Con
evidente juego de palabras, podríamos denominar enfermedades sociales
autoimpunes aquellas conductas frecuentes que reúnen los siguientes caracteres:
(i) Causan grave daño a la
economía de una sociedad y a su patrimonio moral. Lo primero porque o bien
tienen altos costes que soporta directamente el erario público o bien provocan
perjuicios económicamente evaluables al afectar negativamente a la eficiencia
en la asignación de recursos o al disminuir la productividad y eficacia de sectores
capitales de la economía o de las instituciones de organización y control.
(ii) Se difunden en un ambiente
de anomia, de tolerancia generalizada o de aceptación como patrones normales de
conducta, bien sea en la sociedad en su conjunto, bien en grupos sociales,
corporativos o profesionales particulares.
(iii) Se mantienen sobre la base
adicional de un sistemático bloqueo de los instrumentos de control,
especialmente de los instrumentos jurídicos de fiscalización y de sanción, en
particular cuando los operadores en tales instancias de fiscalización y sanción
se convierten en beneficiarios directos o indirectos de esas mismas prácticas
desviadas, ilegítimas o abiertamente corruptas.
(iv) Se consolidan con carácter
indefinido y adquieren patente de normalidad, dejando de ser la excepción que
se oculta, desde el instante en que hallan amparo y refuerzo legal, tornándose
así comportamientos jurídicamente lícitos o difícilmente perseguibles conforme
a derecho, pese a su evidente origen espurio y parasitario.
En
otras palabras una enfermedad social autoimpune halla amplio respaldo social, o
al menos comprensión, siendo admirados e imitados sus protagonistas y dándose
una abierta competición por ocupar tales puestos cargados de prestigio, puestos
desde los que los propios sujetos agentes se aseguran la impunidad bien a base
de dotarse a sí mismos de un estatuto de invulnerabilidad, bien de presionar
eficazmente sobre otras instancias normativas con el objetivo de recibir un completo
blindaje legal.
Los
ejemplos de los que en España disponemos de tales fenómenos son múltiples. Uno
de ellos, que ya podemos considerar tradicional y bien asentado, es el
urbanismo de pelotazo. Las sucesivas reformas legales en la materia han servido
para asegurar, mientras se pudo, una generosa fuente de financiación a los
ayuntamientos y otros entes de territoriales, aceptando el coste de la
destrucción de bienes colectivos como el medio ambiente y el patrimonio
paisajístico y cultural. La promesa de ganancia fácil para el ciudadano común
que entraba en el mercado inmobiliario proporcionó la razón para la tolerancia
generalizada, y la ostentación y riqueza de quienes se lucraban, tanto desde la
gestión privada como desde la gestión pública de tales negocios, convirtió en
modelos sociales encomiados a quienes no eran más que viles perseguidores del
más grosero y canallesco de los lucros. El círculo se cierra cuando, llegada la
crisis del sector, los costes económicos del daño de todo tipo se socializan y
van de cuenta principalmente de quienes no han tenido arte ni parte en los discutibles negocios. Las responsabilidades penales o indemnizatorias que se hacen valer
tienen un carácter puramente marginal, afectan nada más que a individuos y
grupos no plenamente asentados o admitidos en el sistema defraudatorio y
cumplen la función de dotar de apariencia de control y castigo a lo que es un
sistema absolutamente opaco e impune.
Otra
buena muestra de ese género de males lo ofrecen los partidos políticos y sus
prácticas de financiación y de manejo de los resortes de poder político y
económico. La definitiva vuelta de tuerca ocurre cuando, al reformar el Código
Penal para introducir la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se
hace la excepción con los partidos, penalmente irresponsables aun cuando se
sabe sin margen para la duda que han sido, muy especialmente los grandes
partidos territorialmente muy asentados, los principales artífices de toda
clase de prácticas de corrupción pública y privada. Súmese la regulación legal
de las donaciones a partidos y, muy en especial, el limbo jurídico en el que
operan los créditos bancarios a los partidos y sus nada inocentes y periódicas
condonaciones, para que semejante simbiosis haga por completo inviable toda forma
de control cierto y real de los manejos de los bancos y la economía financiera.
Sindicatos
y universidades podrían agregarse a esta lista, pero no me detendré en el
comentario de la obvia mecánica de perversión y ganancia económica y política,
perfectamente legal, de los instalados en el sistema, en un contexto de reparto
proporcional, de café para todos y de que el que se mueva no sale en la foto.
El
caso Dívar, al margen de los pormenores técnico-jurídicos y penales del asunto
y haya propiamente culpabilidad penal o inocencia angelical, acaba de
enseñarnos que una similar lacra afecta a la Administración de Justicia.
Sabíamos más que de sobra que el CGPJ funge como mera correa de transmisión de
los grandes partidos y de los grupos económicos que a su sombra medran, que sus
políticas de ascenso y promoción de jueces y magistrados obedecen
preferentemente a mecánicas de cooptación y de “intercambio” de cromos entre
asociaciones judiciales y partidos que las amamantan, que será por lo común bloqueada
la carrera del juez que no pase por el aro, con contadísimas excepciones, que
se ha dejado atrás todo disimulo a la hora de valorar méritos y capacidades,
sobre todo en la vía del llamado cuarto turno para los altos tribunales, y que
se prima al dócil y cercano sobre el objetivamente competente, independiente y
crítico. Era sabido, sí, pero en estos días se ha descubierto que el Consejo es
una más de las instituciones en las que la lealtad de sus miembros al sistema
paralelo e inconstitucional, sistema completamente ajeno u opuesto al espíritu
(o quizá solo a la letra) de la Carta Magna, se alimenta de ventajas personales
no santas y se hace fuerte en una impunidad autoinducida por el mismo Consejo,
tolerada por el legislador y avalada por el dictamen de fiscales y magistrados
de los más elevados tribunales del Estado.
En
efecto, el muy reciente decreto por el que el teniente fiscal del Tribunal
Supremo declara no penalmente perseguibles, como delito de malversación de
caudales públicos del art. 433 del Código Penal, las prácticas de Carlos Dívar y,
es de temer, de la gran mayoría de los vocales del Consejo lo deja bien claro y
explicado todo. Según el argumento del fiscal, fue un acuerdo del Pleno propio
Consejo, el 11 de septiembre de 1996, el que estableció que en las
justificaciones de viaje de los consejeros no era necesario hacer constar el
motivo concreto de la actividad que provoca el desplazamiento. Ahí fue donde el
Consejo sentó la no controlabilidad e impunidad de sus miembros en esa materia.
Si sumamos la generosa interpretación ayer mismo puesta en obra, a tenor de la
cual si no hay obligación de decir a qué se viaja no puede en ningún modo ser
ilegal por meramente privado el viaje, aun cuando las facturas vayan contra los
fondos del organismo, y que si no es ilegal dicho proceder tampoco cabe que sea
penalmente responsable quien lo ejecuta, habremos alcanzado la cuadratura del
círculo: perfecta impunidad para un sistema de chabacanas ventajas con cargo al
contribuyente y en un marco de bien estipulada omertà. Fue la omertà lo que rompió
Gómez Benítez, pero ya lo están poniendo en su sitio. La mayor parte de los
comentarios e informaciones de hoy en los medios de comunicación cuasioficiales
o con acceso directo al pesebre se orientan a recomponer la condición de normal
para unos manejos que jamás podrían perder su carácter de ilegítima excepción
jurídicamente perseguible si esto fuera un Estado serio y no una banda de pícaros
bendecida por constitucionalistas y aplaudida por medios de comunicación que
viven a la sombra de ubres oficiales.
Cuando
los excepcionalmente denunciados o pillados con las manos en la masa no
solamente no dimiten, sino que hasta ponen caras de gravemente ofendidos por la
simple duda de algún conciudadano, se contribuye a dar estatuto de normalidad a
la enorme anormalidad constitutiva: de tanto fingirse rectos e inmaculados,
fieles servidores del interés público más estricto, acaban creyéndose señores
los malandrines y vuelve pronto el pueblo a verlos de esa señorial y meritoria
manera.
¿Soluciones?
No hay. Somos muy poquita cosa los depositarios de la soberanía popular. Pero
si existieran, empezarían por una imparable presión social que forzara cambios
legislativos radicales, acentuando la independencia entre los poderes del
Estado, desarrollando al máximo las vías de transparencia y forzando a una muy
estricta y continua rendición de cuentas. Tampoco sería viable todo ello sin
una reforma constitucional que redefiniera muchos de los más altos poderes del
Estado, suprimiera los inútiles o meramente alimenticios o de jubilación dorada
(bajo la lluvia) y sentara vías de acción colectiva para la reclamación de
responsabilidades penales y no penales, especialmente responsabilidad por daño
al bien común y el interés colectivo. Pues los ciudadanos estamos perfectamente
inermes ante los abusos, sin acceso a la Justicia para reclamar la depuración
de responsabilidades y la sanción de los desaguisados, y más cuando, una vez
vistas las orejas al lobo, se están imponiendo interpretaciones restrictivas de
los contados recursos que a tal efecto existen.
Tampoco
sería descartable que se explorara la posible nulidad radical, por
inconstitucionales y aberrantes, de ciertas normas y acuerdos -como el referido
del Pleno del Consejo en 1996-, que sirven o pueden servir para encubrir el
latrocinio o suponen cosa bien similar al concierto para dar el palo sin que
nadie nos tosa.
Cuando
el mal es inmune al tratamiento ordinario, no queda más que operar, compañeros
cirujanos. Como mínimo, hará falta un trasplante de médula moral. ¿Habrá
donantes?
Como de costumbre, el Profesor Garcia Amado acierta en el diagnóstico.
ResponderEliminarMe gustaría que algún penalista explicase cómo puede un acuerdo del pleno del CGPJ constituir el fundamento para excluir la aplicación de un precepto del Código Penal. Salvando las distancias, es como si una sociedad anónima defraudase al fisco y lo justificara mediante un acuerdo de su asamblea general.
ESA debería ir directamente al Vademécum, a la Real Academia y al Código Penal.
ResponderEliminarA veces pienso, cada mas, que hay un montón de gente en el poder con graves problemas psíquicos sin diagnosticar. Puede parecer un chiste, pero asusta, oiga.
ResponderEliminarUna tipa le pregunta al denunciante si va a dimitir. Ya no me atrevo ni a utilizar la frase: es de juzgado de guardia. Me troncho, ay.
http://politica.elpais.com/politica/2012/05/22/actualidad/1337714991_576864.html
Los indignados quieren llevar a Rato a los tribunales.
Un cordial saludo.
No acabo de ver claro que el hecho de no tener obligación de declarar el motivo de los viajes permita que éstos puedan tener otra naturaleza que la oficial.
ResponderEliminarQuizás si al sr. Divar se le pregunta, no por el motivo de sus viajes, sino si éstos eran de naturaleza privada, deba contestar simplemente sí o no, y como parece ser que su moral le impide decir cosas inciertas pues ya se habría dado en el chiste.
Si su respuesta fuese afirmativa, es decir que reconociese que sus viajes eran de naturaleza erótico-festiva-folklórico-navideña, con pasarle la minuta de las cantidades percibidas indebidamente estaría el asunto zanjado.
Al sr. Divar le impondría 2 Padres Nuestros y 3 Aves Marías, para que en otra ocasión estuviese más listo o no se pasase de listo.
Si ese sencillo proceso tuviera un final feliz probaría a repetir con todos los miembros-as del ínclito Consejo.
Como no podía ser de otra manera, un gan comentario del Prof. García Amado. Que duda cabe de que mientras no tomemos conciencia del caracter cuasi-sagrado de la saca del dinero público no podremos avanzar política y socialmente. La única posibilidad de regeneración de los valores sociales, de los que tanto se habla hoy día, es a través de un control exhaustivo, trasparente y riguroso de algo tan prosaico y material como son los dineros públicos. La ética, la virtud y la moralidad que parecen cosas tan ideales y espirituales, en el fondo dependen de algo tan simple y a la vez tan difícil como ser capaces de diferenciar lo propio y privado de lo público y por tanto no mio sino de todos.
ResponderEliminarCoincido con Carmen al pensar que hay muchos con problemas psíquicos en el poder. No sé hasta qué punto estén o no diagnosticados... En todo caso estoy convencido que si se les obligara a pasar un psicotécnico (no es necesario ninguna cosa especial sino solo para comprobar que tal andan)a más de uno habría que encerrarlo a juzgar por los resultados. Jueces, fiscales y cualquier clase de político, a pasar antes de nada un sencillo examen mental!
ResponderEliminar"En cuanto a la petición de dimisión de José Manuel Gómez Benítez, los siete vocales le han afeado su conducta por haber denunciado a Dívar ante la Fiscalía General del Estado sin haber planteado la cuestión previamente en un pleno del CGPJ" en http://politica.elpais.com/politica/2012/05/24/actualidad/1337857851_355496.html
ResponderEliminarSiempre hay mejores opciones: pedir la dimisión del que denunció.