Analicemos
algunos problemas del nacionalismo, con afanes teóricos y prescindiendo, en lo
posible, de la víscera o las emociones. Sostendré que, tal como suele
presentarse el nacionalismo duro o secesionista, conduce, y más al revolverse
con el nacionalismo unionista, a una serie de aporías o paradojas que hacen
prácticamente imposible el tratamiento mínimamente racional de la cuestión. Como
los nombres los carga el diablo y es difícil encontrar etiquetas que no hieran
susceptibilidades, pongo un par de ellas al tuntún y para simplificar. Así
pues, hablaremos aquí de nacionalismo de separación y nacionalismo de unión,
sin dar significados ni morales ni emotivos a los términos unión o separación.
Es decir, no partimos de que unir es bueno y separar es malo, ni de lo
contrario. Por ejemplo, que una pareja que se lleva fatal se separe es
buenísima cosa y que se lleve de maravilla y tenga que separarse es una fatalidad.
En
el nacionalismo de separación suelen mezclarse dos argumentos muy diferentes,
el de la identidad y el de la queja por el trato. El argumento de la identidad
consiste en resaltar las características constitutivas, identitarias o
definitorias de un grupo, que serían tan pronunciadas como para hacer que ese
grupo no pueda o no quiera vivir unido a otro o entremezclándose con él, bien
sea porque deba juntarse con sus iguales nada más (agrupando dos subgrupos para
formar un grupo homogéneo, por ejemplo el pueblo vasco de España y de Francia o
los países catalanes de uno y otro lado de la frontera francesa), bien organizándose
autónomamente tal como ahora es, con total independencia de otros. Entre esas
características determinantes suelen siempre combinarse datos como la lengua
propia, la idiosincrasia de las gentes de esa colectividad, las tradiciones, el
folklore, la historia común, el mérito de los ancestros, etc.
Ilustrémoslo
con una analogía, esta referida a un individuo, pero asimilando el razonamiento
para el individuo al razonamiento para un grupo que es definido como portador
de personalidad e identidad propia en tanto que tal grupo o nación. Yo puedo
estar casado con una mujer, por la razón que sea (tuve un enamoramiento fugaz,
era muy joven y no razonaba bien, me forzó sutilmente la familia, no veía
alternativas en ese momento, no estaba maduro...), pero un día descubro que ya
no quiero seguir con ella. ¿Por qué? Porque veo, con total convicción, que
nuestras personalidades y caracteres son incompatibles, que no podemos
entendernos. Entonces, explico que yo me he ido haciendo así, que me he
desarrollado con los años de esta manera y que necesito vivir solo o únicamente deseo irme a convivir con mi
hermano y nada más que juntos los dos, sin más interferencias ni otras
presencias en nuestra casa, sin depender de nadie ni tener que concertarme con ninguno
más. Estaría yo, pues, justificando con mi identidad personal, con mi peculiar
manera de ser, mi separación o mi deseo de separarme o divorciarme.
En
cambio, es posible que me quiera divorciar por otras razones, o que amague con
tal. Supóngase que a mi pareja le digo así: mira, no es que yo sea raro o seas
rara tú, no es que yo quiera por encima de todo estar solo y con total
autonomía, no es que tú y yo seamos naturalmente incompatibles, sino que me
quiero marchar porque estoy convencido de que me tratas mal, de que no eres
justa conmigo. Por ejemplo, cuando cocinamos carne te pones tú siempre las
mejores tajadas, a mí me das vino peleón y tú te tomas un reserva, te gastas en
ropa el doble que yo, aunque en casa aporto yo más dinero al fondo común y,
encima, me vas criticando por ahí, en la pescadería y en la oficina, diciendo
que soy un rancio y que no te hago feliz. Ese es el que llamo argumento de la
queja por el trato o por el reparto. El que quiere irse apela a una injusticia
de reparto, no a una injusticia de reconocimiento, como hace el del argumento
de la identidad. No se trata de que la pareja no le permita ser como es, pues
no se afirma que se sea de ninguna manera especial o tan distinta, sino que se
apela a la injusticia en la distribución de cargas y ventajas entre los dos. Lo
mismo hace, mutatis mutandis, el
nacionalismo de la queja por el trato. Por ejemplo, el gobierno catalán, cuando
señala que o se hace, con España, un nuevo reparto de cargas fiscales e
inversiones, o se va y organiza su independencia.
Quiere
decirse que, si yo soy sincero al exponer mi argumento de la queja por el
trato, estaré dispuesto a seguir viviendo cordial y amorosamente con mi señora
si acordamos una nueva distribución entre nosotros de dineros y tareas. Lo que
no podré decirle, si hubo tal sinceridad y la mínima lealtad en mi argumento,
es que me voy de todos modos, puesto que soy muy especial y no aguanto a nadie,
ni tampoco a ella, se ponga como se ponga y me trate como me trate. De la misma
forma, mi acuerdo con ella para las nuevas reglas de nuestra convivencia deberá
tener un amplio horizonte de perdurabilidad, pues si ella cede cada mes a un
nuevo acuerdo que me favorezca y yo continúo erre que erre en que no tengo
bastante, habremos de concluir, sobre todo ella, que en verdad no estoy usando
el argumento de la injusticia del reparto, sino que busco disculpas para separarme
en cualquier caso y no me importa nada lo nuestro o ella misma, sino que
solamente voy a lo mío.
Si
manejo, en cambio, el argumento de la identidad, sobra el del reparto, pues al
poner por delante que, por ser como soy, solo puedo vivir a mi aire, de nada
servirá que ella ceda más o menos y me haga más o menos concesiones. Es más,
pierde el tiempo si hace alguna, cuando ese es el planteamiento de fondo.
Llegará un día en que no tenga mi pareja más que darme, y entonces me largaré
de todos modos porque ya no me da nada y yo soy como soy.
Cuando
en el debate entre nacionalismo de la unión y nacionalismo de la separación se
emplea el argumento del reparto, es posible y hasta conveniente la negociación,
pero presuponiendo dos elementos capitales. Uno, que sean ciertos y
racionalmente, objetivamente, comprobables los datos que se ponen sobre la mesa
por parte y parte. Por ejemplo, si yo afirmo que mi compañera se bebe todo el
vino que compramos, habrá que comprobar si es cierto o no. Dos, quien formula
quejas comprobables como condición para conservar la unión, deberá obrar con la
lealtad consistente en presuponer que no hay ruptura si se llega al acuerdo de
un nuevo reparto.
Si
se acude al argumento de la identidad, pero se piden contraprestaciones de
reparto para seguir unidos, se está socavando o relativizando el argumento
identitario mismo, ya que a tal identidad, y a la correspondiente voluntad de
autonomía o vida en solitario se les estaría poniendo un precio: si me das tal
cosa o me complaces en tal otra, sigo contigo aunque soy muy peculiar. En otras
palabras, el argumento de la identidad combinado con el del reparto se torna
puro chantaje si en la negociación del reparto no hay lealtad o si el dato
identitario se hace venal: mi verdadera personalidad es la de un ventajista o
un explotador, me finjo especialísimo para sacar tajada de quien conmigo vive.
Ahora
veámoslo desde el punto de vista del nacionalismo de la unión. En el ejemplo
con el que comparamos e ilustramos, es mi mujer la que quiere por encima de
todo que continuemos juntos. ¿Qué puede o debe hacer? Si yo me sirvo del
argumento de la identidad y ella trae a colación el de la identidad suya,
estamos en un callejón sin salida. Ella se empeña en que no puede vivir sin mí,
pero yo insisto en que solo puedo vivir sin ella. En esa tesitura, podrá acudir
a la ley el que la tenga de su parte, por ejemplo si en ese sistema jurídico no
está regulado el divorcio o la separación. Entonces la ley está del lado de mi
mujer y podrá invocarla a su favor para mantenerme con ella coactivamente, pero
¿tiene sentido que se obligue a dos a vivir juntos cundo hay uno que no soporta
al otro? Esa es la aporía o callejón sin salida cuando chocan dos nacionalismos
de la identidad, el uno de unión y el otro de separación. No hay tutía.
¿Y
qué puede o debe hacer mi pareja cuando yo pongo sobre el tapete el argumento
del reparto? En mi opinión, lo siguiente. Si yo uso ese argumento, pero tengo
en reserva el de la identidad, tiene muy poco sentido que se ponga a negociar
nuevas distribuciones conmigo, ya que no voy a dejar de querer marcharme de
todas formas, sea hoy mismo, sea mañana, cuando haya disfrutado lo nuevo que me
da y lo haya agotado y no me quede más que sacarle. En ese caso, en lugar de
negociar deberá poner a prueba la sinceridad de aquel argumento mío de cierre.
Si era un farol, tranquila, ya vuelvo al redil. Si era genuino, nos hallaremos
de nuevo a la situación anterior y su aporía: si me quiero ir en todo caso, o
acude a la ley para que me quede a la fuerza o permite la separación, aunque
sea cambiando la norma. ¿Qué será más útil o razonable?
La
contraposición de nacionalismos de la identidad aboca sin remedio al conflicto:
habrá uno que pierda o se rinda y habrá otro que venza y se salga con la suya,
pero ambos se sentirán cargados de razones sustanciales, metafísicas casi
cuando hablamos de naciones. Por definición, por el modo de ser de cada uno,
los nacionalismos de la identidad están incapacitados para negociar, pues arrancan
de premisas innegociables siempre que el uno sea nacionalismo de unión y el
otro de separación.
Un
nacionalismo de unión y uno de reparto o dos de reparto pueden negociar nuevos
acuerdos que eviten la separación. Pero esa negociación carece de fundamento y
no dará pie a acuerdos fiables y verdaderos si no se cumplen las condiciones anteriormente
mencionadas: objetividad de los datos sobre distribución que se traigan al
caso, sin mentiras, falsedades y tergiversaciones, lealtad en la actitud y el
propósito para llegar a acuerdos estables y no empleo del argumento identitario
como cláusula de cierre o a modo de chantaje. Porque, repito, a falta de esos
requisitos no quedará más salida que el conflicto y la coacción, en cualquiera
de sus formas: la coacción del Derecho vigente o la coacción de la revuelta
popular. Y esa es la cuestión sobre la que, en una situación así, no cabe
escurrir el bulto: ¿hasta dónde está cada parte, o cada ciudadanía, dispuesta a
llegar por conveniencia o por espíritu identitario?
Dejo
en el aire la pregunta que no sé o no quiero contestar: ¿de cuál de esos tipos
son los nacionalismos catalán, vasco y español y cuál es la naturaleza
auténtica de sus argumentos?
Muy lúcido análisis, profesor.
ResponderEliminarAplicable a la República Checa y Eslovaquia, pero me temo que no -sin correcciones- a nuestro caso.
Aquí, una comunidad humana se puede autocomprender como nación al margen de la otra. En cambio, la otra solo se entiende a sí misma incluyendo a la primera.
Así las cosas, creo que solo podemos avanzar intentando ponernos en el lugar del otro y preguntarnos qué podemos hacer para que todo el mundo se sienta lo más reconocido y cómodo posible bajo ese techo común.
Y, desde luego, si no es posible encontrar puntos de encuentro, se acabó. A la fuerza y bajo coacción no tiene sentido continuar unidos.
Parte -en mi opinion- este articulo de una premisa falsa: la existencia de un unico nacionalismo, definido e indivisible. No se trata de que el nacionalismo sea ambigüo, sino de que es el resultado de la suma de muchas personas. Algunas de las cuales seran nacionalistas de identidad y otras de reparto. E incluso entre estos ultimos no todos aceptaran la misma autonomia ni la misma distribucion de cargas. Por no contar que incluso los de identidad pueden tener tambien diferentes umbrales: yo puedo estar dispuesto a estar de bronca en la relacion de vez en cuando, pero no a cada momento.
ResponderEliminarEs probable ademas que el nacionalismo, como tal, no haya aumentado. El grado de nacionalismo de cada persona permanece constante, pero segun escasea el dinero y continuan las acusaciones, un numero mayor y mayor de personas superan el umbral de 'independencia'.
Por algunos comentarios de también añgunos catalanes, para ser que es una decisión de ego, no han pensado en las consecuencias que trairía el materializar ese deseo, y mucho menos se han dado cuenta en la situación en la que se encuentran.
ResponderEliminarPor algunos comentarios de también algunos catalanes, para ser que es una decisión de ego, no han pensado en las consecuencias que trairía el materializar ese deseo, y mucho menos se han dado cuenta en la situación en la que se encuentran.
ResponderEliminarEs un tema que se plantea como de reparto, con un mínimo de población que, además, lo considera identitario.
ResponderEliminarEl problema es cuando el reparto no es posible sin perjuicio de una o de las dos partes, y nadie está ni dispuesto ni en condiciones de dar compensación.... Ese es el caso.
El nacionalismo vasco, a grandes rasgos, se basa en el argumento de la identidad. Aunque su xenofobia originaria ha evolucionado hacia posturas mas civilizadas, el elemento de la identidad propia sigue siendo clave. Personalmente, me desgrada su obsesión etnicista pero al menos no regatea.
ResponderEliminarEl nacionalismo catalán en su vertiente Esquerra también se basa en el argumento de la identidad. Sin embargo, en CiU predomina el argumento del reparto, que encuentro oportunista y amoral.