06 mayo, 2012

Gloria de la espuma. Por Francisco Sosa Wagner

Andan muy ocupados los grandes cocineros en explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las burbujas resistan y por ahí seguido.

Pero la espuma tiene otros secretos que no se dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor que ya sabemos que no es sino luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más conseguidos errores.

Una cerveza tirada por un camarero español poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un local de Munich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada, saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando este no debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite sobre su destino y su circunstancia, y es solo así como nace una espuma tersa, una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico o el pináculo admirable de una catedral gótica.   

Y lo mismo se puede decir respecto de la espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con la desgana que vemos en Madrid. Aquella tiene de entereza y de gloria lo que esta de flaqueza y abatimiento.

La espuma es pues hija de la paciencia, de la diligencia y de la reverencia.

Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la confección del merengue y del “soufflé”. Las pastelerías españolas -como las portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción y de capricho. Y lo mismo ocurre con el “soufflé” que, recién salido del horno, comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone además de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
                               
Cuando tantas y tan malas son las noticias con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el “soufflé” o en el merengue, nos devuelve el optimismo y nos proporciona un aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos exhaustos.

Pues a lo mejor resulta que la causa de nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como navíos partidos por la noche.

Por todo ello propongo que, al menos por un rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos que podría ser que lo mejor del fondo fuera la superficie.


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