Hace
poco, en un viaje fugaz a universidad ajena, pasé a saludar a un colega de otra
disciplina, viejo amigo, y lo encontré en su despacho, despeinado y medio
oculto bajo una pila de libros que hojeaba con gesto atribulado. Me dijo que
tenía que someter a evaluación su investigación de los últimos años, puede que
para un sexenio o tramo de investigación, y que entre los datos que debía
agregar a su solicitud estaba una relación de trabajos de otros en los que se
citaran los suyos. Como he visto que suele pasar, estaba de un humor de perros
por lo escasas que eran esas menciones de las obras suyas en las
investigaciones de los demás sobre sus mismos temas. Estuve en un tris de darle
la teórica, con mi escepticismo sobre investigación e investigadores, pero pensé
que mejor sería no importunarlo y dejar el tema para un post. Pues aquí va, con
la aclaración habitual, la de que ignoro cómo se compondrán esos desaguisados
en la investigación de las ciencias duras o naturales del todo y en las
correspondientes evaluaciones. Lo que voy a exponer vale, si vale, para las
disciplinas que se suelen echar en el saco de las llamadas ciencias jurídicas,
sociales y humanidades. Aun entre todas esas habrá diferencias, puesto que, por
ejemplo, los economistas y algunos sociólogos se revisten de científicos
superdurísimos y a lo mejor lo son algunos. En caso de duda, considérese que
estoy pensando en la investigación jurídica más que nada, si bien sospecho que
no sólo a esa serán aplicables estas consideraciones.
Prescindo
de que en materias jurídicas y en unas cuantas más no se cuenta, al menos en
España, con fiables índices de impacto, y no voy a entrar en cuánto de verdad
indicarán tales índices allí donde los haya. En cualquier caso, si de recoger
artesanalmente las citas se trata, pongamos que un investigador que va a ser
evaluado dedica un buen tiempo a mirar, uno por uno, cuanto libro o artículo de
revista pudiera contener mención o referencia de sus propias obras o de las que
quiere que sobre esa base se valoren. De acuerdo, a base de quemarse de tal
forma las pestañas, ha encontrado cinco o diez o veinte citas de un trabajo de
su autoría. Mi pregunta es simple: ¿y qué? Por una parte, habría que ver quién
lo cita, cómo y por qué. Por otra, mucho más interesante y útil resultaría
evaluar los trabajos ajenos por lo que no citan, o los de este que busca por lo
que en las obras suyas no cita él.
Cuando
estas cosas empezaban en nuestro país a funcionar así, recibí alguna vez
mensaje de algún colega que me contaba que en cierto escrito acababa de citarme
y que tomara nota para cuando solicitara yo el sexenio, al tiempo que me dejaba
caer que esperaba justa y equitativa correspondencia y que le reservara yo
alguna nota a pie de página para cualquier artículo de los por él perpetrados.
Hecha la ley, hecha la trampa, aunque sea trampa bien ingenua y que despierta
una ternura como la de cuando ves un bello ratoncito enjaulado y enredando en
la ruedecilla.
Veámoslo
por activa y por pasiva. Ni las citas son fiables ni la ausencia de ellas es
realmente significativa. Un profesor investigador que forme parte de una
escuela o grupo grande y bien avenido o con disciplina estricta, va a ser
citado por todos los de su cuadra y hasta cuando no venga a cuento, igual que
él va a hacer sitio para los de esa pandilla en la bibliografía. Está por
estudiar en serio, creo, el papel de las escuelas o los grupos académicos en la
investigación científica, en sus resultados y, sobre todo, en la evaluación de
sus resultados. Porque también va a suceder que si eres de buena familia, es
decir, de escuela pudiente, aumenta la probabilidad de que seas evaluado,
cuando toque, por uno de tus tíos o primos académicos y, desde luego, ellos
siempre van a dar un buen informe de lo tuyo, aunque rebuznes un poco, igual que
tú los calificarás bien cuando en esa ruleta a ti te corresponda. También hay
muchos que aprovechan tales oportunidades para dar leña sin conmiseración a los
de la escuela rival y para apoyar a los de la suya, caiga quien caiga y aunque
se levante a un muerto. Hace poco, alguien que sabe bien de agencias y comités
evaluadores me ponía a uno de mi universidad como ejemplo de alevosa indecencia
en tales menesteres y me hacía ver que jamás daba el visto bueno a expedientes
de los que no fueran de su grey, pero a los del rebaño propio les ponía siempre
la calificación más alta. Todos ello, naturalmente, prescindiendo de cualquier
intención de hacer justicia a los méritos reales de unos y otros. No todos los
evaluadores son así, claro que no, pero haberlos, haylos, y no pocos.
Además,
y prescindiendo ahora de esas servidumbres mafiosillas, algunas citas que
deberían contar para mal, negativamente. Que traiga a colación tu obra el más
burro de tu especialidad no debería ser mérito ni timbre de honor, sino motivo
serio de descrédito. Igual que cuando la cita está, en el torpe o en el hábil,
pero se nota a la legua que ni por el forro ha visto lo que el citado ha
escrito realmente. Y todavía cabe añadir un fundamento más para el relativismo,
ya que es fácil constatar que la política de citas está condicionada en parte
por la calidad o relevancia de la respectiva obra, seguro que sí, pero en otra
parte depende también de la posición del citado en el escalafón y, en
particular, de cuánto poder maneje. Citar es una de las maneras más conocidas de
dar coba, de adular a quienes mueven los hilos de la especialidad o pueden
tener mayor influencia en concursos y evaluaciones o manejan dinerete para
repartir entre sus lacayos y tiralevitas.
La
combinación de los factores anteriores puede explicar por qué a veces el autor
nacional más citado no es, ni con mucho, el que tiene la mejor obra, el que
marca la pauta de la investigación de calidad o el que va a perdurar en ese
campo doctrinal. Ahí habría otro dato interesantísimo para una investigación
seria sobre sociología y psicopatología de a investigación académica: ver en
qué proporción bajan las citas de un autor cuando ese autor se muere. Si
descienden mucho, es indicio de que no se le traía a colación por bueno. Es
simpático todo esto, y aleccionador. No hay nada como la ética de la
investigación científica.
Por
último, la evaluación sería mucho más justa y rigurosa si las obras se juzgaran
no por las citas que reciben, sino por las que ellas no contienen. Un perfecto
cantamañanas que escribe un churro de libro puede ser citado docenas de veces
por los de su escuela, por los amiguetes o por los que aspiran a que los invite
a una conferencia y unos proyectos con mantequilla. Pero de la calidad de tal
obra es mucho mejor indicador lo documentada que la misma esté y lo que su
autor revele de conocimiento cierto de lo importante que hayan escrito otros
sobre ese tema. Ponga que yo publico un artículo sobre el tema T y que sobre
esa cuestión han salido en los últimos veinte años tres libros capitales e
importantísimos y que cambian el enfoque y las tesis en boga y suponga que yo
ni cito a ninguno ni muestro tener ni repajolera idea de lo en tales obras
fundamentales se contiene, pero que mi chapuza innoble es citada de inmediato
por veinte investigadores de mi parroquia o de mi club de tenis. Tendríamos que
cualquier comisión que valore al peso tendría que concluir que vale lo mío un
potosí y que, si acaso, empieza a ser cuestionable el valor de lo que aportaron
aquellos tres grandes. El mundo al revés. Pero es lo que hay.
Así
que, amigos, no entremos a ese trapo ni nos preocupemos de tales zarandajas. La
primera y elementalísima condición para que pueda darse una seria evaluación de
la actividad científica, al menos en estos campos a los que me estoy
refiriendo, es que el que evalúe sepa de lo que evalúa. Cuando eso no se cumple
o cuando no se ponen las condiciones para que se cumpla o cuando se organiza el
sistema para que no se cumpla, casi todo es filfa, engaño, apariencia. En esos
casos, de la ciencia se hace una casa de citas. Y en las casas de citas ya
sabemos quienes mandan, madames y unos hombres muy chulos.
Y no podría hacerse de manera que los evaluadores no conociesen a los evaluados y viceversa ? osea, parecido como al premio planeta pero bien.
ResponderEliminarHola.
ResponderEliminarDesde hace tiempo sigo tu blog, así como a trompicones.
Y este texto me ha traído a la memoria el agrio concepto que pergeñé sobre la Universidad y su funcionamiento cuando mis neuronas intentaban aprender algo de filosofía.
¿Sabes lo que me pasó?
Pensé... joé, si la Universidad funciona así, chungo, chungo, chungo.
Yo tuve un profesor que impartía "Metafísica" en cuarto de carrera. Se ponía ahí, en el estrado, con su libro "El ser y el Tiempo" de Heidegger y nada más que decía cosas sin sentido. Luego gracias a una compañera que tenía una cogida de apuntes casi taquigráfica, descubrimos que el tipo se limitaba a leer literalmente pasajes de aquí y allá del libro, de ahí el sinsentido. Un año, tres horas por semana, asignatura troncal si no lo recuerdo mal. Ese año consiguió la Cátedra. Yo creo que no duré ni dos semanas en aquel aula. Ahora, con más años, si estuviera otra vez ardería Roma, y al menos le pondría la cara colorada en clase... pero en aquellas eras era idiota y pasota.
Tuve grandes profesores, también, cuánto más lúcidos más desengañados.
Sólo quería agradecerte estos textos tuyos que he estado leyendo donde denuncias estas prácticas que hacen de nuestra universidad una gran carcajada.
Saludos.