Ayer volví a verlo. Estaba sentado, solo, en un banco de los que bordean un parque de las afueras. Tenía la mirada perdida, las dos manos apoyadas en los bordes del banco, los pies cruzados y los labios apretados. Yo creo que estaba recordando algún discurso de antes o fraguando uno para sus adentros. Pasé por delante de él y no me reconoció, aunque bien es verdad que tampoco hice nada por llamar su atención y que reparara en mi presencia.
Antes paseábamos en grupo, largos y lentos recorridos desde su residencia en los límites de León, allá donde casi empieza Carbajal de la Legua, hasta El Corte Inglés o el parque de San Francisco. Podía ser una hora para la ida y hora y media de regreso, con paradas cada tanto en plena acera para debatir, recordar y lanzarse puyas. Allá iban Paco, que ya se apoyaba en bastón y que cada tanto llamaba con el móvil a Mercedes para preguntarle cualquier dato o decirle que ya se había cansado y que pasara a recogerlo con el viejo Volvo, Avelino, que mantenía su costumbre de ser ubicuo y escurridizo al tiempo, César, que sin parar sacaba a colación ejemplos históricos de prohombres desgraciados y que con ello sumía al hombre nuestro en la confusión. También aparecía cada tanto aquel eterno doctorando brasileño que ahora se dedicaba a pleitear en estas tierras y que se había convertido en su sostén emocional, pues juntos gastaban tardes enteras para recordar las maldades de Bush y las fechorías del imperialismo gringo.
En fin, fueron tiempos graciosos. Al principio nos conducíamos con delicadeza, respetuosos de su retiro, hasta un poco compadecidos por su envejecimiento prematuro, aun cuando no estábamos, ninguno, para lanzar cohetes. Nos daba lástima su soledad y ese gesto de sacar a cada minuto el teléfono móvil del bolsillo para mirarlo con un rictus en la boca y volver a guardarlo. Eran instantes en los que dejaba de atender a la conversación y andaba ausente. Alguna vez lo vimos marcar unos números, equivocándose sin parar, y, cuando al fin parecía que iba a hablar con alguien, escuchábamos un sencillo “disculpe, me habré equivocado” o un esperanzado “dígale que la llamó José Luis, ella ya sabe”. Y vuelta a pararse al minuto para mirar y remirar la pantalla del aparato, hombre en espera y víctima propicia para nuestras bromas, que si mira a ver si te llega un mensaje de la Casa Real, que si a ver si te ha llamado algún Cándido y no lo has oído.
Yo anduve remiso para sumarme a semejante pandilla, pues, por un lado, me había propuesto aprovechar la jubilación para leer algo de la mucha literatura cubierta de polvo en mis estanterías y, por otro, temía que me guardara resquemor por tantas burradas que había escrito en mi blog. Nunca dijo ni pío de eso, creo que no me asoció conmigo mismo ni supo bien jamás de dónde había salido yo. Pero ya la vista se resentía y hasta el blog tuve que dejar después de casi treinta años. Ya qué me importaba y, para colmo, el médico venía recomendándome paseos en cada consulta.
Pensé que la gente nos miraría, que los peatones comentarían, pero él se había vuelto invisible; o sería que ya no se nos veía a ninguno. La mayoría vivíamos de remenbranzas, mas nunca llegué a saber si él recordaba o si la neblina se iba apoderando de su mente antes que de la de los demás. Bien es verdad que de Pascuas a Ramos lo encontrábamos de nuevo agudo, diríase que lúcido a su manera, con esa capacidad para dividirnos y buscarse complicidades, con la mirada turbia en los ojos claros y como si tramara alianzas para asaltar con los suyos alguna de aquellas residencias de ancianos ante las que cruzábamos sin querer fijarnos. Pero se fueron espaciando esas ocasiones y él cada vez iba más silencioso, los hombros caídos, las chaquetas demasiado grandes ya para su talla mermada, las camisas mal abotonadas, mientras uno traía a colación alguna anécdota del emperador Francisco José o el otro narraba un recién descubierto cotilleo de Mahler y su esposa Alma. Cafés casi nunca tomábamos, hay quien dice que porque ya no convenían a la salud de ninguno y quien opina que porque la mayoría había perdido la costumbre de salir de casa con unas monedas, por si acaso.
Ya hace más de un año que se terminaron aquellas caminatas. Con alguno sigo citándome los miércoles, pero él ya no aparece. Prefiere estar solo. Sé que le gusta ese parque donde acabo de dejarlo y estoy pensando que mañana, si no llueve, volveré por allí y me sentaré a su lado y le diré cualquier cosa, no sé, hola, José Luis, ¿quieres que compre un paquete de pipas y se las echamos a las palomas?
(Dedicado a P.S. que me inspiró minuciosamente esta historia que puede ser real)
Estupenda prosa. Pero me preocupa apreciar una leve sombra de ternura. Serán los años ya pasados (en el relato). O envidia mía: al transcurso del tiempo, todo se me hace más insoportable. En especial alguna gente.
ResponderEliminarSaludos.
Coincido con el previo en la apreciación estilística. Pero lo que -también coincidiendo con él... y con Kundera- resulta acongojante es esa detallada y desoladora descripción de un día cualquiera en el futuro de ídem.
ResponderEliminarGlups!