(Publicado hoy en El Mundo)
La situación política e institucional
en que se halla España es penosa. Si queremos formularlo de manera sencilla
podemos decir que, en puridad, “no hay dónde mirar”. Da igual que hablemos del
Tribunal Constitucional, del Gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de
las cajas de ahorro, de la universidad, del Rey y de la monarquía, de las
comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias... todo está
empantanado, las apariencias de falsos paraísos se nos han desvanecido.
Preciso es decirlo con claridad:
tenemos unas instituciones públicas de cartón-piedra y desde ellas, desde su
fragilidad, desde su condición de simples sombras constitucionales, es
imposible hacer frente a ningún empeño serio. Ante esta pavorosa situación,
resulta un lugar común sostener que “faltan intelectuales” y se evocan tiempos
en los que estos ejercían una función de faros o guías en los grandes debates
nacionales.
Pues bien ¿qué es lo que escribían los
“cráneos privilegiados” de esa época cuando advirtieron la palidez de las
señales que estaba emitiendo España? Es decir, cuando se vieron obligados a
pensar en España como problema, título este que dio Pedro Laín Entralgo a un
documentado ensayo (que tuvo su réplica, desvaída, en la España sin problema de
Rafael Calvo Serer).
Por aquellos años, cuando las
Filipinas en Asia o Cuba en América, ya eran espuma o el recuerdo de los horrores
de la manigua, se empieza a hacer consistente la meditación sobre Europa. El
más despachado fue Unamuno con su lema de “españolizar Europa”, un aspaviento
que se vería obligado a matizar. Fuera de los casos de un Ángel Ganivet que
sueña con una España convertida en “la Grecia cristiana” o Ramiro de Maeztu
para quien el camino acertado es el de la Hispanidad, lo cierto es que en los
regeneracionistas de Joaquín Costa y en los ensayistas del 98 o del 14 hay un
claro latido europeo que, sin embargo, pronto abandonarían para ensimismarse
con la tierra, con el idioma o con el arte.
Ninguno de ellos tuvo una idea clara
de lo que era Europa, viajaron poco y en idiomas andaban flojos -fuera de los
casos de Unamuno y de Antonio Machado, profesor de francés-. Significativo es
Manuel Azaña que vivió en Francia y, sin embargo, lo vemos encerrado en las
fronteras españolas cuando está ocupando la Presidencia del Gobierno. Por sus
escritos sabemos que casi su único contacto exterior era el embajador de
Francia en Madrid y advertimos asimismo cómo ignora la llegada de Hitler a la
cancillería y las barbaridades que los nazis pronto comenzaron a perpetrar,
entre otras novedades de bulto de la política europea. De la Sociedad de
Naciones habla sin entusiasmo y se alegra de que Lerroux anduviera por allí,
para él un alivio pues se ha evitado que enredara por España. En las Memorias
de Salvador de Madariaga hay abundantes pruebas de la alergia que producía al
Azaña gobernante viajar o entrevistarse con mandatarios extranjeros. Lo suyo
era acercarse en coche al Escorial y los pequeños desplazamientos a la sierra.
Apoyados en la pértiga del tiempo
llegamos al único pensador que sí sabía lo que significaba la apuesta europea.
Me refiero -claro es- a José Ortega y Gasset. “Europa es ciencia antes que
nada: amigos de mi tiempo, ¡estudiad! Y luego, a vuestra vuelta, encendamos el
alma del pueblo con las palabras del idealismo que aquellos hombres de Europa
nos hayan enseñado”. Un texto que hubieran suscrito Ramón y Cajal y el resto de
los hombres de ciencia contemporáneos -Gregorio Marañón, Pío del Río
Hortega...-. Por eso Ortega tiene claro que “si creemos que Europa es la
ciencia, habremos de simbolizar a España en la inconsciencia”. Y el método para
europeizar a España, para que pase de la inconsciencia a la ciencia es la
educación. Una educación que no es obra de la espontaneidad sino “de la
reflexión: hemos de fingirnos un yo ideal, simbólico, ejemplar, reflexionando
sobre el alma y el carácter europeos”. No es necesario insistir: las enseñanzas
de Ortega -¡tan primorosamente escritas!- siempre están de actualidad y a ellas
es preciso volver cuando se quiere meditar sobre España y Europa.
De sus enseñanzas vivimos quienes
proponemos recetas para que Europa avance hasta dar con una fórmula que evoque
-aunque no coincida- con la de los Estados Unidos de América pues sólo desde
ella podremos hacer frente a las conmociones que está viviendo el planeta. En
este sentido es falso que no existan intelectuales en España que estén cuidando
la brújula de la buena dirección. Los hay y están presentes en los debates
nacionales.
Lo que sí echo en falta es la denuncia
de la situación interna española con la energía que la situación exige. Aunque
se atisban indicios de desentumecimiento, es preciso que el murmullo devenga en
discurso, que los pocos solistas que hoy tararean se conviertan en un coro que
inunde el escenario. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: es preciso
reformar el sistema electoral y reformar la Constitución. Y como a este texto
le hemos bajado de su pedestal mítico el verano pasado, cuando en un aleteo de
mariposa le incorporamos un artículo barroco, vamos a defender que lo mismo se
haga este verano o un poco más allá, acaso cuando los árboles pierdan su pudor
y se nos muestren in puribus. Con el apoyo del artículo 167 de la Constitución
hay que transformar el título referente a las comunidades autónomas y diseñar
una nueva Administración local, hay que suprimir el Consejo General del Poder
judicial, hay que dotar a las universidades de un nuevo sistema de gobierno que
las libere del cerco feudal en el que están aherrojadas. El sistema de
nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional es muy arriesgado
de cambiar pero, si se desplazara su sede a una capital de provincia sin AVE,
se habría dado un paso de gigante. De las cuestiones económicas nos ocuparemos
con nuestros socios europeos, lo que resulta muy tranquilizador.
¿Sueño? Probablemente, pero es que
sólo tras el sueño se oirán “cantar los gallos de la aurora”, como quería
Antonio Machado.
Granada como Karlsruhe... ¡yo me apunto! Casualidad, esta tarde paseaba ante las fotografías de la valla de las obras de reestructuración del BVG. No cabe duda, la situación física de una institución tiene un mucho de terapéutico. Terapia que necesita la institución a puñados, por no decir a volquetes.
ResponderEliminar¿Puedo añadir otra propuesta? La Zarzuela a Perejil...
Salud,