17 agosto, 2012

Colapso


                Como buen aldeano, no supe lo que era un crédito hasta que era ya un adulto con trabajo y algunas responsabilidades familiares. Siempre había visto pagar las cosas a tocateja. Mi padre era llevador de lo que en Asturias se llama una casería. La propietaria de aquellas fincas era una señora Vereterra, pariente de la mujer de Franco. Era yo niño todavía cuando esa mujer le dijo a mi padre que le vendía la casería. Mi padre negoció con ella y, con picaresca asturiana y su peculiar encanto, le sacó un precio muy bueno. Pero para pagar tuvo que vender el único prado del que por herencia era propietario. Cuando queríamos comprar algo, ahorrábamos. Todos los coches que he tenido, hasta hoy mismo, fueron pagados al contado, primero con ayuda familiar y luego ahorrando con el sistema de las hormigas. El primer crédito lo pedí hace unos doce años, para la casa en que vivo. Me costó bastante asimilar ese sistema usual de comprar de prestado. Todavía me inquieta.

                Después descubrí, con sorpresa y tomándome tiempo para asimilarlo, que no solo los ciudadanos vivimos a crédito y empeñando nuestro futuro, sino que los Estados también se mantienen así, empeñando nuestro futuro. Resulta que recibo mi nómina porque el Estado pide préstamos para pagarla. Lo que quiere decir que cuando no haya prestamistas o se pongan exigentes, dejaré de cobrar y, en consecuencia, ya no podré yo tampoco cumplir con mis acreedores. Diabólica espiral, pues mi capacidad de pago depende de la capacidad de pago del Estado. Cuando el Estado se arruina, me arruino yo también. Antes dependía de mis parientes consanguíneos y ahora dependo de una prima postiza, la prima de riesgo. El particular que se endeuda por encima de sus posibilidades es un manirroto y un irresponsable. No sé qué nombre corresponde al Estado que procede de esa misma manera. Hasta hace poco lo llamábamos Estado del bienestar. Ahora ya no estamos bien.

                Si a un ciudadano le dicen que tiene que acomodar sus gastos a sus ingresos porque en ninguna tienda le fían más, puedo imaginar cómo ha de organizarse, deberá reducir gastos y replantearse su tren de vida. Por ejemplo, tendrá que dejar de invitar a copas a los vecinos gorrones y a lo mejor hasta deberá decir a sus hijos que se pongan a trabajar. ¿Cómo será cuando el Estado llegue a ese mismo dilema? Si esa familia tiene un tío que hizo fortuna en Alemania, le insistirá en que apoquine para financiar sus gastos. ¿Soltará el tío el dinero sin poner condiciones y para que vivamos los sobrinos tan bien como él o mejor?

                ¿Cómo sería nuestro Estado y nuestra situación en él si tuviera que financiarse con los impuestos y el rendimiento de sus ciudadanos? Esa es la pregunta a la que, nos guste o no, tendremos que enfrentarnos bien pronto. Se derrumbó la pirámide, estalló la burbuja, se pinchó el globo. Llega la hora en la que la solidaridad no se manifestará en regalar al que ni hace ni aporta, aun pudiendo. Solidaridad será arrimar el hombro en lugar de poner la mano o llenar la mano que nos ponen. La nueva solidaridad consistirá en mantener al incapacitado para ganarse la vida, ciertamente, pero en exigir sin vuelta de hoja a quien está en condiciones de sumar a la empresa común. De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades. ¿De qué me suena eso?

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