Hallábame durmiendo a las siete de la mañana en un hotel de una ciudad de Sudáfrica cuando me despierta una música de tambores. Tardé segundos en empezar a maldecir a todos los fabricantes de tambores, a los adquirentes de tambores y a los tamborileros, sin hacer concesión alguna ni distingos entre razas, pigmentación de la piel o sexo.
Cuando me asomo a la ventana descubro, en el jardín, al grupo de jóvenes que eran los autores de aquel desaguisado acústico, perpetrado para solaz de los huéspedes. Iban ataviados a la más rigurosa moda zulú, es decir, con una sencilla prenda, evocadora de algún fruto (¿plátanos?), que ocultaba sus partes pudendas, más unos collares y pulseras como guinda decorativa.
Todo bien pensado para trasladar la imaginación del europeo moderno al mundo ancestral de ese grupo étnico que ha protagonizado, junto a holandeses e ingleses, la historia de aquel país.
Cuando me repuse del sobresalto empecé incluso a gustar de aquellos sonidos y como además el tiempo era un diamante sencillo y la atmósfera acogía un surtidor de deleites, escuché largo rato con atención y respeto. No era la música que a mí me gusta ciertamente pero aquello tenía su ritmo, un ritmo que -me di en imaginar- bien había podido venir a lomos de algún hipogrifo cabalgando por la serranía de los siglos desde las palpitaciones más antiguas de las tribus zulúes.
Ya estaba trasladado al pasado remoto al compás de aquellos tambores cuando la música se paró de repente. Era el tiempo de descanso de los instrumentistas.
Y, entonces, se produjo -de una forma ruda- mi vuelta a la modernidad.
Pues aquellos zulúes, ataviados con escuetos taparrabos, se dirigieron a los coches que tenían aparcados a la puerta del hotel accionando a distancia sus mandos para abrirlos y tomar de su interior el móvil, el ipod, el ipad, la tableta y no sé cuantos otros cachivaches extraídos del más exigente catálogo de novedades tecnológicas.
Mi imaginación, que había logrado ser activada con hazañas luchadoras y con imágenes arcaicas, de repente se desplomó como herida por un telegrama de muerte.
Sin embargo, al recuperarme pensé que era divertido observar este racimo de tiempos, el agitar de las civilizaciones. Es como ver pasar un desfile de paisajes mofándose del destino y de las mareas, como recibir en casa la visita de Napoleón que viene acompañando a Alfonso XIII, o ver juntos -paseando por Nueva York- a Velázquez y Dalí ... O ese encuentro entre estilos literarios que ensaya Günter Grass en su novela “Es cuento largo”, mezclada su pluma con la de Theodor Fontane. O las “Variaciones” de algunos compositores sobre temas antiguos ...
Unas épocas se abrazan a otras épocas dándose entre ellas amores volubles. Y se besan uniendo alegrías de ayer y pesares de hoy o viceversa. Todo en desorientado amasijo. Pues el único aislamiento creíble es el de las estrellas. ¡Pero es, ay, tan vanidoso...!
Por mi parte, he creído oportuno acudir a mi sastre para encargarle una armadura a mi medida.
:) animación turística de toá la vida de Dios.
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