Enlacemos
con el tema de la entrada de anteayer y espesemos todavía más el fin de semana.
Se sostenía que es inconveniente e irrazonable mantener que todo ser humano,
piense lo que piense y haga lo que haga, es titular de dignidad idéntica o un
innato derecho a ser como es, aunque sea un bruto culpable, si bien existen muy
potentes razones morales y hasta de utilitaria conveniencia para que un buen
Derecho en un buen Estado trate a todos como iguales ante la ley, y muy particular en lo que se relaciona con procesos,
garantías y sanciones.
En
el aire quedaba, o en la ambigüedad, si la responsabilidad última de que los
peores sean como son está en los individuos o en las culturas. Podría avanzarse
la hipótesis de que, si bien la responsabilidad, en últimas, sólo tiene sentido
como predicada de los individuos, no puede desconocerse el componente cultural
de los modos individuales de ser, pues somos socializados en una cultura y de
ella recibimos la base primera de nuestras convicciones y nuestro orden de
valores y preferencias. Quizá el test para valorar moralmente las culturas
podría componerse de los siguientes ítems: a) grado de dificultad que una
cultura pone al ejercicio del libre pensamiento y a la autonomía moral de las
personas que en su marco viven, atendiendo muy especialmente al castigo de la
heterodoxia; b) índice de “brutos” morales y prácticos que esa cultura en su
seno produce, tolera o fomenta.
Es
fácil imaginar la apresurada réplica a lo anterior, la de que en cada cultura
se verá como inferiores morales a los otros, a los de la cultura diferente o de
patrones morales opuestos. Mas si de ese dato que empíricamente puede tener
sustento, concluimos en un relativismo cultural que haga a las culturas iguales
porque cada una se cree superior a la otra, debemos asumir que nuestros valores
de libertad (libertad de pensamiento, de creencias, religiosa…) y de igualdad
de las personas ante la ley al margen de su sexo, raza, etc., por ejemplo, no
podemos predicarlos nada más que de las personas de la cultura nuestra y solo
para ellas. Si eso es así, al que mata al infiel por infiel o al que mata al
blasfemo no podemos hacerle más crítica moral que una crítica moral relativa:
nos parece mal que así se comporte, pero en sí no hace mal y comprendemos que,
bajo su punto de vista (que valdría tanto para él como el nuestro para nosotros
y sin árbitro posible ni manera de dirimir el empate), hace lo moralmente
debido, siempre y cuando que tales homicidios constituyan un imperativo moral
en su cultura. Lo mismo si en lugar de hablar de matar al infiel o al blasfemo
nos referimos al trato de la mujer como inferior al hombre y sometida a él.
Es
poco menos que inevitable toparse con la religión como elemento cultural y
moralmente embrutecedor, al menos si la comparación la aplicamos entre las
culturas contemporáneas, las de ahora mismo. Es ante todo la primacía absoluta
de una religión en una sociedad la que propicia la brutalidad moral, la
irracionalidad moral de sus miembros, o de muchos de ellos; es ese tipo de
religión y es su dominio como patrón normativo único o supremo lo que degrada
moralmente a tales sociedades y lo que provoca altos índices de “bestias”
morales.
En
el llamado Occidente o en las culturas liberal-occidentales la religión no ha
desaparecido, sino que sigue teniendo importantísima presencia, en particular
las confesiones cristianas. Pero la religión ha evolucionado, o ha sido
socialmente “domesticada” o limitada al convertirse o convertirla en un
fenómeno atinente a la conciencia individual. La fe religiosa guía la
conciencia moral de los creyentes, impulsándolos a vivir su vida de conformidad
con el dogma o los mandamientos de la respectiva confesión. Esta “individualización”
de la religión y su vivencia hace que las pautas por las que el creyente se
rige determinen, por vía moral, su comportamiento en dos aspectos: cómo ha de
vivir él y cómo debe tratar a los demás. Pero un tercer elemento tiende a
desaparecer, la religión como fuerte de mandatos acerca de cómo han de
conducirse los otros y cómo deben tratar los otros a los demás. De esa manera,
la religión pierde su naturaleza de imperativo social fuerte, pues ya no ofrece
legitimación para obligar al no creyente a serlo (o a fingirse tal) y a vivir
según las pautas de la fe. Así que lo que la religión influya para configurar
la sociedad y la cultura dependerá de cuántos sean los creyentes y cuán
congruentes con su credo, no de su capacidad para forzar coactivamente a los
otros a obrar según su modelo moral. Mientras que, así, la religiosidad sigue
jugando como regla del actuar de uno, ya no autoriza para la imposición forzada
de ese modelo como modelo común.
Todas
las religiones, o al menos las monoteístas o de libro sagrado, combinan un
doble ideal, individual y social. El ideal individual es el del sujeto que se
atiene perfectamente a los mandamientos, sean los que sean, desde dar culto a
Dios hasta abstenerse de ciertas prácticas sexuales o de comer cerdo o comer
carne en día de vigilia durante la Cuaresma. El ideal social es el de una
sociedad en la que todos y cada uno se comporten de conformidad con esos
mandamientos.
Más
allá de esa coincidencia, encontramos también una diferencia decisiva, relativa
a cómo las confesiones y sus creyentes se plantean la realización del ideal
social. Dos son las alternativas. Conforme a una, la moral de inspiración
confesional, tenida por moral verdadera, puede y debe ser aplicada al conjunto
de la sociedad mediante la fuerza y la represión violenta del renuente o el
heterodoxo, del que piensa y quiere vivir de otra manera. Estamos, así, ante
una moral que niega la autonomía moral de los sujetos, una moral que impide el debate moral y que, correspondientemente, descarta
también la política como deliberación libre entre alternativas o modos
diversos de organizar la vida social. El que así vive y practica su credo
religioso es un sujeto moralmente irracional puesto que niega en el punto de
partida toda posibilidad de una moral racional. Más aún, su moral le compele a
suprimir la de los demás si es diferente, a suprimir, incluso de modo violento,
a los demás que no compartan la moral suya, que es la de su religión. No
podemos debatir sobre la vida buena o la sociedad adecuada ni convivir con
quien quiere matarnos o piensa que deberíamos morir si no creemos lo que él
cree y no nos atenemos a los mandamientos suyos. Su moral infame es acorde con
lo infame de su religión, se niega a sí mismo la libertad de pensar y, como
efecto, niega a los diferentes la libertad para vivir según su libre
pensamiento, el de ellos. Una moral que prescinde
de la libertad moral es, por definición, una moral irracional, brutal,
inhumana, abominable, y moralmente no merece respeto ni igual consideración que
las demás morales, que los demás sistemas morales que en una sociedad o en el
mundo puedan concurrir. Constituye una degradación de lo humano el que alguno
pueda sentirse autorizado o llamado a matar a quien blasfeme o pinte una
caricatura de un profeta o a la mujer que vaya por la calle sin velo o
enseñando el pelo o la piel de su cuerpo.
La
otra alternativa es la de quienes en la plaza pública ofertan su moral de sustrato
religioso para la libre deliberación, buscando convencer en vez de
violentamente someter y derrotar. No hay más moral religiosa que pueda aspirar
a presentarse como moral mínimamente racional que esa. Ninguna otra merece el
respeto y la consideración reflexiva de los ciudadanos libres. Quien me niega a
mí mi libertad de conciencia y de creencias, y la correlativa posibilidad de
vivir acorde con ellas, me está negando a mí mismo, me está degradando en mi
humanidad y mi dignidad. Me respeta mientras me argumenta para convencerme; me
trata como un objeto o un ser inferior cuando me coacciona o quiere matarme por
no ser como él y no creer lo que él cree.
La
libertad religiosa es un derecho capital que debemos respetar y defender, pero
precisamente como libertad y en lo que la religión no niegue la libertad de los
ciudadanos. La libertad religiosa sólo puede y debe ser protegida como derecho
de cada uno a vivir la vida suya en sintonía con su fe y con la moral que de su
fe deriva y como derecho a proponer su moral, la de su credo y su grupo, como
moral para todos, exponiendo sus argumentos para la ajena consideración y para
la colectiva deliberación. Pero ese
derecho a la libertad religiosa no puede acoger ni disculpar ninguna práctica
que busque suprimir la libertad de los demás y la deliberación pública acerca
de los modos mejores de configurar la convivencia social. No tiene sentido ni congruencia el
reconocimiento de la libertad religiosa de los que niegan no solo la libertad
religiosa, sino el fundamento mismo de todas las libertades, que es la libertad
moral. Un Estado de Derecho no debe de ningún modo proteger las creencias
ni las prácticas de semejantes fanáticos, no debe admitir ni fomentar o
colaborar con su supuesto derecho a educar a sus hijos en la misma fe, así
entendida. Y menos todavía tiene un Estado de Derecho que reprimir a quienes de
una religiosidad de ese tipo hagan crítica o mofa.
No
hay sociedad libre ni orden social decente si yo no puedo decir lo que pienso,
que es por ejemplo esto: que hay que ser tonto del remate para creerse lo de
que el cerdo es animal maldito y no se debe comer su carne, o que peca quien
trabaja en sábado o en domingo, o que se contamina el varón que toca a una
mujer durante la menstruación; y más, que hace falta ser memo para creer en un
Dios que se dedique a legislar tales memeces, en un Dios tan tontaina e
insoportablemente caprichoso. Quien pretenda impedirme por la brava pensarlo y
decirlo no debe estar amparado por la libertad religiosa, pues para nada quiere
ni acata él libertad ninguna y es moralmente un zote y humanamente una birria,
además de un perfecto tarugo intelectual.
Eres demasiado generoso con el hecho religioso. La Religión es de las peores cosas que ha inventado el hombre.
ResponderEliminarA partir de que el Curiosity Rover anda rayando el suelo de Marte en sus ires y venires, estos temas de la religión, ética y demás han quedado reducidos a caber en el bolsillo solo para consumo humano, sólo para reglar la conducta humana, y no toda, sólo la masificable; vamos a tener que redimensionar y abrirnos a la posibilidad de otras éticas, de otras partes...
ResponderEliminarhttp://www.opuslibros.org/nuevaweb/modules.php?name=News&file=article&sid=20185
ResponderEliminarEsto tiene mucho que ver con la global idea interés-económico-imperante de "qué maja es la multiculturalidad y la multirracialidad, porque todos somos iguales y porque tó er mundo e güeno y qué guapo soy y qué culito tengo".
ResponderEliminarIrresponsable gestión en el método y en las proporciones, caldo de cultivo de situaciones extremas, derivadas a su vez de situaciones extremas, convenientemente cocidas y servidas por el equipo de chefs habitual.
Pues a mi no me queda muy claro si llamar tontos de remate los miembros de dos religiones (judía y musulmana), como ha hecho usted al referirse a los que creen que no se debe comer carne de cerdo, es delito o no según el artículo 510 del código penal.
ResponderEliminarMe acuerdo de un episodio de Padre de Familia, serie que a mi hijo le encantaba, rianse los pedagogos a la violeta, en la que aparecia un universo paralelo con coches voladores, enfermedades crónicas superadas, etc
ResponderEliminarY le decia un personaje a otro: "¿Como pueden estar tan adelantados si son iguales a nosotros?".
La Respuesta que le dió el interlocutor fué: "Iguales no, ellos no tienen ningúna Religión"