Insisto, aquí hace falta elevarse a la teoría y sustituir a ratos la víscera por la reflexión. Así que hagámonos algunas preguntas para, antes que nada, distinguir entre reflexión teórica y víscera a palo seco.
a) Si a mí me piden que imagine que alguien asesina muy cruelmente a un hijo mío y que luego piense si me gustaría matarlo con mis propias manos, si pudiera y me atreviera, respondo sin dudar que sí.
b) Si me preguntan qué siento cuando me entero de que un tipejo como Bin Laden ha muerto, contesto con sinceridad que me alegro. ¿Y si no murió de muerte natural o por accidente, sino que alguien lo mató? Me alegro más, al menos de momento.
A las preguntas a) y b) he respondido con la víscera. O, si prefieren que lo diga más fino, emotivamente, desde mis pasiones. Conste que la víscera, la emotividad, las pasiones, las mías y las ajenas, las considero legítimas. También somos pasión y sentimiento.
c) Ahora la cuestión es si me gustaría que el Estado matase al asesino de un hijo mío. Esto se complica. Por un lado, sí; eso me lo dicta la pasión, que no es muy analítica. Por otro lado, me preocupo un poco. Cuando me preocupo, necesito analizar; en otras palabras, ya me hace falta un poco de reflexión teórica, necesito que la teoría me ayude.
¿Por qué me preocupo ante esta pregunta c)? Porque si decimos que sí puede o debe el Estado matar a lo asesinos –o torturarlos, o encerrarlos sin garantías ni juicio-, empiezo a correr peligro YO. ¿Yo? Sí. ¿Por qué? Por el riesgo de confusiones, en primer lugar. Pues el Estado, que en realidad son los agentes del Estado, puede confundirse. Puede matar al que no es, por error. Puede confundirme a mí mismo con un violento criminal al que anda buscando. O puede lanzarle al malvadísimo una bomba justamente cuando yo, ajeno a todo, pasaba por allí. Yo puedo ser la víctima inocente... del Estado; o el que padezca el daño colateral.
Y aún queda otro problema, el problema de las categorías y de su definición. Nunca vamos a oír que debe estar permitido que el Estado mate a X por ser X, sino porque X es un Y. Se dirá: el Estado debe poder ejecutar a X porque X es un criminal peligroso. Con lo cual, X, pero también W o Z (o yo, o usted) podrán ser ejecutados o no por el Estado según lo que entendamos por, según cómo se defina “criminal peligroso”. Bin Laden es (era) un criminal peligroso. ¿Y el que preparaba las bombas que Bin Laden ordenaba poner acá o allá? De acuerdo, ese también. ¿Y su chófer? ¿Y…? Estamos ante lo que se llama el problema de la pendiente resbaladiza.
Pero las pendientes engrasadas son más, hay varias. Los terroristas más sanguinarios son criminales peligrosos, seguro. ¿Y los que con la mayor perversidad violan y matan niños? Digamos que también. ¿Y los que violan y matan adultos? Es posible. ¿A cuántos han de matar o estar dispuestos a matar para ganarse ese título de criminales peligrosos que habilita al Estado para ejecutarlos? ¿A cien? ¿A veinte? ¿A tres? ¿A uno? ¿También es “criminal peligroso” el que viola a niños o adultos pero no los mata? ¿Y el que los mata sin violarlos? ¿Y el que no mata ni viola, pero roba muchísimo? ¿Y el que dirige una organización que trafica ilegalmente con drogas muy dañinas? ¿Y el que simplemente trafica, pero no dirige la organización? ¿Y el traficante ilegal de armas que a lo mejor hasta las vende a los grupos terroristas? ¿Y el concejal de urbanismo de la Costa del Sol?
El problema de fondo es el de quién define en qué consiste la categoría Y, la categoría de sujetos que por su maldad o lo dañinos que socialmente resultan merecen ser ejecutados por el Estado. Y siempre es así: esa categoría la establece y define el Estado mismo, el mismo ejecutor. No, no soy yo, con mi razón o con mis pasiones; no somos nosotros, ustedes y yo. Es el Estado, aunque luego nos hagan encuestas para decir qué nos pareció y qué tal estuvo el que disparó. Juez y ejecutor, juez para poder ejecutar. Si les parece muy abstracta la noción de Estado, llámenlo poder, poder ejecutivo. Mal asunto, peligroso.
Tiempos hubo, no tan lejanos, en que el Y o “criminal peligroso” era el no creyente, por ejemplo. A la hoguera con él. Todavía hoy, en algunos lugares, ese X o peligroso criminal es el que se da a prácticas homosexuales con adultos que como él consienten esas prácticas. En Irán se cuelga por eso a los homosexuales. Tengo entendido que en China se ejecuta a los ladrones de cierta monta.
Por causa de la pendiente resbaladiza, en este Occidente nuestro, del que tanto abominan muchos occidentales algo leídos y considerablemente ociosos, se decidió que era mejor que el Estado no matase a la gente, ni siquiera a los malos, que no los matase ni a modo de pena de muerte que se impone en un juicio con garantías ni, menos, sin juicio y por la brava. No se ha llegado a ese veto por compasión con el delincuente, como suele pensarse al leer nuestros periódicos actualmente, sino por prudencia, para reducir riesgo para usted y para mí. ¿Cuál riesgo? Estos tres, referidos a la posibilidad de que seamos usted y yo los que resbalemos por la pendiente: el riesgo de que el Estado me confunda con el malo, el riesgo de que usted o yo estemos allí, a lo nuestro, cuando el Estado le dispara o le lanza la bomba al malo y el riesgo de que al Estado usted o yo le parezcamos uno de esos horribles seres que merecen la muerte. ¿Y por qué habríamos de parecérselo? Pues porque estamos contra el gobierno o contra el partido que manda, o porque no vamos a misa, o porque somos adúlteros (bueno, eso usted; pero en nuestros días todavía hay Estados que lapidan a las adúlteras) o porque…
Nuestros sistemas ético-político-jurídicos no frenan las ansias vengadoras del Estado por razones humanitarias relativas a la compasión o respeto que el criminal nos merece. Esos son cuentos, sermones laicos. Lo frenan por la misma razón por la que usted no abre la jaula de los leones para que se coman a ese vecino sinvergüenza que nos insulta en la escalera de casa. Al león no puede usted decirle eso de mira, rey de la selva, te comes a este y luego vuelves a tu jaula. Cuando al León lo sacas de su jaula, se merienda a cualquiera, al menos mientras le convenga porque tenga hambre. El Estado, igual. A Obama le ha subido más de diez puntos la cuota de popularidad, la opinión pública norteamericana y mundial bate palmas y se frota la partes, quiere ver fotos del muerto con muchos tiros en la cabeza. También medraría la buena consideración “social” de Obama o de cualquiera de los nuestros si mañana el ejecutado, hasta sin juicio, fuera un violador de niños, un narcotraficante, un… ¿Un qué? La pendiente resbaladiza, la cuesta abajo.
Es pura gestión de riesgos. La del Estado y la nuestra. Y rigen leyes cuasinaturales, como de dinámica de fluidos. Yo sí quiero que se aminoren los riesgos de que a mí o a un familiar o amigo mío lo mate la bomba de un terrorista o la navaja de un ratero, o los riesgos de que a mí o a un ser querido nos violen con la mayor crueldad. Y así sucesivamente. La tarea de protegernos de esos riesgos se la hemos encomendado al Estado, con sus policías y sus jueces, sus carceleros y hasta sus verdugos, y el Estado la ha asumido. Para eso está, como mínimo.
Pero eso es sólo una cara de la moneda. La otra consiste en que a usted y a mí también nos interesa, y mucho, adelgazar otro riesgo. ¿Cuál? El de que sea el Estado mismo, a través de sus agentes, el que a usted y a mí nos mate, nos viole o nos robe. Cuanto más poder, más inmunidad y más impunidad le regalo al Estado para que me proteja de los malos, más peligro hay de que abuse de mí. Puede ser porque me confunda, porque pase yo por allí durante la "ejecución" o porque, simplemente, ese policía al que no se le piden cuentas me tenía ganas, ganas de matarme, de robarme o de violarme. Luego, si hemos soltado el león, a reclamar al maestro armero.
El reto más complicado de nuestros sistemas jurídico-políticos está en conseguir el adecuado equilibro en la gestión conjunta de ambos riesgos, el riesgo de que el ciudadano común y honrado sea víctima del delincuente y el riesgo de que el ciudadano común y honrado sea víctima del Estado al que hemos ofrecido carta blanca para perseguir al delincuente. En otras palabras, la ecuación se da entre seguridad, por un lado, y derechos y libertades, por otro. Si yo le otorgo muchísimo poder al Estado –a sus agentes, insisto- para que procure que nadie me mate, aumento proporcionalmente el peligro de que me mate él mismo. No hay manera de estar tranquilo.
Y no vale decir lo de yo sí estoy relajado porque soy honrado a carta cabal y a mí nunca me van a tomar por un tunante. Caben las confusiones, porque resultó que usted es morenazo, lleva el pelo largo y se gasta una pinta de moro de cuidado. Y cabe la mala fe: usted es mujer de mucho orden, está en México D.F. (que me disculpen los amigos mexicanos), ha ido a la comisaría a denunciar el robo de un bolso y ese policía desatado empieza a mirarla con ojillos de deseo y sabe que no le pasará nada si la desnuda a la fuerza allí mismo… O el policía necesita hacer unos méritos y apuntarse la detención de un traficante de droga, entra en su casa de usted, que nada ha hecho, pero resulta que hemos autorizado a la policía a hacer registros cuando y donde quiera, sin mandamiento judicial, y le coloca en la cisterna de su baño una bolsita con una sustancia blanca y se lo lleva detenido y… Se lucharía más eficazmente contra el tráfico de estupefacientes y otros delitos si los cuerpos de seguridad del Estado pudieran hacer cuantos registros quisieran sin encomendarse a formalismos, ciertamente; pero usted mismo, tanto si trafica como, sobre todo, si no, estaría mucho más indefenso de esa manera. Usted, sí; no, o no sólo, el delincuente. Entre otras cosas porque el delincuente puede comprar al policía –quizá- y usted no. En estos asuntos algunos remedios suelen resultar bastante peores que la enfermedad. La histeria colectiva y el ansia desmedida de seguridad justifican la muerte y encarcelamiento de muchos inocentes. Ese inocente puede ser usted mismo, so inocente.
El entramado jurídico y constitucional que nos hemos dado tiene una de sus razones de ser más importantes en embridar al Estado y a sus agentes, en ponerlos en su sitio; por la cuenta que nos tiene. Esperemos que eso ya haya quedado claro. Pero hay más. Por encima de mi particular interés, o el de usted, o, incluso, el de tal o cual delincuente muy malvado, hay una muy confusa noción que se llama interés general. No es que exista, sino que lo construimos a base de normas y procedimientos. Se han establecido sistemas de decisión que han de procurar que las decisiones que a todos nos afectan expresen algo más que el interés circunstancial suyo de usted, mío o de la persona que decide en el caso concreto. Veámoslo con un ejemplo.
Si a mí me preguntan qué sistema de vías de comunicación prefiero o me gusta más, a lo mejor respondo que uno que permita que en mi pueblo haya una estación de AVE, a veinte kilómetros de mi ciudad un aeropuerto y de mi casa a mi trabajo una autovía. Pero si no soy capaz de ir más allá de ese interés personal mío, no sirvo para ministro de Fomento. Si a mí me nombran ministro de Fomento –no lo quieran los dioses-, tendré que ponerme a pensar en clave de lo que más conviene a mi país, al conjunto de los ciudadanos, conjunto del que yo soy un simple elemento más, aunque algunos días me vea muy guapo. Por si las moscas y aparece un ministro del ramo que no ha alcanzado el grado de madurez moral propio de un adulto y confunde el interés del país con el suyo propio o el de su familia, el sistema jurídico-político tiene establecidos unos filtros, unos controles y unas sanciones. Existen controles políticos (desde preguntas parlamentarias hasta el control por los ciudadanos en las urnas) y ha de haber controles jurídicos, empezando (o acabando) por los penales: delitos de cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, etc. Para que el que por nosotros y para nosotros decide no se aproveche de su decisión y de nosotros.
En lo de la persecución y el castigo de los criminales peores sucede o tiene que suceder otro tanto. Si usted le da patente de corso al concejal de urbanismo para que recalifique terrenos sin control ni riesgo de ser sancionado, acaba recalificando los de su familia o sus amigos –o los de quien le dé mordida- como mejor le venga a él, no al municipio. Si usted le da carta blanquísima al ministro de Fomento, acaba poniendo la estación del AVE a la puerta de casa de su tía, la de él, y olvidándose de lo que al país conviene. Si usted le regala impunidad al jefe del Ejecutivo para que ejecute criminales, acabará, este o aquel, Obama o Bush o Perico de los Palotes cuando le toque, mandando matar a quien le dé la gana o le asegure aplauso popular y rédito electoral.
¿Rédito electoral? ¿Eso no tiene que ver con la opinión pública? La opinión pública es una mierda. Precisemos para que no se nos tilde de soberbios o elitistas o lindeza similar: lo que pasa por opinión pública es una porquería y el uso político y mediático de las encuestas de opinión elaboradas en plan aquí te pillo, aquí te mato (aquí te pillo, aquí te pregunto, ahora que lo maté) suponen una horrible perversión de nuestro sistema político y constitucional. Léanse, los que puedan, el artículo de Bruce Ackerman titulado “Tres hipótesis sobre la próxima crisis constitucional”, publicado en el último número (20, abril de 2011) de El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho. En el Estado de Derecho constitucional y demás, la legitimidad a las decisiones del poder político no se la otorga la encuesta en caliente, sino el voto en frío; no se la da la muestra de dos mil ciudadanos entrevistados a las diez horas de ocurrir un atentado o una ejecución, sino el voto anterior de millones de ciudadanos que ponderaron programas de gobierno y eligieron entre ellos. Si quisiéramos salvar lo poco que queda del sistema constitucional de Estado de Derecho, las encuestas de opinión deberían prohibirse.
No puede caber legitimación retroactiva y no se puede admitir autorización popular de la ilegalidad estatal. Lo que hace legítima o ilegítima una decisión del gobernante no es lo que mañana opine, a toro pasado, un porcentaje de chusma entrevistada con pregunta muchas veces tramposa y marcando un sí o un no o un me gusta o no me gusta, sino la conjunción de estos dos factores: la legitimidad de origen de ese gobernante y la constitucionalidad y legalidad de su ejercicio como tal. Porque el acuerdo popular con un acto ilegal no lo sana ni lo vuelve legal. Ni en mi caso ni en el del presidente del gobierno. Si yo contrato un sicario que mata al antiguo novio de mi señora, habré cometido delito (en el grado de autoría o participación que proceda) aunque el noventa por ciento de mis vecinos opinen que muy bien y que ya lo teníamos que haber ajusticiado antes. Si es Obama o un García cualquiera el que, como jefe de Estado o presidente de un gobierno, manda matar ilegalmente a un terrorista, lo que era ilegal ilegal seguirá y así habrá que tratarlo, aunque suba como la espuma la popularidad de ese mandamás. Por la cuenta que nos tiene, repito.
No sé si la orden de matar a Bin Laden, si la hubo y fue así, será legal o ilegal conforme al Derecho de EEUU, al internacional o a las leyes de la guerra, si es que se está en guerra. No sería ocioso saber si se está en guerra o no, pues nosotros, los españoles, tenemos tropas en “eso” y aquí nos dicen que guerra no es. Así que no habrá que aplicar legislación bélica. ¿O es que el que con sus tropas ayuda al ejército en guerra no está en la guerra de ese ejército? Pero ese es otro tema, dejémoslo. De lo que sí estoy convencido, repito lo de ayer, es de que hace falta teoría jurídica para saber si hay legalidad o no; teoría política, para conocer si hay legitimidad o no; y teoría ética, para saber, de una puñetera vez, si es moralmente bueno o malo, admisible o inadmisible, ejecutar sin juicio a los malos más horribles; y para saber qué es el mal y, por tanto, quiénes, por hacerlo, son esos engendros del diablo que merecen que una compañía especial de marines los acribille sin contemplaciones.
Nos urge la teoría e imploramos la reaparición de los teóricos que viven de enseñar esas teorías, para que ellos, que se supone que saben y pueden, nos hablen de esos asuntos desde las alturas del conocimiento y la reflexión y no desde la víscera. Porque si nada más que hay víscera, los teóricos sobran, los juicios de cualquiera valen lo mismo en términos de racionalidad y los libros podemos escribirlos nosotros mismos, usted mismo. Es nada más que ponerse y soltar bilis. En tal caso y si así fuera, reclamo para mi tía una cátedra de Ética en la UNED y para cada uno de mis sobrinos políticos sendas titularidades de Filosofía política y Filosofía del Derecho. De momento.
¡No es guerra, no es guerra! ¡Y además, se está ganando!
ResponderEliminarSalud,
Creo profesor, que en el último párrafo trata Vd un asunto que no pertenece al caso concreto. No fue una ejecución, fue una intervención policial contra un delincuente en el que el delincuente resultó muerto como ocurre cuando, por ejemplo, la policía española liquida a un atracador o varios en un tiroteo.
ResponderEliminarPerdón, en el penúltimo párrafo
ResponderEliminarArtigo lúcido e direto... Replicarei seu pensamento na minhas aulas para suscitar discussões sobre o tema... Forte abraço do Recife/Brasil...
ResponderEliminarEmílio d'Almeida Lins
(professor universitário e advogado)
¡Está muy bien, profesor!
ResponderEliminarRoland,
ResponderEliminarNo estoy de acuerdo con su opinión, no sólo en que la muerte de Bin Laden no esté relacionada con lo que el profesor expone, puesto que la conexión a mi modo de ver es obvia, sino en la comparación que realiza de este caso con una intervención de la policía española en un tiroteo con atracadores en la que alguno resulta muerto. Entre otras, porque en un tiroteo el fuego proviene de los dos bandos, los atracadores oponen resistencia, atacan, disparan y, lógicamente, los policías se defienden, mientras que en el caso de Bin Laden, según las informaciones que conocemos, éste estaba desarmado y no opuso resistencia, los marines entraron y se lo “cargaron” a él y a los demás sin contemplaciones. Además, tal y como indica el profesor, para saber si el hecho resulta legal conforme a la legislación bélica, tendríamos que saber si estamos en guerra y según nuestro gobierno no es así (ejem). Está claro que, si nos guiamos por “la víscera”, podemos querer y hasta alegrarnos de la muerte de Bin Laden, pero ¿debemos valorar este caso (u otros similares) según lo que nos dicte?, ¿debe el Estado guiarse por ella? Creo que no.
Un saludo
Marta
ResponderEliminarLo primero que tenemos que ponernos de acuerdo es si Bin Laden es un delincuente o no lo es. En alguna ocasión la policía española ha disparado contra delincuentes desarmados y les ha matado o herido disculpe que no tenga tiempo para narrarle un hecho concreto, hay ocasiones en los que la tensión del momento hace que los miembros de los cuerpos de la seguridad del Estado tengan el gatillo fácil y dependiendo de las pruebas pudiesen estar amparados por una circunstancia eximente. Yo no me alegro de la muerte de Bin Laden, simplemente digo que no se trata de una ejecución sino de un tiroteo entre fuerzas especiales y unos delincuentes.
Y completamente de acuerdo en lo que Vd refiere de que el Estado no debe guiarse por víscera alguna.
Roland,
ResponderEliminarEntiendo que pueden darse casos en los que, como usted dice, la policía tenga "el gatillo fácil", pero quiero pensar que son casos excepcionales y que el proceder general no es ese, por eso expresé mi desacuerdo con el ejemplo que empleó. Respecto a si Bin Laden es o no un delincuente, considero que el hecho de que todos, o al menos la sociedad occidental, lo tengamos por tal, no le excluye del derecho a tener un juicio, aunque le conduzca al mismo final. Aunque la información que conocemos es, sin duda, incompleta, no parece que en este caso nos encontremos ante un “tiroteo entre fuerzas especiales y unos delincuentes”, ( http://www.elpais.com/articulo/internacional/fiscal/general/EE/UU/justifica/operacion/Bin/Laden/acto/autodefensa/nacional/elpepuint/20110504elpepuint_2/Tes ) como usted señala. Si, tal y como parece, estaban desarmados y no opusieron gran resistencia, podrían haber sido detenidos y no directamente asesinados. En definitiva, creo que este asunto y todo lo que le rodea se mueve sobre una línea peligrosa, que, a mi modo de ver, no debería ser cruzada.
Un saludo
"... porque somos adúlteros (bueno, eso usted; pero en nuestros días todavía hay Estados que lapidan a las adúlteras)"
ResponderEliminarParece que hasta en las meninges de nuestro profesor ha calado el mito de que existen "Estados que lapidan a las adúlteras", como si en todos estos estados no se lapidase por igual a los adúlteros.
A este respecto, por cierto, aquí tiene una noticia ejemplar: un nigeriano que había huído con la esposa de otro fue condenado a morir lapidado por adúltero; la esposa, sin embargo, fue absuelta porque 'juró sobre el Corán que su amante la había hipnotizado'.
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/NIGERIA/tribunal/islamico/nigeriano/condena/hombre/adultero/morir/lapidado/elpepisoc/20020628elpepisoc_10/Tes
Por lo demás una pequeña búsqueda en Google de "adúltero + lapidado" permite fácilmente descubrir que el número de varones lapidados por adúlteros no es menor que el de mujeres, aunque, es cierto, si la ejecución es de un hombre, su visibilidad mediática será casi nula, y Amnistía Internacional se limitará a emitir algún comunicado rutinario, en vez de iniciar una campaña a gran escala.
Ayer ponían a caldo a Michael Moore por decir "So I like trials! Call me an American!".
ResponderEliminarUn hijodeperra desarmado.
Un comando con orden de asesinar.
Hay que ver cuánta gente está de acuerdo con ZP esta vez. ¡Pero cómo no estar de acuerdo en justificar un asesinato si lo ordena el Premio Nobel de la Paz!
Antes de entrar en los problemas que se presentan al otorgar al Estado la posibilidad de hacer de juez verdugo, hay que pensar primero en la moral. Por mucho que nos apetezca matar al que nos ha hecho daño, queda evidente que esa no es la solución. Actuar de la misma forma que un asesino nos convierte en asesinos. Tenemos en la historia de la humanidad miles de ejemplos para darnos cuenta de las consecuencias de la ley del Talión. Una de las enseñanzas más importantes de Jesucristo era esa, y parece que es olvidada en repetidas ocasiones por supuestos países católicos. Y encima como bien se apunta en los comentarios, el mayor insulto a la moralidad es que el máximo responsable de la muerte del mayor terrorista del mundo occidental, es premio Nobel de la paz.
ResponderEliminarMarta
ResponderEliminarSi los acontecimientos se produjeron como Vd narra estoy de acuerdo con su postura y con su reflexión final, no debe traspasarse por sistema una línea de riesgo. Ahora bien, insisto que esa postura hay que mantenerla cuando los que hacen "cosas" parecidas son nuestros agentes. Un saludo