Hoy
voy a arrancar de una anécdota personal, para, después, elevarme un poco a una
cuestión teórica bastante compleja. Esa referencia personal puede sonar o bien
muy inmodesta y soberbia, o bien un compungido lamento. No pretende ser ni una
cosa ni la otra. Llevo una vida profesional muy dichosa y creo que no padezco,
o apenas, los síndromes típicos del catedrático, los del nadie me quiere, todos
me envidian, no me reconocen porque se celan de mi valía, etc., etc. No es eso,
no mantengo conflictos personales por causa de mi trabajo. Lo que sí me plantea
tremendos enigmas es el funcionamiento de las instituciones y su
disfuncionalidad congénita. O, en otras palabras, el total divorcio entre lo
que como justificación de las instituciones se proclama y la práctica de las
mismas, que niega tajantemente esos fundamentos.
A
los ejemplos para abrir boca. Comenzaré con uno que no me concierne, aunque se
trata de amigos. En una Facultad de Derecho española hay todo un departamento
de expertos en teoría de la argumentación jurídica. Han escrito obras capitales
de la literatura sobre el tema en español, son internacionalmente muy conocidos
como especialistas en tal materia y sobre ella organizan una maestría que tiene
grandísima demanda internacional. Pues bien, al hacer en esa Facultad los
nuevos planes de estudio, no se quiso introducir con el realce normal una
asignatura sobre dicho tema, tema hoy unánimemente considerado como de
importancia grande en la formación de los juristas. Mi curiosidad no se refiere
a los móviles personales de los que votaron en los órganos universitarios
contra esa asignatura o a favor de cualesquiera otras, pues andaría cada uno
abonado su pequeño huerto, sino que versa sobre la incapacidad de la
institución, en esta ocasión aquella universidad de mis colegas, para
aprovechar al máximo la especialización y el nombre de su personal. ¿Por qué
una universidad es ciega, incapaz de ver el valor añadido de una parte de su profesorado
y que le puede dar a esa universidad la mayor proyección y elevar su prestigio?
En otras palabras, y utilizando una analogía que se entenderá sin más
explicación: ¿por qué las prefieren tontas, o menos listas?
Ahora
mi caso personal, que espero que no se malinterprete. Porque ésa es otra, en
España no se puede hablar de uno mismo si no es a riesgo de ofender a media
población. Estas líneas las estoy escribiendo, tarde del sábado 6, en un hotel
de Buenos Aires. He venido, invitado por la Universidad de Buenos Aires, para
impartir un curso de doctorado sobre cuestiones de argumentación jurídica.
Sobre argumentación jurídica, en sus muchos aspectos, desde oratoria y técnicas
retóricas en la práctica del Derecho hasta fundamentos filosóficos del modelo
argumentativo de racionalidad, he dado cursos teóricos y prácticos,
conferencias y ponencias en unas veinte universidades, por lo menos, de una
docena de países. También tengo en mi haber un puñado de publicaciones en dicho
campo y en unos pocos idiomas. En el ámbito práctico he impartido sobre eso
cursos y seminarios para escuelas judiciales, colegios de abogados, empleados
de la Administración, etc.
En
la ciudad donde vivo y trabajo existía una Escuela de Práctica Jurídica. Jamás
fui convocado a hablar en ella de algo tan práctico como eso que ya he
mencionado. Había una asignatura sobre oratoria forense o algo por el estilo.
Ni para una charlita se me contactó jamás. Era una abogada del lugar, a la que
no conozco, la que se hacía cargo. Nada puedo criticar de su labor, pues no sé
cómo era.
Ahora
esas enseñanzas se convierten en máster universitario, en uno de esos másteres
profesionalizantes, así se los llama, pues habilitan para el ejercicio de la
abogacía, y tal vez de más oficios. Grandes negociaciones para ver quién se
lleva el gato al agua, quién gobierna ahí y quién tiene más docencia, si los
abogados del respectivo Colegio o el profesorado de la Facultad de Derecho. No
me inmiscuyo en ese género de tratos y negocios, no me interesan. Mi “montaje”
personal y profesional es sencillo y puedo proclamarlo a los cuatro vientos:
objetivo primero, dar buenas clases a mis estudiantes ordinarios y esmerarme en
dicha docencia; objetivo segundo, tener tiempo para la lectura y la escritura,
para investigar y publicar cosas que me satisfagan un poco y que me permitan
mantenerme en un nivel digno; tercero, conservar la libertad y el tiempo, la
disponibilidad, para viajar por ahí cuando me inviten y el plan me convenga. En
los últimos doce meses he tenido conferencias o ponencias en unas cuantas
universidades españolas y en universidades e instituciones colombianas (tres
veces, tres viajes), mejicanas, argentinas y dominicanas. Pero ese es mi plan
de vida y con mi pan me lo coma yo, por supuesto que sí. Y no todo es tan grato
o envidiable, y menos cuando ya se peinan canas. Muchos aviones y aeropuertos, demasiados
hoteles, el cuerpo que ya se rebela más de una vez, estrés, afonía ocasional,
madrugones, horarios inverosímiles…
Así
que a lo que íbamos. Llegan papeles en mi Universidad diciendo que el que
quiera que se proponga y proponga su asignatura para ese máster de la abogacía.
Servidor a lo suyo. Pero amigos leales me convencen: hombre, tiene que haber
algo de argumentación y oratoria y esas cosas, propón alguna cosa. Pues propuse.
Me llama el negociador por parte del Colegio de Abogados: que muchas gracias y
que qué bien y que hay en el plan en elaboración unas cinco horitas para ese
asunto, en un curso compartido con ¡informática jurídica!, y que ahí pueden
meter mi asignatura. Como en el fondo me da igual que sean cinco horas,
veinticinco o ninguna, le respondo que bueno, que vale.
Cambia
el equipo decanal y se replantean esas negociaciones que imagino tediosas. Veo
o, como no presto mucha atención a muchos papeles, quienes trabajan conmigo ven
que la asignaturita en cuestión se mantiene en la programación de marras. De
acuerdo, nada que decir. Estos días llega el plan definitivo y esas mismas
personas que conmigo laboran me dan la noticia: mira, esa asignatura, con esa
mierda de horas, nos la han quitado a nosotros, sin avisar ni nada y después de
habernos pedido el programa y no sé qué, y se la han asignado al profesorado
del área del señor Decano, área superpoblada y dispuesta a dar Teodicea o Biología
Vegetal, si hace falta. ¿Que qué opino yo? Pues que muy bien, que me trae al
fresco y que doy gracias a los dioses por no estar tan jodido como para tener
que pelearme por cinco o diez horitas de docencia y por no ser tan así como
para arrebatárselas a otro, con artes de carterista. Es como cuando se me
ocurre darle medio euro a un pobre que pide a la puerta de la catedral y el
acompañante de turno me sale con eso de que a lo mejor se lo gasta en vino. Y a
mí qué, bastante desgracia tiene con su pobreza y si el vino lo consuela de
ella, alabado sea Dios. Pues con esto, igual.
Ahora
ya podemos trascender de la anécdota a la categoría. He quedado en que de las
miserias, las fortunas o los imperativos vitales de las personas de carne y
hueso, colegas incluidos, no me interesaba tratar aquí. Básicamente no me importan
en ningún sentido. El enigma son las instituciones, en este caso las
universitarias. Añadan, si quieren, esos curiosos entes corporativos, en este
caso un Colegio de Abogados de una ciudad pequeña y donde cien euros te pueden
salvar el mes. Y las instituciones no
tienen mala fe; ni buena. Pero ellas están justificadas por un rendimiento y
funcional y legalmente compelidas a maximizar la eficacia en el uso de sus
recursos y a dar un servicio de la mejor calidad. Se supone que si en la
Facultad de Derecho de la Universidad X se enseña Derecho Penal, pongamos por
caso, a esa Universidad le convendrá mucho más que se enseñe muy bien por un
profesor excelente y preparadísimo, que muy mal y a cargo de un zampabollos que
sea un vago de siete suelas. ¿Por qué? Porque se hablará mejor de ese título y
esas enseñanzas, porque saldrán mejor preparados esos estudiantes y obtendrán
mayores éxitos profesionales, porque ese mismo profesor hará seguramente
investigación de calidad y contribuirá a que esa universidad suba en las
clasificaciones, etc.
Pues
no es así. A las universidades les tiene sin cuidado un detalle como ése de
quién imparte qué en tal o cual título. Todos somos iguales e hijos de Dios y
todos servimos lo mismo para un roto que para un descosido. Enrique Santos
Discépolo lo explicó hace tiempo de manera insuperable: “es lo mismo ser
derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador... ¡Todo
es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay
aplazaos ni escalafón, los ignorantes nos han igualao”. Clavadito y profético.
Acéptenme
como hipótesis o sin ir a la justicia o no de fondo que yo mismo tenga ese
prestigio labrado en asuntos de argumentación jurídica y tras bastantes años de
trabajo en ese tema. Estará fundada o será postiza esa cierta fama, no sé, pero
también vivo de ella. No es que yo lo afirme, es que, repito, ahora mismo estoy
en Buenos Aires hablando de eso y para hablar de eso a unos doctorandos de este
lugar me pagan el avión, ocho días de céntrico hotel y mis honorarios. En León
lo haría gratis (o sea, con cargo al sueldo que esa Universidad me paga) y sin
coste para nadie, como parte de mi carga docente, por supuesto, pero sin
reparar en regalar horas a mayores, si falta hiciera. Así que la pregunta es: ¿por
qué mi Universidad no me pide que explique de ese asunto en un máster suyo en
el que viene directamente a cuento, mientras que en otros lugares se gastan
unos dineros para tenerme en el plantel de tal maestría o tal doctorado y con
esa misma temática?
Rechazo
toda hipótesis de conspiración, envidias, celos y similares. Es mucho más
sencillo que eso, y ahora vamos al grano. En mi Universidad, como en cualquier
otra, todos y cada uno de los que pueden proponer y decidir, desde el Rector
hasta el Vicedecano que lleva esto o lo otro, no tienen ni la más remota idea
de que en la plantilla de allí mismo hay, pongamos, un iusfilósofo que tiene
fama internacional en esto, o un penalista que la tiene en aquello o un
civilista que es autoridad acreditada en tal rama de esa materia. En mi misma
Universidad está en plantilla un compañero iusfilósofo que es una de los más
reconocidos expertos mundiales en Derecho de la Unión Europea y que dirige la
más o una de las más prestigiosas revistas internacionales de Derecho Europeo,
editada por Springer. No pasamos de tres los que en la Universidad de León
estamos al corriente de ese dato. Cuando aún se convocaban titularidades, un
mandanga con alto cargo universitario no le tramitó su solicitud porque faltaba
un papelito de nada, y calló durante meses hasta que se consumó el imposible.
Todavía se creerá que estuvo muy fino y que se mueran los guapos. Es lo que
tienen los tontainas, que cuanto más se miran con el dedo en la nariz, más se
gustan.
Tenemos
ahí el meollo de la cuestión. Qué es lo que bloquea las instituciones y las
vuelve incapaces para funcionar de modo acorde con su razón de ser, las
inhabilita para rendir la prestación que de ellas se espera y las convierte en
puro subterfugio autorreferente y vacío, una inanidad retroalimentada de
intereses espurios. Salvando las distancias que se quieran, podríamos buscar
mil y un ejemplos más relevantes que estas anécdotas de las que he partido. ¿A
qué se debe que, con la cantidad de expertos en Sanidad y en Administración
Sanitaria que hay en España, algunos sin duda militantes o simpatizantes del PP
o del PSOE, la Ministra actual de Sanidad, nada menos, sea Ana Mato y la de
hace cuatro años Leire Pajín? Hombre, visto así, consuela. A explicar oratoria
o argumentación a los abogados de mi orgullosa ciudad van a mandar pasado
mañana de mi Universidad a un tal Fulgencio Mindundi, que en su desdichada vida
jamás pensó que tendría que acabar impartiendo docencia sobre oratoria forense,
él que no es ni orador ni forense, igual que en el Ministerio que dirige los
temas sanitarios colocan últimamente a unas “tías” que ni son médicos ni saben
de administrar nada importante ni diferencian un bisturí de un calzador. Pues
genial, pero por qué pasará eso, siendo tan fácil un manejo normalillo y eficiente
y teniendo personal apto para lograrlo.
No
veo mejores herramientas teóricas para dar razón de tan extraños desajustes que
las que nos brinda una cierta teoría de sistemas en zapatillas, un luhmannismo
de andar por casa. La explicación se halla en que las instituciones han sido
colonizadas por sistemas sociales ajenos a las instituciones mismas y a su
función. Si la función que justifica, por ejemplo, una universidad es la
docencia de calidad y le investigación de alto nivel, esa universidad ha de
estar organizada para, de manera poco menos que automática, seleccionar,
motivar e impulsar a sus mejores profesores e investigadores. ¿Por sentido de
la justicia y para reconocerles a ellos su esfuerzo? No, por una especie de
interés egoísta de la propia institución, porque si su personal no es bueno y no
rinde bien, se supone que esa institución, que degenerará en cuanto a la
calidad de sus prestaciones y su servicio, se irá al carajo, se hundirá y
acabará desapareciendo. Si las asignatura del máster en no sé qué las dictan el
dr. Mindundi y todos sus primos del clan de los Mindundis, se desprestigiará el
máster, se quedará sin alumnos pronto, habrá que cerrarlo… El problema de
nuestras instituciones públicas es que están blindadas contra la desaparición y
dispuestas para asegurar la impunidad de los que las inhabilitan para rendir
honestamente. Nuestras instituciones, empezando por la Universidad, se rebelan
contras las exposiciones de motivos de sus normas reguladoras y se prostituyen
para que tales o cuales personas o grupos alcancen otros fines bien diferentes.
Ahí
le duele. Las instituciones están ocupadas por personas que no las sirven a
ellas, a cambio de un sueldo, por supuesto, sino que se sirven de ellas. Lo
grave es que ellas se dejan y el poder político consiente el envilecimiento. Los
que están dentro de las universidades, por ejemplo, se valen de ellas para
fines que no solamente no son los de la institución respectiva, sino que se
contradicen con ellos y bloquean su logro. Empezando por el rector, que casi
nunca busca desde su cargo algo distinto de un poder lelo y para lucirlo ante
las cuñadas y que no tiene más aspiración que la de trabajarse desde este cargo
otro para mañana en la política o en algún banco. Siguiendo por tal o cual
decano o vicedecano, que no está en el puesto para que algo mejore en los
frutos de esa facultad, más bien para ganarse sus doscientos euretes más al mes
o para tener un certificado que presentar a la ANECA haciendo constar que ya
tuvo un cargo y que cuantísimo mérito. Y así. La clave está en que ninguno se
juega nada si lo hace fatal y hunde más a su facultad o su universidad. Cada
cual ya habrá logrado lo suyo y después de mí el diluvio. Esta Roma sí paga a
traidores, y los premia y los encumbra. Es a los leales a los que desprecia. Pero,
repito, no cabe mucho reproche a los que bajo esas normas y tales condiciones
juegan y juegan para sí, sino a las normas que regulan la marca de la
institución y que permiten o fomentan ese sabotaje interno y constante.
En
otras palabras, la universidad se hunde y está hundida porque ha llegado a la
suprema y definitiva paradoja, aquella de la que no hay vuelta atrás: quien,
cobrando de la institución, trabaja en ella mucho y bien y le da fama, recibe
de la institución la indiferencia, cuando no el desprecio. Y quien quiere tener
de la universidad el aprecio y el mejor trato, no debe perder el tiempo con la
buena labor, sino que ha de dedicarse a hacer pasillos, conspirar para las
próximas elecciones, negociar horitas y asignaturillas con oscuros funcionarios
y profesionales apolillados y pedantes, rellenar informes, memorias y
memorandos, reírle las gracietas al tarugo que es director del área de no sé
qué, humillarse ante cualquier sobrinísimo, tratar de don al capo del
respectivo pasillo, etc. Ocupado cada
cual en su parcelita, enclaustrado cada uno en tan vacuas labores, angustiados
por el temor de perder aquella asignatura, de que me quiten este despacho
grande, de que no me reconozcan el quinquenio, de que perdamos el decanato y no
podamos cambiarle el nombre a la Facultad, yo qué sé, lo menos que puede
importarle a cualquiera es quién y cómo se imparte Derecho Tal o Derecho Cual.
Podría hacerlo un honesto conserje y nadie se alteraría ni lo notaría, salvo
que metiera mucho la pata al calificar y los alumnos se revolucionaran.
Como
parte de la regeneración de este país, tan urgente como inviable, sería imprescindible
emprender una campaña de rescate de las instituciones, dotándolas de nueva
normativa de funcionamiento y a fin de poner en sintonía su función
justificadora con sus estructuras reales y su rendimiento efectivo. Pero, a las
alturas que estamos, es más que probable que no sea de ninguna manera posible
ya. Esto es el sálvese quien pueda y tonto el último. Algunos lucharán a brazo
partido por unas horillas más de clase o por un carguito de vice algo o por un
diploma de experto en micción sostenible. Otros, por fortuna para nosotros, y
discúlpenme, ya no estamos para chiquilladas y frivolidades, pues al cumplir
los cincuenta empezó la cuenta atrás. Se pueden meter las pequeñeces donde les
quepan y esperar a que les crezcan y les den gusto.
Es
sábado, cae la noche, y dentro de un rato me voy con unos colegas y amigos a
cenar un buen bife de chorizo y a escuchar tango en un buen local que se llama La Viruta, allá por el barrio de Palermo. En verdad, no sé ni para qué
acabo de escribir todas estas bobadas. Sorry. Pero ya están, y aquí las dejo.
Sirvan nada más que de invitación para trascender las miserias personales,
incluidas las mías, y para que veamos cuán necesario es que encontremos
patrones adecuados para el análisis y estudio de las instituciones públicas y de
su funcionamiento. Una institución que funcione tiene que ser ciega, pero de
otra manera: no puede tener compasión de nada ni nadie que la perjudique en su
legítimo hacer y no puede, sin deslegitimarse, prescindir de ninguno que mejore
sus resultados y la haga competitiva. Justamente lo contrario de lo que día a
día vemos. No debería aplicarse dinero público al mantenimiento de antros, de tugurios. O reforma o cierre.
En general, lo primero que llama la atención del usuario, cuando éste ya está algo viajado y algo leído,es la falta de libre competencia general sobre la que se asienta la vida profesional en nuestro país, sustituida por el compadreo que parece similar pero no es lo mismo, como no es lo mismo un tinto de verano y un Manhattan ni se toman en los mismos lugares ni con el mismo fin ni con la misma rubia.
ResponderEliminarLa ausencia de competencia nos hace a todos clientes y nos libera del esfuerzo de pensar.
Los españoles solo quieren un buen dictador que piense por ellos y no les mate mucho. Ya a pequeña escala un cacique apañado, algo bajabragas algo abrazafarolas, suele ser aplaudido.
Así es la historia de estas tierras y de sus habitantes y cuando siempre ha sido así por algo será...
Salvo mejor opinión.
Tu libro para los estudiantes de Grado me ha gustado mucho. El Curso de Atienza no. Demasiado light. El único valor, los materiales q aporta q por lo demas no son suyos (o casi). El tuyo se leerá menos pero es más honrado.
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