(Dentro de cuatro horas tengo una conferencia en una plaza muy difícil, muy difícil debido a la alta competencia de mis anfitriones, que son amigos, y a la contundencia con la que debaten. Y, ya metido en la boca del lobo, voy a llevarle la contraria. Hablaré de lo poco que creo en las virtudes de la ponderación como método para justificar adecuadamente decisiones judiciales en casos difíciles. Adelanto aquí, para ampliar el auditorio, la primera y muy elemental parte de mi discurso).
1. . Nociones elementales sobre fenomenología de la ponderación
1.1. Sopesando objetos.
Ponderar se parece más a sopesar que a pesar. Por otro lado, el gran debate actual en la teoría jurídica y jurídico-constitucional se radica en la ponderación relativa de principios en litigio para un caso.
Supongamos que tengo un lápiz y que quiero pesarlo para conocer su peso. Necesito: a) un instrumento de pesaje que b) aplique un patrón de peso establecido (por ejemplo, en kilos y con arreglo al sistema métrico decimal). O tengo esa balanza que dé una información objetiva y fiable del peso de mi lápiz o no podré pesarlo. Pero puedo sopesarlo. Sopesar y ponderar son términos que funcionan como sinónimos a estos efectos.
Sopesar mi lápiz significa que lo tomo en mi mano y hago un cálculo a ojo, siempre aproximativo. Es mi experiencia, mi sensibilidad y mi habilidad lo que me pone en situación de calcular con más o menos acierto el peso de tal objeto, pero nunca voy a acertarlo con gramos o miligramos exactos.
Ese sopesar puede acontecer de dos modos o por dos razones. Yo puedo tener un motivo o interés para saber cuál es el peso de mi lápiz. A falta de báscula que me permita pesarlo, lo sopeso; es decir, a falta de conocimiento objetivo de tal dato, emito un juicio lo más aproximado que puedo, pero sin garantía ninguna de exactitud o precisión. Pero mi interés también puede ser, por la razón válida o comprensible que queramos, el de saber si mi lápiz pesa más que mi bolígrafo. Si tengo con qué pesarlos con precisión bastante, los peso. Si no, sopeso uno y otro y doy un juicio, fundado en esas sensaciones mías al sopesar uno en cada mano o uno y otro en la misma mano, sucesivamente. Diré, por ejemplo, que (me parece que) pesa más el lápiz que el bolígrafo.
Haya pesado o haya sopesado, mi afirmación de que el lápiz es más pesado que el bolígrafo puede toparse con un interlocutor no convencido y que, en consecuencia, demande razones para aceptar tal enunciado mío con ese contenido. Si lo que afirmo se basa en un pesaje en una báscula con precisión suficiente para lo que se requiere, me bastará decir eso: que lo sé porque los pesé, y al pesar el lápiz y el bolígrafo comprobé, sin ningún género de duda, el mayor peso del primero. No necesitaré dar ninguna razón justificativa del resultado, más que esa alusiva a que se obtuvo con un instrumento y por un procedimiento que son garantía de objetividad. Si mi interlocutor quiere cuestionar ese resultado que le presento, no podrá hacerlo manejando razones directamente dirigidas contra el resultado en sí, sino aduciendo defectos o mal manejo de la balanza (por ejemplo, que está trucada) o del modo de usarla (por ejemplo, que le di a una tecla para medir densidad del objeto y no peso).
En cambio, si mi afirmación sobre el mayor peso del lápiz se apoya en que en mi mano lo sopesé y sopesé también el bolígrafo, ¿en qué situación estamos? ¿Podrá mi interlocutor preguntarme por qué mi sopesar me da ese resultado y no otro? Sin duda podrá, pero únicamente cabe que yo le responda que es lo que me parece a mí, y que me lo parece con toda honestidad y con la mayor sinceridad. Si él sigue dudando, no tendré más razón que darle y nada más que tendrá sentido que le pase a él los dos objetos para que, a su vez, los sopese. Para ver qué es lo que le parece a él. Es decir, una impresión puramente subjetiva, como la que resulta al sopesar un objeto, o dos comparativamente, no es susceptible de ser justificada con más razones que razones personales: lo que me parece, lo que siento, lo que opino… Eso puede mejorar, pero no cambia en lo sustancial si estamos de acuerdo en un método mejor para sopesar. Por ejemplo, que primero se ponga caca objeto en una mano, luego que se cambien de mano y después que se pongan juntos en la misma mano. Serían tres pasos del sopesar…, de la ponderación de objetos a falta de balanza con la que pesarlos.
Ahora sopesa mi interlocutor que no se había creído el veredicto resultante de mi sopesar. Lo hace con cuidado y calma y concluye, con tan intachable honestidad y sinceridad como las mías, que es más pesado el bolígrafo. Le pregunto que por qué se lo parece y él, como yo antes, me da el único tipo de explicación que le cabe: que eso le parece francamente y por mucho que repita la operación y por gran de cuidado que le ponga.
Si estamos pasando el rato no hay problema, cada uno se va a casa con su opinión y aquí paz y después gloria. Si hay alguna razón que nos fuerce a un resultado único y, en consecuencia, a dirimir nuestra discrepancia, ¿qué haremos? La solución es obvia: puesto que se trata del peso de objetos, busquemos una balanza, vayamos donde haya una. Que quien sepa usarla con el mayor rigor nos pese el lápiz y el bolígrafo y tendremos un veredicto completamente seguro. Se zanjó sin vuelta de hoja la disputa.
Si no contamos con esa posibilidad en modo alguno, habremos de aplicar una regla para dirimir qué juicio predomina, el de cuál de los dos. Si está establecida una regla al respecto, la aplicamos; si no la hay, tendremos primero que acordar una y luego aplicarla. Esa regla puede tener múltiples formas: echar a cara o cruz el resultado, dar prevalencia a la afirmación del más viejo, pedir opinión dirimente a un tercero determinado o aleatoriamente designado, etc., etc.
Una última precisión es importante. Una discrepancia como la expuesta solamente tendrá razón de ser y sentido cuando el peso de los dos objetos que se comparan sea en principio, a simple vista o razonablemente, similar. Es decir, cuando la posibilidad de discrepancia venga justificada por la ausencia de una evidente diferencia de peso. Si lo que usted y yo andamos sopesando es un libro convencional de quinientas páginas en papel y un pelo humano, poco tendremos que discutir a la hora de establecer cuán de los dos objetos tiene mayor peso. Sobre lo evidente no se debate y cuando alguien niega lo empíricamente más obvio no se buscan árbitros, sino loqueros o médicos.
1.2. Sopesando entidades intangibles.
Ahora alguien me interroga sobre cuánto de importante es el amor romántico en mi vida, el amor a una pareja. Balanza propiamente dicha no tengo para dar un lugar y peso exacto a ese tipo de amor en las escalas de mi vida. Pero cabe que le asigne un lugar por relación con otro tipo de sentimientos o valores vitales: es para mí el valor más importante, es uno de los más importantes, o es bastante importante, o es medianamente importante, o poco o nada importante.
Le devuelvo la pregunta a mi interlocutor. Ahora le toca responder a él. Podemos coincidir en la asignación de uno de tales valores o no. Si coincidimos, esa coincidencia versará sobre el peso abstracto del amor romántico en nuestras vidas y por relación a otros valores vitales. Supongamos que los dos hemos dicho que es uno de los valores más importantes.
Pero podemos igualmente discrepar: yo lo he calificado como poco importante y él como muy importante. Tenemos una divergencia sobre el peso abstracto de ese valor vital. ¿Podemos razonablemente argumentar y debatir sobre ella? Sin duda. Cada uno podrá explicitar sus razones, o lo que siente como tales: por qué la vida le parece mejor realizada al lado de una pareja a la que se ama, qué sintió cuando tuvo una, o varias, cómo se encontró cuando no tuvo pareja, etc., etc. Cada uno podrá o podría rellenar todo un muy razonable cuestionario sobre ese tipo de cosas que tienen gran relación con lo que se debate. Y, sin duda, se llegaría a una sabia y muy ponderada conclusión: esos dos sujetos valoran distinto porque son diferentes y/o porque han tenido experiencias muy diversas.
Hasta podríamos aplicar un método para ordenar esas valoraciones o asignaciones de “peso”. Podríamos ponernos de acuerdo en que cada uno responda a tres preguntas: a) si le parece que el amor es adecuado para contribuir a la felicidad; b) si se puede sustituir por otro sentimiento o experiencia que dé tanta o más felicidad; c) si es más o menos importante el amor que alguno de esos otros sentimientos o experiencias. Ordenaríamos el debate o la argumentación, pero cada uno seguiría contestando diferentemente al esas tres preguntas y, en consecuencia, a la de fondo; o como consecuencia de su distinta valoración de partida de la cuestión de fondo.
Ahora pongamos una situación que no verse sobre el peso abstracto de un valor vital, o de varios, sino sobre pesos concretos. Mi amigo tiene una pareja a la que ama entrañablemente, pese al largo tiempo que llevan unidos. Pero la angustia y la duda lo reconcomen, pues él siempre ha soñado con hacerse arquitecto, esa ha sido siempre su profundísima vocación y ahora, al fin, tiene los medios para pagarse los estudios en las condiciones mejores, pues acaba de tocarle la lotería. El problema es que tales estudios sólo puede realizarlos a quinientos kilómetros del lugar donde vive con la persona amada y esta, por circunstancias insuperables, no puede acompañarlo. Ella le ha dado un ultimátum: o la arquitectura o yo, pero a las dos cosas no podrás estar. Él comprende las razones de su pareja, que, por ejemplo, está moralmente atada a la cama de su madre enfermísima que nadie más puede cuidar y a la que no quiere separar de su casa de siempre y de su compañía.
Mi amigo tiene que tomar una decisión y me consulta a mí para tratar de reforzar su juicio o verlo más razonable. Le respondo que debe realizar su vocación y cursar la carrera de sus sueños. Se lo argumento: los amores pueden ser pasajeros, de poco sirve amar y ser amado si uno lleva consigo una profunda frustración vital y profesional, la ligazón moral de su pareja con su madre no tiene por qué importarle más a él que su propio futuro en un trabajo que lo llene más plenamente, si su pareja lo quisiera tanto como dice no lo pondría en ese brete. Etc., etc., etc. No lo convenzo, pues él prefiere la decisión contraria, ya que ama mucho a su pareja, no se ve capaz de vivir sin ella, comprende bien su compromiso con el cuidado de su madre, piensa que tal vez en el futuro pueda hacer esos estudios que ahora desecha. Etc.
Hemos sopesado el peso de dos valores vitales en el caso concreto y a la luz de las precisas circunstancias que en él concurren. ¿Podríamos haber llegado a un acuerdo? Difícilmente, ya que cada cual está aplicando la escala que en abstracto estableció previamente, al sopesar en abstracto esos valores vitales.
¿Podrían haber coincidido nuestras ponderaciones? Sí, podrían, si se hubiera dado alguna de estas dos situaciones: o bien que nuestra personal jerarquización de esos valores hubiera sido la misma o muy cercana, o bien que las circunstancias hubieran sido tan extremas como para que uno de los dos hubiera visto que ellas convertían en despropósito la aplicación de tales prioridades abstractas. Por ejemplo, si esa pareja a la que mi amigo ama lo maltratara sistemáticamente, si su madre no estuviera apenas enferma, si ella despreciara manifiestamente la vocación y los intereses de él, etc.; en suma, si fuera evidente para cualquiera que dar prioridad al amor de mi amigo sobre su vocación resulta absurdo para cualquiera que tomara en consideración esa situación concreta. Pero entonces tampoco tendría tanto sentido que él dudara y pidiera opinión ajena, salvo para comprobar que la suya no era en modo alguno errada. Los pleitos y litigios, y también los dramas existenciales ligados a las decisiones propias, suelen darse nada más que cuando los casos son difíciles, cuando queda espacio razonable para las dudas.
En otra oportunidad mi amigo y yo hemos debatido sobre un asunto que no tenía tan directas implicaciones personales, concretamente sobre si será compatible con la Constitución española la tortura en ciertos casos. Los dos conocemos que el art. 15 dice que nadie puede ser sometido a tortura, pero los dos hemos leído también unos escritos de Dershowitz y Brugger en los que estos autores ponen el caso de la bomba de relojería y el terrorista detenido que no confiesa dónde la colocó, de manera que o es rápidamente obligado a confesar, por cualquier medio, tortura incluida, o hay convencimiento de que docenas o cientos de personas inocentes pueden morir dentro de pocas horas. Él está a favor de que en una situación tan excepcional los interrogadores torturen al terrorista detenido, siempre que haya seguridad de todos los otros datos del caso. Le pregunto que cómo puede llegar a esa conclusión y me responde que sólo hay que sopesar lo que por un lado y otro está en juego.
Como, además, ha leído a Robert Alexy, me lo fundamenta paso a paso y con detalle. Primero me explica que nadie podrá dudar de que esa tortura es idónea para salvar las vidas en peligro; después, que en las circunstancias del caso no hay una alternativa menos dañina para el derecho del terrorista detenido, pues está adiestrado para resistir la presión psicológica de los interrogatorios convencionales y, además, por el lado de la protección de las víctimas inminentes tampoco queda otra opción viable, ya que estamos en una gran ciudad llena de lugares muy concurridos y en unas pocas horas, las que creemos que faltan para que la bomba estalle, no hay tiempo para desalojar cada lugar concurrido o cada edificio de muchos vecinos; y, por si fuera poco, de la capacidad destructiva y mortífera de la bomba tampoco caben dudas razonables. Puestos a sopesar, parece un caso bien fácil, pues, para rematar, y como él me argumenta, si ponemos en un platillo de la imaginaria balanza el derecho de este concreto sujeto a no sufrir el maltrato de la tortura y en el otro el derecho a la vida y a la integridad física de docenas o cientos de ciudadanos completamente inocentes, nadie en sus cabales dudará del resultado. Es como pesar un sencillo lápiz contra un elefante.
Pero yo estoy radicalmente en contra de la tortura en cualquier caso y ocasión. ¿Qué puedo hacer? Negarme al juego del sopesar, oponerme a que se ponga en un platillo de la balanza ese derecho a no ser torturado y que se compare su peso con el de otros derechos o el de los derechos de otros, incluso contra derechos tan fundamentalísimos como el derecho a la vida. Y, puesto que me doy cuenta de que él me ha invocado los esquemas de Alexy y que ha convertido ese derecho a no ser torturado en un principio más, para poder sopesarlo por comparación con otros derechos-principios, como el derecho a la vida, contraataco con sus mismas armas doctrinales. Le recuerdo que Alexy no sólo habla de reglas y principios y de que un principio puede perder frente a otro principio o una regla, y que una regla puede perder ante un principio, sino que también menciona las que llama reglas de validez estricta, que son aquellas que jamás pueden ser derrotadas porque son imponderables, triunfos seguros. Son, las reglas de validez estricta, las que amparan derechos absolutos. Y remacho: la norma que prohíbe la tortura es una regla de validez estricta y, por tanto, no admite excepción, es inderrotable.
Entonces él me pregunta que dónde dice Alexy que la norma que veda la tortura es una regla de validez estricta y que tal derecho es absoluto. Tengo que reconocerle que, hasta donde llegan mis lecturas de ese autor o mi recuerdo de ellas, no lo afirma en ninguna parte, pero que así tiene que ser si no queremos vivir en un Estado horrible y muy peligroso para todos nosotros, etc., etc. Pero no ceja mi contendiente en su empeño y me pide que al menos le explique qué caracteres definitorios o notas estructurales tienen esas normas que son reglas de validez estricta y que no se ponderan, sino que se aplican mediante pura y dura subsunción, pues así, sabiendo cuáles son esas notas identificadoras, podremos discutir si la del art. 15 de nuestra Constitución es tal o es un simple principio o una regla del montón. Entonces le tengo que reconocer dos cosas. La primera, que en Alexy no hay tal caracterización estructural de las reglas de validez estricta, por lo que no podemos aplicar esa plantilla alexyana para ver si la prohibición de tortura se contiene en una de tales o no. La segunda, que me da igual, pues para mí la tortura es suprema aberración moral y no admito que ni en un solo caso pueda hacerse excepción a su veto. Entonces él contraargumenta que para él también la tortura es práctica por lo común moralmente rechazable en grado sumo, pero que más terrible y moralmente reprobable le parece que no se ahorre la muerte cruel de muchos inocentes cuando puede evitarse torturando lo que sea necesario a uno solo que, además, es un malvado sin paliativos.
Él ha ponderado y yo me he negado a ponderar. En su personal escala moral y de valores la interdicción de la tortura no ocupa un lugar tan altísimo como en la mía. En la de él no caben derechos absolutos o, al menos, no cabe ese derecho como derecho absoluto. En la mía, sí. Los acuerdos son imposibles mientras uno de los dos no altere sus personales preferencias morales, el sistema de valores en que se basan.
¿No hay lugar para ningún acuerdo posible? A lo mejor sí. A lo mejor podemos llegar a alguna transacción por vía de interpretación, es decir, precisando lo que por tortura puede entenderse en el art. 15 de la Constitución. Basta que él admita que en esa norma quedan prohibidos los casos claros e indiscutibles de lo que cualquiera y en su significado más propio puede llamar tortura, cosas tales como la picana o el llamado método de la bañera o clavarle alfileres debajo de las uñas o quemarle partes del cuerpo. Y que yo me avenga a admitir que fuera de esos casos claros que caen dentro del núcleo de significado, a lo mejor ya no se trata propiamente de tortura, ya no se está ante el “contenido esencial” del derecho. Por ejemplo, podemos acordar que en la situación descrita sea admisible alguna práctica de la llamada tortura psicológica. Mas entonces ya no estaremos sopesando o ponderando unos derechos o principios contra otros derechos o principios, sino valorando razones para una interpretación más extensiva o más restrictiva del término “tortura” en el art. 15.
En términos de concepción de las normas y los derechos y en clave de exigencias de racionalidad argumentativa, ¿cambia algo? Sí, lo siguiente. Cuando lo que se ha de justificar mediante argumentos es la interpretación de una norma, el eje de la argumentación ha de ponerse en consideraciones generales sobre cómo queda configurada, después de tal o cual interpretación, esa norma que se interpreta. Predominan ahí las razones generales sobre los efectos futuros de esa norma con tal configuración interpretativa. Las razones interpretativas que se aduzcan son razones en pro o en contra de una y otra interpretación. Por mucho que cuando la norma se interpreta para aplicarla a un caso concreto, como el que aquí debatíamos, ocurra aquel ir y venir de la mirada entre la norma y los hechos del caso, del que hablaba Engisch en expresión célebre, el acento no se pone en la circunstancias del caso, sino en la conformación genérica de la norma. La consecuencia para el caso concreto que se enjuicia es una más de las consecuencias que se valoran. El caso queda sometido a la norma que se ha interpretado para abarcar una generalidad de casos[1], de los que el presente es uno más, aunque sea el que ahora toca resolver.
En cambio, el planteamiento es diferente cuando el énfasis argumentativo se coloca en las circunstancias de este caso. Entonces la regla se construye enteramente (o poco menos) para hacer justicia a este caso, con prescindencia de los otros. Cierto que se dirá que la regla así construida a partir del pesaje de las circunstancias del caso y bajo la que esos hechos se subsumen para extraer la solución de ese caso, es una regla con vocación de futuro y llamada a ser aplicada a casos futuros que presenten circunstancias perfectamente idénticas. Pero bastará una alteración de una de esas circunstancias para que se tenga que construir una regla nueva para el caso nuevo. En otras palabras, deja de haber normas (incluso normas constitucionales de derechos fundamentales, como las que aquí están en juego) con un núcleo o contenido esencial capaz de prever la solución de casos venideros. Cada vez que concurran razones de algún peso para hacer que pueda plantearse razonablemente la posibilidad de torturar, habrá que volver a valorar (a ponderar) los concretos hechos concurrentes, salvo que esos hechos del caso nuevo sean exactamente los mismos del caso anteriormente resuelto, lo cual nunca va a suceder, pues no hay (o casi no hay) dos casos perfectamente idénticos en todo.
Retrocedamos un poco, retornemos al debate entre mi amigo y yo. Yo me había negado al juego de la ponderación, al entender que la prohibición de tortura no se contiene en una norma, la del art. 15, que sea un principio o una regla derrotable por un principio. En mi sistema moral, la prohibición de tortura sólo puede ser absoluta. Pero ahora supongamos que sí estoy abierto a ponderar, sobre la base de asumir que tal norma es un principio más. Que tanto mi amigo como yo ponderemos ¿supone, con necesidad o alta probabilidad, que lleguemos al mismo resultado? No, ni siquiera en este caso que parecía tan claro en cuanto a los respectivos pesos de los derechos o principios en juego; o que le parecía tan claro a mi amigo imaginario.
Si en lugar de adoptar la estrategia del veto, argumentando que la prohibición de tortura es una regla invencible, asumo que es un principio, pero quiero que gane en la ponderación, debo argumentar para justificar mi pesaje alternativo de las circunstancias del caso. Tendré que discutir aquella narración de los hechos que había elaborado mi interlocutor. Cuestionaré que sea cierto que la policía pueda tener certeza plena de que el detenido haya colocado esa bomba, o de que la bomba vaya a explotar precisamente en una hora o dos, o que vaya a hacerlo en lugar muy concurrido, o que tenga la mortífera potencia, etc. Basta que pueda asirme a una circunstancia fáctica que admita una interpretación alternativa, para que pueda justificar un balance diferente de las razones y los principios. Pues da la impresión de que los “ponderativos” a menudo olvidan también que, al igual que en el proceso las normas se interpretan, otro tanto ocurre con los hechos, salvo los contados que se nos ofrecen indubitadamente. De la misma forma en que vemos tantas veces a los tribunales que aplican el método ponderativo obviar la argumentación que justifique la interpretación de la norma, interpretación que ha sido dirimente o codirimente del resultado, es frecuente que los hechos que se ponen en la balanza como circunstancias determinantes del peso respectivo de los principios sean hechos sobre cuya prueba, consistencia o capacidad de convicción no se argumenta lo bastante o casi nada.
Frente al test de idoneidad y al de necesidad que ha aplicado mi amigo con resultados favorables para su tesis, pues nos ha contado que hay certeza de que falta solamente una hora o dos para que la bomba explosione, yo puedo explicar que esa certidumbre no es tal y que seguramente hay más tiempo, con lo que en nada se beneficia el derecho de las víctimas potenciales, o que hay un medio más benigno para el derecho del detenido y que tiene el mismo efecto protector para los ciudadanos, como, por ejemplo, pedirles que se refugien en sus casas y no acudan a lugares concurridos hasta que la policía localice, con sus medios legales, el explosivo.
¿Y el test de proporcionalidad en sentido estricto? No lo supera la medida en discusión si existe descompensación, desproporción, pero sí en caso de que el beneficio para un derecho (en este caso el derecho a la vida de las víctimas hipotéticas) no sea inferior al daño para el derecho de la otra parte (en este caso el del torturado o candidato a tal). Contesten en su fuero interno los lectores: ¿qué estiman más grave para un ser humano, más degradante, morir sin culpa en un atentado o ser torturado? Ahora desde el punto de vista del autor: ¿es más afrentoso para la esencia del Estado de Derecho y para los valores constitucionales principalísimos el matar a un inocente o el torturar a un presunto culpable con el fin de salvar vidas?
A mi interlocutor le sale que el balance favorable a la tortura; la balanza mía da el resultado opuesto. Y ambos, puestos a ponderar, daremos la versión que a nuestra postura más convenga sobre los hechos del caso y sobre el peso abstracto de los respectivos principios. Porque, y aquí está el dato decisivo, ni los principios pesan en sí ni las circunstancias del caso pesan en sí; el respectivo peso se lo damos nosotros, al “sopesarlos”. Y en el peso que les asignamos podemos coincidir o no. En los casos muy evidentes, a tenor de los valores compartidos o del núcleo fundamental de los mismos, coincidiremos; en los casos difíciles y que, por tanto, requieran balanza de más precisión, discreparemos. Y no hay más tutía.
Pues en Alicante estamos listos para el intercambio de ideas y la siempre respetuosa refutación. Por lo pronto, Juan Antonio, entérate que aquí se encuentra un fuerte detractor de esa herramienta subjetiva con disfraz racional que tan elocuentemente has llamado "ponderómetro".
ResponderEliminarSaludos.
Aarón Segura.