Me ha divertido ver en un blog de El País unas consideraciones sobre si está bien o mal reclinar en los aviones el propio asiento, para ir más cómodo o dormir mejor. Siempre he pensado que debería estar prohibido, salvo que el asiento de atrás esté vacío.
El de los aviones es espacio miserable, sádica apretura, lugar donde se acorrala impunemente a los viajeros. Me refiero a la clase turista, claro. En el otro lado se va de miedo y sobra sitio por todos los lados, se puede dormir y descansar como en una auténtica cama. Y lo de las estrecheces lo digo yo, que no tengo precisamente estatura de jugador de baloncesto. No puedo ni imaginar dónde meterán las piernas los de uno noventa.
Son variadísimas las ocasiones de la vida en los que a uno le gustaría ser un asesino despiadado e impune. Una de ellas es cuando el pasajero de delante reclina a tope su asiento en cuanto sienta en él sus posaderas. Deberían esas plazas tener un dispositivo automático que hiciera salir, en ese instante, un pincho bien gordo que se le metiera al comodón por salva sea la parte. Y, por si la experiencia le gusta y persiste en la postura, que tuviera el adminículo estrías y soltara ácido. En espacios tan reducidos es inevitable la guerra territorial y resulta particularmente odioso el que ataca primero con cara de aquí mando yo y me pongo como me sale de la boina. Estás así, invadido por el zampabollos delantero, te pica un pie de pronto y no tienes ni por dónde pasar la mano para rascártelo. O sea, inmediatas ganas de matar con la mayor crueldad posible, se te cruza el picor con los instintos más primarios y razonables.
También los gordos tienen su aquel. Dicho sea con todo el respeto, eso sí. Pero, caramba, siempre espero con aprensión hasta ver quién se me pone en la silla de al lado. Los hay que desbordan. Ya no solamente porque te metan el codo al grito de este apoyabrazos es mío y ya se hará usted cargo de que si no, no quepo. Es que a veces es un auténtico michelín grasiento el que invade tu parte y poco menos que tus partes, y a ver qué haces entonces. Llega la comida, pasta o arroz con carne, destapas el cuenco y ves cómo un trozo de grasa del compañero (o compañera, ojo, seamos justos con el género) se roza con tus macarrones o se te va introduciendo en el yogur desnatado. Lo miras, empuñas el tenedor tal que así, piensas un rato y concluyes que total para qué, un arma tan corta no le llegaría a los órganos vitales, vista la capa de sebo que los cubre. Así que envainas y se te pasaron las ganas de comer, por culpa de las frustradas ganas de asesinar.
Para que la dicha sea completa, solo falta que encima te salga parlanchina la excesiva criatura, o que tenga miedo a volar y se empeñe en asir tu mano durante el despegue o a la mínima turbulencia. No resulta romántico, aunque algún degenerado pueda verlo de esa manera. Para qué decir si encima el tipo se descalza y el sistema de ventilación no puede con la avalancha de efluvios indomables. O cuando, al acercarse el aterrizaje, intenta la ballena volver a calzarse los zapatos y no le entran y bufa y se cae sobre ti mientras pugna con empeines y talones. A veces, consumado el aterrizaje, el monstruo se pone a aplaudir como un niño y, volviéndose hacia ti como si nada hubiera pasado, te sonríe tiernamente y murmura que gracias a Dios y que ha sido un vuelo estupendo. Sí, estupendísimo.
Prefiero con mucho al embozado discreto y de talla mediana, ese no da guerra ninguna, aunque acabes preocupándote y temiendo que haya fallecido. Hace poco, me tocó una señora de mediana edad y pinta de francesa rígida que nada más sentarse se cubrió entera con la manta y no volvió a dar señales de vida durante siete u ocho horas. Yo la miraba y tentado estaba de levantar una esquinita para ver si respiraba o si estaba ya muy blanca, o fría. Aunque estoy seguro de que si llego a tocarle un dedo para ver si tenía ya el rigor mortis, habría soltado un grito estremecedor, temerosa de que fuera uno un machista agresivo. Me estuve quiero, pero con los dedos cruzados y preguntándome qué pasaría si, al llegar, la encontrábamos allí debajo con el cuerpo medio descompuesto y las cuencas de los ojos vacías. Mas insisto, mejor francesa muerta que gordo simpático vivo.
Lo de las azafatas y azafatos es harina de otro costal. Se ve que en los desplazamientos transoceánicos se cobra más y que se apuntan los más antiguos. Y tan antiguos. Algunos ya se caen de viejos. Y no es que tenga uno nada contra los viejos, no, que ahí vamos todos. Pero parece cercano el día en que alguna azafata (o azafato, pero se conservan peor ellas, lo siento mucho) te traiga tu bandeja en una mano, mientras con la otra se apoya en un bastón y le crujen los huesos de todo el cuerpo. Y luego dicen que una fantasía habitual del viajero es hacérselo con alguna servidora de vuelo en pleno ídem. Será en vuelos cortos, no digo que no, hay gente para todo. Pero como para ponerse en faena con alguna de esas beneméritas abuelas y que se desencadenen, para colmo, unas turbulencias. Seguro que se le descompone el esqueleto y se acaba descascarillando por completo. No he dicho desvistiendo, he dicho descascarillando.
Así que lo mejor es chutarse en tierra unos licores y a dormir desde el despegue. Con indiferencia a los hados y ajeno a los holgados.
jajaja. vaya tela."que tenga miedo a volar y se empeñe en asir tu mano durante el despegue o a la mínima turbulencia". Me encantaría verte.
ResponderEliminarY lo de que prefieres el rigor mortis de la francesa al gordo desbordante de turno. Y la fantasía de hacérselo con la azafata..., a partir de ahora; solo viajecitos cortos.ok? ¿pero por qué se empeña en cruzar el océano (yayaya, que le obligan o que le gusta o ambas?)que bien, que hayas regresado a "tu yo" literato. Estabas ya en plan académico aburrido.
Yo en esos casos le clavo las rodillas. Y a ver quien puede más
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