Tradicionalmente
el pensamiento jurídico ha visto el contenido material de las normas jurídicas
como lo esencial y absolutamente determinante y la normativa procesal como algo
adjetivo, de importancia subordinada. De ahí que sea común contraponer derecho
sustantivo y derecho procesal, siendo este de menor o de nula sustancia, nada
más que aditamento necesario por razones prácticas y organizativas: porque
debemos saber y en alguna parte tiene que estar fijado cuál es el plazo para
presentar una demanda o ante qué juzgado o tribunal tiene que hacerse. Y poco
más.
El
constitucionalismo, especialmente el europeo, nace bajo tales condicionamientos
de la ideología gremial de los juristas. Por una parte, se trata de igualar
formalmente la posición de los ciudadanos ante el derecho, terminando con el
viejo orden estamental. La idea de igualdad ante la ley tiene carácter formal.
Por otro lado, esa igualación formal o meramente jurídica tiene que
fundamentarse en declaraciones de derechos naturales o innatos de los
ciudadanos. Pero tales proclamaciones de derechos son, en buena parte, mera
justificación de dicho tratamiento formalmente igualitario y no se pretende
atacar otro tipo de desigualdades ni corregir la posición material de cada ciudadano dentro de la
sociedad y en función de su suerte o su destino.
En
segundo lugar, ese constitucionalismo se propone amparar a los ciudadanos
frente al Estado y su poder, cambiando la indefensión por límites legales y
esferas de inmunidad para los individuos. La sustancia moral de esos derechos
defensivos está en aquel fundamento iusnaturalista, pero el instrumento para
hacerlos efectivos es la ley, una ley que, desarrollando los mandatos
constitucionales, tase de modo claro lo que el Estado puede hacer a los
ciudadanos o les puede impedir y lo que no les puede hacer o debe tolerarles a
ellos.
En
el trasfondo estaba operando un cambio decisivo en la filosofía política,
relacionado con la justificación y la legitimidad de los poderes políticos.
Mientras las jerarquías sociales fueron presentadas como reflejo de un orden
natural o de un orden querido por Dios, la relación entre los que mandan y los
llamados a acatar resultaba religiosa, moral y jurídicamente incuestionable.
Las revoluciones burguesas acaban con ese postulado de la naturalidad del poder
y de su distribución y, puesto que ahora se postula el igual valor y la
idéntica dignidad de cada individuo, a ninguno se le reconoce un derecho
natural a mandar sobre los otros.
Ante
esa constitutiva igualdad del valor y la dignidad de todos y cada uno de los
ciudadanos, las salidas, en términos de filosofía política, solamente podían
ser dos: o la defensa de la anarquía, de la ausencia de poderes políticos y
jurídicos, con la consiguiente eliminación del Estado, la vida en estado de
naturaleza, en suma, o la refundación, sobre nuevas bases teóricas, del poder
estatal. Aquel constitucionalismo seguirá esta última vía y se proclamará, así,
la soberanía popular: el poder pertenece a los ciudadanos, a todos y cada uno,
y los que desde el aparato del Estado gobiernan lo hacen por delegación y con
el consentimiento de la ciudadanía, del pueblo.
Para
asegurar la efectividad de ese cambio revolucionario se introduce una nueva
serie de principios formales y procedimentales: la democracia, como régimen de
mayorías basado en un sistema electoral, y la separación de poderes, en cuanto
modo de recíproca limitación entre los poderes del Estado, para que ninguno
esté en condiciones de suplantar la soberanía popular y convertirse, él, en
soberano. El constitucionalismo del siglo XIX, en Europa, es el testimonio de
esa disputa entre los poderes de reyes y emperadores, heredado del Antiguo
Régimen, y el poder anclado en la soberanía popular. Al tiempo, se hace patente
también la tensión entre una concepción del Estado como organismo natural y
supremo, con potestades innatas,y como encarnación superior de la comunidad, y
la concepción del Estado como asociación voluntaria de ciudadanos
autointeresados que en libertad se unen, bajo esa forma política e
institucional, para mejor defender sus intereses, en lo que tienen en común, y
para conseguir grados más altos de bienestar de los que cabrían si cada uno
hiciera la guerra por su cuenta.
El
problema está en que el carácter puramente programático o meramente político de
las constituciones del XIX lleva a que solo se pueda confiar en la ley como
herramienta de defensa de esa posición de los ciudadanos frente al Estado. No
existen procedimientos ni órganos para hacer valer la superioridad jurídica de
la Constitución, por lo que dicha superioridad no tiene más valor que el valor
político. Toda la presión política y social se aplica, pues, sobre la ley, y
más sobre la democráticamente producida, y aquel legalismo extremo del XIX se
explica por ser la ley garantía jurídica única y porque de la aplicación de la
ley sí que existen controles, a través de los jueces. Entre los derechos
puramente nominales de las constituciones y los derechos jurídicamente
efectivos de los códigos y las leyes, volcarse en estos últimos es la sola
manera de defender las posición ganada por la nación, por la ciudadanía. No es
puro fetichismo legal, como hoy a menudo se caracteriza aquella actitud, es
defensa de los logros de las revoluciones modernas que terminan con el Antiguo
Régimen. Que ideológicamente haya sido acompañada dicha actitud por mitos como
el del legislador racional no debe sorprendernos tanto, si tenemos en cuenta
que hasta nuestros días el mito se mantiene, aun cambiando de protagonistas:
del del legislador racional hemos pasado al del poder constituyente racional o,
incluso, al mito de las cortes constitucionales racionales. Siempre hay alguien
en la verdad, que nos guía hacia el bien objetivo y que nos defiende de los
malos, ese es un componente crucial de la ideología jurídica de todos los
tiempos.
Es
de todos conocido que en Estados Unidos las etapas y las consecuencias son
distintas, por causa antes que nada de que con la sentencia en el caso Marbury
vs. Madison el Tribunal Supremo se arroga, ya en 1803, capacidad para el
control de constitucionalidad de las normas legales. Ahí la superior jerarquía
de la Constitución ya no será meramente nominal o simbólica y los jueces sí disponen
instrumentos para la defensa directa de los derechos constitucionales.
Fuera
de esa excepción norteamericana y de algunas secuelas puntuales, la verdadera
revolución constitucional del siglo XX consistirá en la introducción en las
propias constituciones de sistemas de control de constitucionalidad, y en
particular la “invención” de los tribunales constitucionales. Esto solo pudo
ocurrir una vez que la superioridad jurídica de las constituciones estaba bien
asentada en el imaginario colectivo y, en especial, entre los juristas y la
clase política. Superada en la lucha política y social aquella tensión entre la
soberanía popular y la igualdad jurídica de los ciudadanos, por un lado, y el
estatismo que era reflejo tardío del antiguo orden político y social, aparece
una nueva necesidad: si la constitución es norma efectivamente superior y en
ella se contienen las garantías básicas de los ciudadanos frente al poder y si,
además, el legislador ya no es aquel personaje mitológico perfectamente leal a
la sociedad que lo alimenta y expresión prístina de la voluntad general, hace
falta dotar a las constituciones de medios para su propia defensa, en primer
lugar frente al legislador mismo y en bien de los ciudadanos. Con ese fin se
introducen los sistemas de control de constitucionalidad de las leyes. Pero hay
que subrayar la paradoja inmanente a ese proceso: puesto que es en los propios
textos constitucionales donde se van insertando tales mecanismos, que son de
autoprotección constitucional, ha debido estar previamente asumida la primacía
de la constitución. Sólo cuando la constitución es generalmente vista y
aceptada como norma más alta, podrán ser efectivos los medios que para la
defensa de esa superior jerarquía se plasmen en las constituciones mismas. No
hay cambio efectivo de las instituciones y de los sistemas normativos si no
antecede un cambio de las mentalidades, una mutación ideológica. La
constitución solamente puede ser eficazmente protegida cuando las lealtades
primeras del pueblo van con la constitución y no con poderes extra o
preconstitucionales. Puesto que, en términos jurídicos, la protección de la
constitución es autoprotección de la constitución, se requiere una sociedad
leal con ella y dispuesta también a defenderla con sus herramientas propias,
que son las herramientas de la política.
Es
en ese momento cuando las constituciones dejan de ser pura “sustancia” política
y moral y adquieren una dimensión procesal. Desde el instante en que hay
garantías procesales para los derechos constitucionales, estos ya no son “derechos”
meramente morales u objetivos políticos, sino que se hacen derechos jurídicos,
derechos propiamente dichos. Tanto más, cuanto más efectivos sean dichos
procesos de control de constitucionalidad y de correspondiente defensa de los
derechos. Radicalmente formulado: no hay en puridad derecho constitucional
mientras no se cuente con derecho procesal constitucional. No cobran naturaleza
jurídica los derechos en tanto no existen cauces procesales para hacerlos valer
frente a todos y cada uno de los poderes públicos, frente al Estado mismo, ante
todo y en primer lugar. Y una vez que queda suficientemente garantizado ese
efecto vertical de los derechos fundamentales, como derechos frente al poder
público, podrá darse el paso siguiente, el de incorporar también su llamado
efecto horizontal o frente a los conciudadanos, lo cual, como es bien sabido,
se consagra ante todo por obra de la jurisprudencia constitucional alemana en
el caso Lüth, a fines de los años cincuenta. En otras palabras, y para resumir,
no hubo verdadero derecho constitucional sustantivo mientras no se desarrolló
el derecho procesal constitucional.
En
la segunda mitad del siglo XX asistimos a una nueva mutación. Puesto que los
preceptos constitucionales y los correspondientes derechos cuentan ya con
instrumentos procesales de salvaguarda y efectividad, las constituciones se
hacen mucho más densas en derechos. Ciertas experiencias históricas avisaban de
los descarríos posibles del legislador y de los peligros funestos de los
poderes estatales incontrolados. Se extreman, en consecuencia, las
precauciones, bajo la forma de derechos de los ciudadanos constitucionalmente proclamados
y sancionados.
Ahora
la interpretación constitucional se hace labor esencial y de cómo la planteen y
la realicen los órganos judiciales encargados del control de constitucionalidad
van a depender dos cosas: el alcance de los derechos ciudadanos y el grado de
limitación que tenga que soportar el legislador democrático. Estamos, así,
abocados a un choque de legitimidades y se agudiza el llamado problema del
carácter contramayoritario de las decisiones de control de constitucionalidad
de la ley. El objetivo de protección de los derechos fundamentales va de la
mano, insoslayablemente, con un aumento de poder de los jueces, que no dejan de
ser uno de los poderes del Estado. De ahí que se haga perentoria la solución de
otro problema político-jurídico: cómo se controla al controlador último, cómo
se protege, incluso, la constitución misma frente a sus supremos protectores.
En
términos prácticos y procedimentales, esto se traduce en cuestiones como la de
qué grado de independencia tengan los jueces, y en particular los facultados
para el control de constitucionalidad, cómo se nombran y cuál es su estatuto.
Nos hallamos ante una de las aporías de la teoría constitucional: si los jueces
constitucionales son dependientes del poder político mayoritario o del poder
ejecutivo, no van a amparar los derechos constitucionales de los ciudadanos,
sino las inmunidades de los poderes públicos, y desembocamos así en regímenes
autoritarios y antidemocráticos revestidos de una muy engañosa terminología
constitucionalista y que usan el lenguaje de los derechos como tapadera para el
abuso de los mismos; pero, por otra parte, si los jueces constitucionales no se
sienten sometidos a un cierto control político por la ciudadanía, sino jaleados
en su activismo e impulsados a imponer su ley frente al legislador democrático,
se produce una traslación de la soberanía, se pasa de la soberanía popular a la
soberanía judicial. Se vuelve a descompensar, por tanto, el frágil equilibrio
entre los poderes del Estado, con perjuicio, una vez más, para los derechos de
los ciudadanos, empezando por sus derechos políticos, base de la soberanía
popular y del principio democrático. No olvidemos igualmente que en esas
tesituras funciona una regularidad política impepinable: cuanto mayor es el
poder de los jueces, mayor será el empeño del poder ejecutivo o de los partidos
dominantes para controlarlos y someterlos a sus dictados, las más de las veces
con éxito.
Las
dificultades se acrecientan por una serie de ulteriores factores y cambios. Se
impulsa la eficacia directa de las normas constitucionales, en particular las
referidas a derechos fundamentales. Si se entiende, como en algunos momentos
sucedió, que los derechos constitucionales no pueden hacerse efectivos y
aplicables sino a través de su desarrollo legal, el legislador sigue siendo
dueño de tales derechos y puede convertir en papel mojado aquellos cuyo régimen
no regule. Mas si se concibe que existe una sustancia propia de esos derechos y
que de defenderla se han de encargar los jueces constitucionales no sólo en
defecto de ley, sino también contra la ley, incluso contra la ley no declarada
inconstitucional, tiene lugar una larvada mutación constitucional: la
constitución ya no es lo que el texto constitucional dice, sino lo que el juez
constitucional interprete que dice o, más allá, lo que el juez constitucional
interprete que la constitución manda aunque no lo diga o lo diga de otro modo.
Una más de las aporías de las que el constitucionalismo contemporáneo no puede
librarse.
Un
elemento adicional. En las últimas décadas del siglo XX ocurre otro cambio
decisivo en el constitucionalismo. Se desarrollan con éxito nuevas
catalogaciones de las normas constitucionales y, sobre todo, se impone la idea
de que algunas de esas normas son principios constitucionales, no reglas o
normas “ordinarias”, por así decir. Esos principios constitucionales se cargan
de valor axiológico por entenderse que recogen los valores morales esenciales
que están en el trasfondo de la constitución y que le dan su coherencia y su
valor de conjunto. A través de los principios, así concebidos, las
constituciones se moralizan y desaparece la identificación entre constitución y
texto constitucional. Las constituciones ya no son una serie de enunciados
normativos que puedan tener un grado mayor o menor de determinación o
indeterminación semántica y que, en consecuencia, deban ser interpretadas por
sus aplicadores, dentro de los límites que a cada poder constitucional afectan.
Las constituciones ya no son lingüísticas, sino que se materializan, son
constituciones materiales, su entraña es axiológica, pero no porque el
contenido de sus enunciados genéticamente se explique como reflejo de unas
preferencias valorativas de la sociedad o del poder constituyente, sino porque
la constitución tiene su esencia en valores, valores que, además, no son
preferencias subjetivas de tales o cuales personas o grupos, sino valores que
expresan un orden axiológico objetivo. La constitución verdadera ya no es la
que “es”, sino la que debe ser.
Muta
así la ontología constitucional y se altera la función de los jueces. El
control de constitucionalidad de la ley o de los resultados de su aplicación ya
no es control de la coherencia entre dos enunciados, el legal y el constitucional,
ya no es resolución de antinomias entre enunciados, es control de la
compatibilidad de las soluciones legales con el contenido sustantivo de ciertos
valores que existen y subsisten por sí y con independencia del modo en que sean
expresados en el texto constitucional. Por eso decae la importancia de la
interpretación, como técnica y como ejercicio también de discrecionalidad del
intérprete, dentro de unos límites que son límites lógicos y semánticos, y la
decisión judicial aplicativa de la constitución pasa a contemplarse como un
ejercicio de razón práctica. El juez constitucional técnico deja su sitio al
juez filósofo moral. La moral ocupa el espacio del derecho al colonizar la
constitución y, al tiempo, se estrechan los márgenes de la decisión política.
Pues la decisión judicial ya no se concibe tampoco como decisión política, sino
como expresión de unos imperativos constitucionales que son, antes que nada,
imperativos morales objetivos. Desde el momento en que la constitución es algo
más o algo distinto de lo que la constitución dice, puede suceder que no
importe algo de lo que la constitución diga y puede haber una parte de la
constitución que no esté explicitada en su texto. Lo material derrota a lo
formal, el espíritu moral se impone frente a la letra, la esencia gana al
accidente: la constitución ya no es lo que parece, lo que en ella se lee, sino
lo que debe ser. Aun cuando se trate de norma jurídica, ya no es creación
artificial, sino esencia ontológica, como el derecho natural o como
determinadas leyes fundamentales del antiguo régimen.
La
norma fundamental, como fundamento virtual de la validez jurídica de la
constitución, no aparece ahora como ficción o artefacto epistemológico, es
esencia moral. Las constituciones valen por su correspondencia con la verdad
moral, la cadena de validez jurídica termina en una norma suprema cuya validez
es moral. El axioma moral destierra a la muy formal norma hipotética
fundamental kelseniana o a la empírica regla de reconocimiento hartiana. El
derecho natural consigue, al fin, ser plenamente derecho y no hacen falta otros
recursos teóricos para fundar la juridicidad de la constitución.
Una
nueva consecuencia y una nueva paradoja. La muy loable idea de eficacia directa
de la constitución adquiere tintes renovados cuando es la sustancia moral
constitucional la que directamente debe aplicarse. Eso, sumado al
principialismo antes mencionado, conduce a pensar que el control judicial de
constitucionalidad debe ser control de la compatibilidad de la solución de cada
caso con esas sustancia constitucional de naturaleza moral. En últimas, se asume
que lo que la constitución impone es la justa solución de cada caso, que no sea
rechazable por inmoral ninguna solución legal o judicial de un caso, pues
entonces sería inconstitucional aunque resultara acorde con la ley no
inconstitucional. Porque decir solución inmoral de un caso se asimila a decir
solución inconstitucional del mismo. El control de constitucionalidad
desemboca, de esta forma, en dos sorprendentes fenómenos: es control casuístico
y es control de moralidad. Las constituciones, a la postre, se reducen a un
solo mandato que importe: hágase la justicia del caso concreto.
Lo
anterior da pie a un juego que resulta particularmente perverso en el caso de
los derechos sociales y a propósito de la cláusula de Estado social. Se trata
de un magnífico tema para estudiar la relación entre derechos fundamentales y
ley general y abstracta y para replantear el tipo de garantías que mejor
cuadran con la filosofía de fondo de los derechos. Los derechos sociales, que
son quintaesencia y condición ineludible de un Estado constitucional y
democrático que merezca el apellido de social, pueden leerse de distinto modo. Uno
consiste en afirmar que cada ciudadano, titulares todos de tales derechos por
imperativo constitucional, debe tener asegurados unos dignos mínimos de
satisfacción de ciertas necesidades básicas: alimento, vivienda, sanidad,
educación… No es una visión errónea, pero deja abierta la cuestión de la forma
en que pueden y deben ser garantizados. Para esto hay dos caminos posibles. El
primero consiste en proclamar que cada ciudadano que por la vía procesal oportuna
reclame en demanda de la satisfacción de alguna importante carencia en estos
extremos (por ejemplo, porque debe someterse a una importante cirugía que no
puede pagar de su bolsillo) tiene que obtener de los jueces la oportuna
sentencia favorable que obligue a la correspondiente institución pública a
aportar los fondos necesarios. No es una visión inadecuada, pero el tema está
en si se trata de la garantía residual o de cierre o si es esa la política
exclusiva o preferente para la implementación de tales derechos. El otro camino
es el de propugnar que sea la ley general y abstracta la que con carácter
universal asegure esos derechos, de manera que se procure su satisfacción para
todos, o para todos los que carezcan de los medios económicos. En esa tesitura,
el recurso a los tribunales serviría para los casos de violación de los
mandatos legales generales, para los casos dudosos o difíciles y para fijar las
fronteras de la constitucionalidad de dicha norma general y abstracta.
La
crisis de la ley y la minusvaloración del poder legislativo es la excusa que en
algunos Estados se está empleando para dejar en mano exclusiva de los jueces la
realización de los derechos sociales. La manipulación interesada, desde las
esferas políticas y su propaganda, del lenguaje de los derechos, sumada al
judicialismo, presenta al poder judicial como supremo y casi exclusivo
protector de los derechos sociales. Pero los jueces solamente deciden caso por
caso y, por muy esforzada y meritoria que sea su labor en las sentencias, dichas
políticas encubren la falta de una política social general, que solo puede
hacerse a través de la ley. Con el agravante de que el Estado social supone medidas
recaudatorias y redistributivas orientadas a la financiación de esos servicios
públicos esenciales. No se da tal redistribución a golpe de casuismo judicial,
por bienintencionado que sea. Tampoco hay redistribución y política social
cuando simplemente se detraen ingresos a los que más tienen, sino cuando esos medios
se pone al servicio de la generalización efectiva de los derechos sociales.
En
muchos Estados de hoy asistimos a un renacer del sustancialismo opuesto a las
garantías procesales y acontece una visión sesgada de los derechos de los
ciudadanos. Habíamos quedado en que no se amparan realmente los derechos sin
una normativa procesal que ordene y encuadre los conflictos de derechos. La
regulación procesal implica limitaciones para la defensa de los derechos, pues pone
límites en cuanto a plazos, tipos de procedimientos, recursos posibles, pruebas
válidas, garantías de la defensa, etc. Pero cuando hay un conflicto entre el
derecho que se trata de hacer valer y la norma procesal, se tiende a hacer
prevalecer la sustancia del primero frente las regulaciones procesales, tantas
veces tildadas por los altos tribunales como fuente de estériles formalismos.
No sería criticable ese antiformalismo militante, esa aversión a las trabas
procesales, si no ocurriera que en muchas ocasiones la relación entre los
derechos en pugna de una y otra parte constituye un juego de suma cero: en
tanto como uno es expandido, es limitado el otro. E igual sucede con los
principios inspiradores, los principios constitucionales incluso: cuando la
justicia colisiona con la seguridad jurídica, los dos no pueden ganar en idéntica
medida. Y para eso está la norma procesal y por eso debe ser tanto controlada
en la constitucionalidad de sus términos, como aplicada sin nuevas
“ponderaciones” de los valores o principios en juego si dicha norma es
constitucional.
Porque
cuando, so pretexto de la generosidad con los derechos sustantivos, se da por
buena y excelentemente constitucional la supresión de plazos y cualesquiera
condiciones procesales legalmente establecidas, se está abriendo la puerta a
dos consecuencias indeseables: primero la desigualdad de derechos entre los
ciudadanos (¿por qué para unos unas veces el plazo para interponer una demanda
es de ocho días y para otros, otras veces, puede ser de doce?) y, a la larga,
la desprotección de los derechos de todos. Pues, una vez disueltos los marcos
procesales, sabido es que los propios derechos sustantivos acabarán
evaporándose por quedar a la pura voluntad de los aplicadores de la
constitución. Por muy cargada que esté de derechos, principios y valores, una
constitución que sirve de pretexto para la oclusión de la ley y para la
desatención a su carácter general y abstracto, acaba convirtiéndose en la
excusa perfecta para un autoritarismo de nuevo cuño: un autoritarismo
paternalista y populista que siempre se va a ocupar también de que los jueces
estén controlados por el poder político y ante él sean dóciles.
Ese
es el contexto en que crece lo que podríamos llamar una jurisprudencia
simbólica, y especialmente una jurisprudencia simbólica de los más altos
tribunales: gran énfasis en los derechos fundamentales, decisiones
espectaculares que los alargan cuando se trata de conflictos entre particulares
o que no afectan a los intereses de los poderes y los políticos que mueven los
hilos, y tremenda y muy cínica cicatería cuando los derechos ciudadanos chocan
con la razón de Estado, el interés de los supremos gobernantes o el “estado de
necesidad de la República”. Demagogia judicial practicada por magistrados
sumisos y temerosos, cuando no descaradamente venales. La verdadera entidad de
las altas cortes, su grado de independencia y la talla moral y constitucional
de sus magistrados no se pone a prueba cuando ordenan que el Estado ponga
dinero para darle una casa o pagarle una operación a corazón abierto a un modesto
ciudadano, aunque en el caso sea lo justo y lo constitucionalmente justificado,
sino cuando, constitución en mano, se planta cara a los abusos del poder
político y a la corrupción de los gobernantes. Lo otro es un constitucionalismo
selectivo y, como tal, hipócrita, es constitucionalismo como tapadera, como
ideología, en el sentido marxista del término, como falsa conciencia y
estrategia para mantener las vanas ilusiones del pueblo oprimido: opio (jurídico) del pueblo.
Una
judicatura en verdad empeñada en la protección de los derechos requiere jueces
y magistrados con dos tipos de atributos, institucionales unos y personales los
otros. Exige jueces funcionalmente independientes, profesionales en el marco de
una verdadera carrera judicial, inamovibles y no sometidos a más imperio que el
de la constitución y la legalidad. Y, en lo personal, no habrá constitución
efectiva ni derechos puestos a salvo si los jueces y magistrados carecen de
talla moral. En algunos países el mantenimiento de esa básica catadura moral de
los jueces supone poco menos que un ejercicio de heroísmo. Pero, que se sepa,
nadie está obligado a ser juez si no quiere o si no lo dejan ejercer el oficio
decentemente.
Volvamos
a los principios. Aceptemos, si se quiere, que normas de principios son las que
en la constitución recogen derechos sustantivos, empezando por las libertades
primeras (libertad de expresión, libertad de información, libertad ideológica,
libertad religiosa, libertad de asociación, inviolabilidad del domicilio,
derecho a la intimidad, etc., etc.). Pongamos sobre la mesa también otros
principios sustanciales que las constituciones enumeran, como el de justicia,
el de dignidad de la persona, el libre desarrollo de la personalidad, etc.
Magnífico será que se maximicen, que se “optimicen”, si se trata de mandatos de
optimización, como sostiene una parte muy importante de la doctrina
constitucionalista de hoy. Pero en las mismas constituciones hay también
principios de otro tipo, que genéricamente podríamos llamar formales,
procedimentales o institucionales. Ahí están los del debido proceso, el derecho
a la defensa, el de legalidad penal y sancionatoria, el de irretroactividad de
la ley penal desfavorable, el de independencia judicial, el de igualdad de los
ciudadanos ante la ley y en la aplicación de la ley, el del in dubio pro reo,
el de paridad de armas en el proceso…
¿Con
esos principios qué hacemos? ¿Los ponderamos acaso? Son los que ofrecen a los
ciudadanos las supremas garantías, su mínima seguridad ante el Leviatán.
Repito: ¿los ponderamos frente a los principios sustantivos, para que puedan
perder en ciertos casos? ¿Sacrificamos el principio de legalidad penal en alguna
ocasión, para que se ponga a buen recaudo al que ha hecho algo que nos parezca
atroz aunque no esté esa conducta penalmente tipificada? ¿Nos saltamos la
presunción de inocencia a fin de que sea castigado quien creemos con fuerza que
es un malvado delincuente, aun cuando no haya podido probarse fehacientemente
su fechoría? ¿Manipulamos u obviamos los requerimientos del derecho a la
defensa y del derecho probatorio para que reciba su merecido sin vuelta de hoja
y de modo ejemplar el que se enemistó con el Estado u ofendió a su autoridad?
¿Aplicamos derecho penal del enemigo o derecho penal de autor? ¿Nos inventamos
alegremente un derecho constitucional del enemigo, a sabiendas de que enemigo
acabará siendo el que al poder incomode? ¿Nos animaremos a pensar que la
constitución y sus derechos fundamentales son para los ciudadanos de bien, para
los ciudadanos conformes, para el pueblo sumiso, y que los demás no merecen
vivir bajo un estado constitucional, sino bajo un permanente estado de
excepción? ¿Acaso el constitucionalismo no nace para establecer la igualdad de
los ciudadanos ante el derecho y su igual protección con idénticas garantías,
piensen como piensen, voten a quien voten, critiquen a quien critiquen? ¿Podrá
haber en un Estado constitucional democrático y social un estatuto procesal y
un régimen de derechos diferente en función de las actitudes y las preferencias
de los individuos? ¿Consumaremos, bajo falsos ropajes constitucionalistas, un
giro reaccionario que lleve a negar la esencia misma de los derechos
fundamentales primeros, como inmunidades y garantías frente al Estado y sus
poderes?
No
se me tache de pesimista o alarmista, pero búsquese respuesta justa para este
enigma de nuestros días: por qué el lenguaje y las categorías del llamado
neoconstitucionalismo agradan tanto y son tan empleados precisamente en los
Estados y regímenes de vocación manifiestamente autoritaria, por qué se ha
podido llegar a pensar que con tal instrumental conceptual y tal lenguaje es
posible restaurar la preeminencia absoluta del Estado y de sus gobernantes y
transformar a los ciudadanos en súbditos, so pretexto de estar velando por sus
más sacrosantos derechos y por reformas sociales inaplazables, por qué esa
doctrina de los derechos y de las constituciones se emplea, en dichos
regímenes, nada más que para someter a la oposición y acallar a los críticos.
No es este un argumento que condene al neoconstitucionalismo como doctrina, para
nada, pero puede darnos qué pensar sobre el entusiasmo con que algunas de sus
tesis son importadas en países que niegan en la práctica lo que al usar ese
lenguaje engañosamente proclaman.
Un
magnífico traje que sienta extraordinariamente bien a un gran atleta o a un
modelo de pasarela se puede ver inapropiado y hasta ridículo en mi cuerpo o, no
digamos, en el de un luchador de sumo. Que en Alemania o en Suecia, una vez
implantado un buen grado de justicia social, de protección de los derechos de
todos y cada uno y de garantías efectivas frente a todo atropello de los
derechos de cualquiera por el poder o los particulares, se inventen nuevas
categorías constitucionales y nuevos sistemas de razonamiento judicial para ir
más allá en la realización de los derechos, que se busque la justicia del caso
concreto donde la ley ya asegura un buen nivel de justicia para todos, es
comprensible y loable. Que se reformule la filosofía del proceso y se
establezcan nuevas regulaciones procedimentales para hacer más sensible la
decisión judicial a las demandas de la equidad en cada caso allí donde no hay
mayor riesgo de arbitrariedad o discriminación, seguramente es un positivo paso
adelante. Mas donde esas condiciones previas no se cumplan ni por asomo, esos
mismos instrumentos que en otros lugares son de perfeccionamiento se vuelven
escarnio teórico y fuente de abuso político y económico.
Regresemos
al derecho procesal constitucional y recapitulemos sobre su importancia. Sin garantías
procesales no tienen ninguna virtualidad práctica los derechos de los
ciudadanos. Y ninguna vulneración de esas garantías procesales puede estar
justificada en nombre del mejor amparo de los derechos sustantivos, pues esa siempre
acabará siendo la mejor vía para negarlos, para negárselos a todos o para
negárselos a algunos, a los opositores, a los críticos, a los disconformes, a
los mejores. Ese derecho procesal constitucional no es un mero catálogo de
procedimientos y trámites formales, sino que tiene en su fondo y ha de
conservar toda una filosofía constitucional, la misma que hizo surgir el
constitucionalismo moderno para acabar con la arbitrariedad estatal y la
impunidad de los poderes públicos. Por eso el derecho procesal no sólo no es
ajeno a los supremos principios constitucionales, si nos gusta usar esa terminología,
sino que es la manera de realizar los más importantes de ellos, aquellos sin
los que propiamente no existen constitución ni Estado de Derecho: debido
proceso, habeas corpus, derecho a la defensa, principio de legalidad,
irretroactividad de la ley penal desfavorable, presunción de inocencia…
Buenas noches Juan. Y bienvenido. Agradezco tu nueva entrada. Creí al ver que habías vuelto a publicar que nos hablarías sobre lo que está pasando en Colombia con el paro agrario. Porque conoces Colombia y bien. Aquella entrada tuya tan polémica fue valiente. Tal vez en algún rato nos des tu lectura. Un abrazo.
ResponderEliminarAl hilo de la entrada en el blog, no puedo dejar de apuntar un tema del que nadie habla: la muerte del recurso de amparo de manos del anterior gobierno, y la estafa de la pretendida tutela de los derechos fundamentales por los tribunales ordinarios.
ResponderEliminarPregunte a cualquier abogado en ejercicio...
Saludos desde Almería
Muy buenas. Vayan por delante mis felicitaciones al autor por este artículo y por el blog, excelente y didáctico, muy bueno.
ResponderEliminarA raíz del comentario de la lectora he rebuscado algún artículo sobre Colombia y no he encontrado nada. Sin embargo parece que si que escribió usted un "famosos" post titulado !ay Colombia!. ¿Dónde puedo encontrarlo?. Gracias y enhorabuena por su labor.
Especial relevancia tiene su escrito a este lado del Atlántico, plagado de Estado casi fallidos, con constituciones de primer mundo. En el caso de Colombia, resulta curioso que tengamos una Corte Constitucional reconocida por su prolijidad conceptual a la hora de desarrollar tan exuberante jurisprudencia; inaplicable, por demás, a la que es nuestra realidad. Acá los derechos fundamentales, de existencia puramente nominal, sirven, según decimos, de "engaña bobos". Desde que uno entra a la facultad de derecho, le están diciendo que los derechos fundamentales son principios y los principios, mandatos de optimización; es decir, que se aplican en la medida de lo posible, pero, su aplicación efectiva, en un país como el nuestro, resulta imposible. Una entelequia a la que sólo tienen acceso los 9 magistrados de la Corte Constitucional y unos cuantos constitucionalistas criollos que publican libros con teorías a las que ellos mismos llaman impuras, y que hablan de los derechos de los indígenas, los negros y los campesinos, sin conocer ninguno, en conferencias donde mezclan, por lo menos, tres idiomas y creen estar haciendo lo contrario a lo que en realidad hacen: entorpecer el reconocimiento de verdaderos derechos, tan verdaderos que no necesiten de sus argucias discursivas.
ResponderEliminarM.
PD: Hacía falta leerlo.
Anónimo. Le felicito por su comentario. Valiente. Sí. Menudos gurús algunos. Q se queden en sus medinas de cristal... No necesitamos argucias discursivas para defender el derecho a la vida.
ResponderEliminarEstimado Augusto:
ResponderEliminarLe agradezco sus comentarios, al igual que a los demás intervinientes.
En cuanto a aquel post titulado "Ay, Colombia", ya no está en el blog. Lo retiré al cabo de tres o cuatro años del "incidente". Si lo desea, escríbame privadamente y le cuento o se lo envío.
Aquella entrada me costó docenas de insultos y alguna pequeña amenaza, no sólo en los comentarios del blog, sino también en correos electrónicos a parte. Y hasta pasados años. Al final, me cansé.
Con todo, tales imprecaciones no fueron lo más triste del caso. Lo más triste fue ver qué pasa en algunos de nuestros queridos países cuando alguien está a los pies de los caballos. Es el momento en que se comprueba que amigos hay, pero muy pocos. También es cuando se percibe que las lisonjas siempre se hacen a la cara, pero que las puñaladas se dan por la espalda. Eso es muy hispano, herencia española sin duda. Y, en Colombia o en España, y supongo que en más lugares, la Academia siempre presenta multiplicados los defectos del vulgo. Incluso la Academia a la que se le llena la boca hablando de derechos fundamentales, libertades públicas y principios constitucionales. Triste, pero ya pasó. Ahora ya no me tomo confianzas fuera de casa. Lección aprendida.
Saludos cordiales.
Vale, pues lo acabo de leer (un par de veces) y me ha pisado usted el trabajo fin de grado...no lo voy a poder decir mejor de lo que lo ha dicho usted y ahora tendré que buscar otro tema para no plagiarle o repetirle...
ResponderEliminarBueno, de todas maneras quedo satisfecho. Lo leeré más veces. Sinceramente bueno, y muy muy incorrecto. Se puede decir más alto pero no más claro (no hay dinero, no hay pastelito)
Felicidades (y eso que me ha fastidiado) igual le saco punta a algún detalle, sin abandonar del todo el tema, ya veré...
Un saludo.
Todo un gran reto desgarrar los cimientos en que se funda el constitucionalismo, sobretodo en contextos tan inequitativos como el nuestro, donde se cree que la interpretación y aplicación de la constitución es una cuestión de principios o reglas, de valores o derechos, de convalidación normativa; piezas que en últimas, se des-preocupan por los verdaderos cuestionamientos: ¿Qué hacer con el canibalismo de la pobreza?, ¿Cómo estallar en pedazos la injusticia social o las desigualdades extremas con simples teorías de ponderación o acciones de tutela?
ResponderEliminarExcelente el articulo que nos compartes, es un admirable trabajo.
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