En san Juan de la Cruz, en su “Cántico espiritual”, es donde podemos
leer: “no quieras despreciarme / que, si color moreno en mí hallaste, / ya bien
puedes mirarme / después que me miraste / que gracia y hermosura en mí
dejaste”.
Es así la Amada quien se atreve a pedirle al Amado que la estime y
advierta sus gracias pues ya su piel no es morena y por tanto fea y lógico
objeto de desprecio. Fue al mirarla cuando el Amado le suprimió ese color
desgraciado recobrando una blancura hermosa y llena de encanto.
En estos días estivales en los que vemos a tantos exponerse, barriga
tersa, a los rayos solares, conviene volver a los clásicos para recordar lo
mucho que sufría una mujer en el pasado cuando estaba morena. La Amada del
poeta recobra la palidez añorada gracias al amor de la misma manera que las
mujeres en muchas culturas orientales -caso muy claro de Japón- recurren a
cremas que eliminan la pigmentación e incluso se administran polvo de arroz
-así, las geishas- para aproximar sus
rostros a un lienzo apto para ser pintado en él la batalla de las
Termópilas.
En España hace treinta o cuarenta años las morenas eran las
proletarias, las mujeres que trabajaban en el campo abiertas a los soles y al
mugido de los vientos. O los hombres que picaban piedra en las carreteras bajo
el pájaro del sol, incansable e impiedoso él allá en lo alto.
Luego vinieron las rubias de los países hiperbóreos a mancillar sus
cuerpos de nieve en nuestras playas y crearon escuela: la morenez se empezó a
cotizar alto y se ha pagado por ella, incluso con la vida cuando la hace añicos
el melanoma asesino. En países como Alemania proliferaron los “estudios
solares”, unos establecimientos donde el personal se ponía a tostar en unos
ingenios diabólicos con la misma determinación con la que tratamos al pan bimbo
antes de untarlo de mantequilla en el desayuno. Hubo una fiebre de estos
locales pues unos días en tales parrillas creaban el trampantojo de haber
pasado una temporada en Marbella o en la isla de Chipre, entregado a dulces
experiencias y a las mejores quimeras fornicadoras. De la misma manera que en nuestro Siglo de
Oro unas migas de pan en la barba producían la imagen envidiada de haber comido
una porción de torreznos bien frititos.
Hoy se vuelve a la mesura en estas prácticas y aunque es bueno tomar
el sol sabemos que la palidez no es signo de penuria. Parece incluso que a las
chicas que trabajan como modelos no les es permitido tomar el sol para no arruinar
sus encantos.
Y es bueno que así sea y que nos dejemos guiar por las imagénes del
sol blanco que es el padre de una luz que se mira presumido en un espejo
inmortal, y de la luna, la “pálida coqueta del crimen y del amor” que cantó
Manuel Machado.
La luna, esa bombilla que se ha dejado encendida la Noche.
Es en fin la palidez -nuestra musa- una vaga parienta de la inocencia.
La inocencia, ay, que nos falta en esta España de peristas y receptadores.
Y no se olvide el mayor de los valores que "in illo tempore" recibió la palidez: atestiguar la calidad de la ascendencia revelando la cianosis vascular propia de quien nacía de noble, y goda, cuna.
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