07 abril, 2013

Polvo eres... Por Francisco Sosa Wagner



Todo muere, polvo eres y en polvo te convertirás, ars longa, vita brevis y así seguido reza un número indefinido de expresiones, aforismos y refranes que nos recuerdan la condición de mortales, de nosotros y de cuanto nos rodea. La muerte es condena pero también liberación como nos enseña Cervantes en “La Galatea”: “mas todos estos temores / que me figura mi suerte / se acabarán con la muerte / que es el fin de los dolores”.

Pero incluso esta, la muerte, tiene su fin, tal como proclama la tradición cristiana al defender la resurrección de los muertos, las trompetas del Apocalipsis y demás. O sea que la vida tiene su fin pero también el suyo la muerte. Que esto es un galimatías nadie lo puede negar pero tampoco que se apoye en las mejores tradiciones y en una fecunda e ingeniosa imaginación.

Pues ¿y el amor? ¿Es necesario hacer hincapié en lo delicada que es esta flor, fugitiva como el despuntar de la aurora? Páginas y páginas han ocupado los poetas para referirse a sus  efímeras diabluras, a su inconstancia, al dolor del enamorado que pierde de pronto a la linda Belisa o a la bella Filis... El amor como un sueño, como un imposible, como un fantasma esquivo, una sombra, el relámpago que sin acabar de lucir ya se le puede dar por apagado. Miles de flores naturales se han ganado en los certámenes literarios de pueblos y villas por jóvenes inspirados que han sabido exprimir estas ideas que vienen de los griegos, de los babilonios y de otros pueblos egregios y con muchos trienios en la Historia. Grandes prestigios se han labrado batiendo en endecasílabos suspiros, gemidos, recuerdos, labios, galanuras y hermosuras.

Así es todo de fugaz. Menos el yogur. Porque respecto de este inocente producto fabricado con leche, que empezó siendo alimento de enfermos y dispépticos y hoy es desayuno, postre y cena de personas sanas y en el uso cabal de su mejor circunstancia, se ha decretado por el gobierno que no está sometido a caducidad.

Hasta ahora tenía el yogur un plazo de vida, bastante corto, nada que ver con los plazos que rigen la de los pleitos en el mundo judicial que se miden -como sabe cualquier abogado- por eras geológicas. El fin inminente del yogur, veinte, treinta días a lo sumo, pendía sobre él como una condena bíblica. Transcurridas esas fechas, el yogur abandonaba su cómoda vida en la nevera o en los anaqueles del supermercado y pasaba directamente al humillante cubo de la basura. De nada servía ya: no solo sus propiedades curativas se habían extraviado sino que incluso podía despertar elementos patógenos que en nuestro organismo vivieran un estado de inofensiva vigilia. Desde hace unos días empero la orden es clara: el yogur carece de caducidad por lo que puede tomarse en cualquier momento cualquiera que sea la fecha de su venida al mundo y de su envasado. 

“Hay golpes en la vida tan fuertes ...” exclama César Vallejo en sus “Heraldos negros”. He de confesar que para mí este de la inmortalidad del yogur es uno de esos golpes que exigen mucha entereza para superarlo. ¿Cómo se puede entender que el yogur no esté aquejado de la brevedad que nos acorrala y determina nuestra existencia?  Es difícil pero como así lo quiere la autoridad, las personas sentimentales debemos abanderar sin demora un movimiento que exija la resurrección de todos los yogures caducados que en el mundo han sido.

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