar, en un lugar sin ruidos, donde no haya un televisor inclemente, ni música ambiental (habría que instaurar, para quienes nos torturan con ella, una pena especial y de las gordas en el Código penal), tan solo los hablantes, con un vaso de buen vino, que disparan sus ideas, sus temores, sus esperanzas, también sus puyas mal intencionadas.
Aquellas tertulias de antaño son un sueño hogaño. Uno piensa en las que tan bien se describen en novelas como “Pequeñeces” del Padre Coloma y en tantos testimonios de principios del XX, con aquellos escritores que formaban un corro de admiradores/aduladores y en los que aprovechaban para pontificar saltando de la observación sesuda al disparate, de la maledicencia a la ternura.
¿Cuándo se cometió el tertulicidio y se asesinó la conversación? Estos delitos hay que imputarlos a la televisión y les ha aplicado un ácido ya definitivamente destructor el SMS y el móvil.
El caso es que nuestra vida se alarga y se alarga con el omega 3 y la piscina de los SPA pero se contrae encapsulada en siglas, en iniciales, en caracteres ... Una vida en formato Times New 12.
S mi Sosa, me parece un hombre muy sabio; tipo me gustaría tener cerca por si se me pega algo. Actualmente conviven dos mundos los que han mamado la tecnología, tipo jueguecitos play, y face, tuenti; y los demás; que navegan pero sabiendo que existe el mundo real. Mi padre por ejemplo, y tb yo. Yo apago, el ordenador y ya no está el mundo virtual. Lo utilizo para desahogarme, lloriquear en mis borracheras, investigar las palabras que no entiendo de los libros que leo y no están en el diccionario..Pero luego lo apago y ya no está. No tengo face ni tuenti, si tengo perfil ficticio. Pero apagó y me olvido. Puedo pasar hasta una semana sin volverme a conectar. Y sin echar de menos la conexion. Lo primero que hago mirar el correo y luego la uni...pero paso mucho de la red...una cosa es mi vida y otra la red. si algo me angustia apagó el ordenador y desaparece.
ResponderEliminarEstimado Profesor Sosa Wagner, su escrito me recuerda aquella frase del Maestro Joaquin Rodrigo cuando se imaginaba el cielo como "una inefable e inacabable tertulia".
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