Ayer por la noche apenas dormí, creo que ni veinte minutos. Me vino un insomnio insobornable.
Primero creí que se me pasaría leyendo, pero no; luego pensé que metenía despierto la
novela negra que estaba acabando, pero la terminé y seguía con los ojos muy
abiertos. No sé si será por los cafés diurnos o porque ya me va a tocar esa
maldición de las deshoras. El caso es que, harto de cama y espera, a las seis y
media de la mañana me levanté y me fui a disfrutar el amanecer con un buen paseo
por el monte. Vivo
fuera de la ciudad, aunque no lejos, y en cuanto salgo de casa y cruzo una
calle, tengo senderos para caminar, campo y más campo para los pies y la
mirada. Así que me propuse cansarme y andar al menos dos horas y media o tres,
un recorrido largo con premio de sueño a la vuelta.
Me
metí por sendas de tierra que se iban alejando y por los que hacía quizá cuatro
años que no me andaba. Se me fue encogiendo el pecho, la poética del amanecer
devorada por el asco y la pena, la depresión volando en círculos sobre mí,
aguardando, paciente, el postrer decaimiento. Hay vegetación baja, flores amarillas y de color violeta en
este tiempo, aromas de tomillo, grupos de pinos y retorcidos robles poco
sociables, pájaros arrancando el día, algún arrollo con un hilo de agua en esta época o el cauce seco de regueros invernales. Subí por un camino rojizo y sus
bordes eran cenefas de basura, variedad de escombros, todo lo que puede un
humano sin alma arrojar sobre la belleza para matarla. Había somieres con despeinados
alambres, viejos sofás de tres plazas con las espumas al aire y trozos del
tapizado colgando como pieles cancerosas, alguien había cambiado el tejado y
echado aquí un camión de tejas rotas, algún electrodoméstico oxidado, tablas
con clavos, ventanas con algún resto de cristal traicionero, telas desteñidas,
papeles de cualquier cosa, bolsas de plástico, juguetes amputados y esa muñeca
medio desmembrada que no falta ni en las películas ni donde el hombre se hace
metáfora de su hosquedad.
Cuántos
coches y camionetas y remolques y camiones pequeños habrán subido por esa
cuesta de tierra bermeja para echar en las lindes su carga miserable, para
liberar la casa de lo inservible y arrojarlo sobre el paseante, sobre la
humanidad aún viva, sobre las aves y las abejas y los pajarillos, carboneros,
que me saludaban desde cualquier arbusto. Hice fotos, bastantes, y aquí abajo
pongo algunas. No las miren apresuradamente, tómense tiempo y recuerden
que amanecía.
En
una, si nos fijamos, veremos un fondo de agua turbia. Había ahí hasta no hace mucho
una lagunilla mínima donde siempre encontraba ranas que se lanzaban al agua al oír pasos,
festivo chapoteo. Cuando Elsa tenía un año o dos llegaba hasta ahí con ella,
cargada en la mochila, y nos sentábamos un rato a lanzar piedrecillas y
descubrir animales. Ahora está la pequeña laguna anegada de mierda, le han
descargado encima una tonelada de vergüenzas nuestras. No sería raro que a
algún caminante le salieran, desde ese fondo, espíritus malignos y súcubos o los
ecos de algún dichoso hogar destructivo, quién sabe si voces y felices gritos
maldicientes que todavía impregnan ese marco de una puerta que asoma entre los juncos
o aquel microondas del que gotea hasta el fondo de la charca un óxido familiar
y atávico. Un poco más arriba, donde por fortuna el camino se rendía y
comenzaba una senda estrecha que ya no permitía más que el civilizado pie,
busqué un sillón desvencijado, me senté y creo que lloré un rato en seco. Ya
despuntaba el sol. Al levantarme para huir al fin y andar otro buen trecho por
parajes más amables, vi un ala de insecto grande colgando de una tela de araña
muy tenue, con la luna al fondo. Ni brisa ni clemencia en el despertar del día.
Hay
ayuntamiento ahí, no es el salvaje Oeste ni estamos en un suburbio africano. A
escasos cuatro kilómetros de donde tomé estas fotos tiene el municipio un punto
limpio donde puede uno llevar cualquier desecho grande, cualquier objeto que
sobre. Si haces obras en casa y tienes escombro, con una simple llamada te
manda la oficina municipal correspondiente un contenedor y te recoge esos
restos cuando termines. No sé si cobrarán algo, pero poco ha de ser, si acaso.
Aunque bien sabemos que en esta España yupi-cutre sigue habiendo muchos, y no
tan viejos, que por ahorrarse un euro o dos todavía son capaces de deshacer un
río o de quemar un bosque; y aún se sienten, después, pícaros y espabilados,
listos y ejemplares, indómitos y asilvestrados especímenes de la Meseta.
Me
alejé sin volver la vista y alcancé rincones todavía puros. Iba pensando si
habrá políticas públicas que puedan domesticarnos y atar la bestia, la
educación tal vez, o las sanciones. Pero me inclino a creer que lo único
efectivo serían unos nidos de ametralladoras servidos por tiradores expertos y
voluntariosos, con munición abundante. Sin compasión.
Ya
iba de vuelta, entre fincas con cereales que se alternaban con monte bajo y
grupúsculos de pinos y, de pronto, a unos veinte metros por delante de mí
saltaron tres gamos. Creo que eran gamos, pero siempre me confundo. A Elsa, a
la hora de comer, le conté que me había topado con tres bambis en el monte, no
lejos de donde alguna vez ella camina conmigo. Pero le rogué que me guardara el
secreto. Conozco a muchos que mañana mismo saldrían a matarlos, enardecidos, puede
que aprovechando el viaje para arrojar a un riachuelo o a una charca natural un
par de puertas viejas o unas estanterías rotas. Aunque creo que lo que mayor
placer les causa, antes de darle un balazo a un corzo, es dejar un sillón roto
en el medio de un prado.
Una verdadera pena lo que se ve en las fotos ... me pregunto cuándo aprenderemos a respetar la naturaleza y a los seres vivos que habitan en ella. ¿Cuándo entenderemos que no estamos solos y que la naturaleza es de todos y para todos (seres humanos y no humanos)?
ResponderEliminarLes invito a los amigos del blog a circular más en bici como dice el slogan : no cuesta un duro y pone el culo duro.
ResponderEliminarExcelente artículo ahondando en algunas de las cuestiones habitualmente discutidas en este blog:
ResponderEliminarhttp://elpais.com/elpais/2013/07/16/opinion/1373983075_676244.html
¡Faneca brava!