Como
buen aldeano, no supe lo que era un crédito hasta que era ya un adulto con
trabajo y algunas responsabilidades familiares. Siempre había visto pagar las
cosas a tocateja. Mi padre era llevador de lo que en Asturias se llama una
casería. La propietaria de aquellas fincas era una señora Vereterra, pariente
de la mujer de Franco. Era yo niño todavía cuando esa mujer le dijo a mi
padre que le vendía la casería. Mi padre negoció con ella y, con picaresca
asturiana y su peculiar encanto, le sacó un precio muy bueno. Pero para pagar
tuvo que vender el único prado del que por herencia era propietario. Cuando
queríamos comprar algo, ahorrábamos. Todos los coches que he tenido, hasta hoy
mismo, fueron pagados al contado, primero con ayuda familiar y luego ahorrando
con el sistema de las hormigas. El primer crédito lo pedí hace unos doce años,
para la casa en que vivo. Me costó bastante asimilar ese sistema usual de
comprar de prestado. Todavía me inquieta.
Después
descubrí, con sorpresa y tomándome tiempo para asimilarlo, que no solo los
ciudadanos vivimos a crédito y empeñando nuestro futuro, sino que los Estados
también se mantienen así, empeñando nuestro futuro. Resulta que recibo mi nómina porque el Estado pide
préstamos para pagarla. Lo que quiere decir que cuando no haya prestamistas o
se pongan exigentes, dejaré de cobrar y, en consecuencia, ya no podré yo
tampoco cumplir con mis acreedores. Diabólica espiral, pues mi capacidad de
pago depende de la capacidad de pago del Estado. Cuando el Estado se arruina,
me arruino yo también. Antes dependía de mis parientes consanguíneos y ahora
dependo de una prima postiza, la prima de riesgo. El particular que se endeuda
por encima de sus posibilidades es un manirroto y un irresponsable. No sé qué
nombre corresponde al Estado que procede de esa misma manera. Hasta hace poco
lo llamábamos Estado del bienestar. Ahora ya no estamos bien.
Si
a un ciudadano le dicen que tiene que acomodar sus gastos a sus ingresos porque
en ninguna tienda le fían más, puedo imaginar cómo ha de organizarse, deberá
reducir gastos y replantearse su tren de vida. Por ejemplo, tendrá que dejar de
invitar a copas a los vecinos gorrones y a lo mejor hasta deberá decir a sus
hijos que se pongan a trabajar. ¿Cómo será cuando el Estado llegue a ese mismo
dilema? Si esa familia tiene un tío que hizo fortuna en Alemania, le insistirá
en que apoquine para financiar sus gastos. ¿Soltará el tío el dinero sin poner
condiciones y para que vivamos los sobrinos tan bien como él o mejor?
¿Cómo
sería nuestro Estado y nuestra situación en él si tuviera que financiarse con
los impuestos y el rendimiento de sus ciudadanos? Esa es la pregunta a la que,
nos guste o no, tendremos que enfrentarnos bien pronto. Se derrumbó la
pirámide, estalló la burbuja, se pinchó el globo. Llega la hora en la que la
solidaridad no se manifestará en regalar al que ni hace ni aporta, aun
pudiendo. Solidaridad será arrimar el hombro en lugar de poner la mano o llenar
la mano que nos ponen. La nueva solidaridad consistirá en mantener al
incapacitado para ganarse la vida, ciertamente, pero en exigir sin vuelta de
hoja a quien está en condiciones de sumar a la empresa común. De cada cual
según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades. ¿De qué me suena eso?
A mi me suena a la coartada de todo lo que esta pasando.
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