En
los países anglosajones hay una larga lista de doctrinas sobre los fundamentos
de la responsabilidad civil por daño, especialmente por daño extracontractual. Cabe
preguntarse por qué entre nosotros ha sido tan escasa la consideración teórica
de dicho tema y solamente ahora, bien recientemente, van llegando ecos del
debate en los países del common law.
Aunque no sea ése el tema que aquí me interesa, me atrevo a aventurar la
siguiente hipótesis: la abundancia de metafísica acríticamente asumida exonera
de la reflexión teórica más abstracta y más profunda. Aquí, en los ámbitos del
Derecho continental y muy en particular en España y los países iberoamericanos,
la dogmática se asienta en la burda aceptación del orden socio-jurídico vigente
cual si fuera el Derecho un objeto perfectamente acorde con la naturaleza de
las cosas o con el entramado de la Creación, o como si el Derecho se hubiera
perfilado a lo largo de la Historia de la única forma racionalmente concebible,
de manera que sea perder el tiempo andar interrogándose acerca de porqués y de
alternativas hipotéticas a lo que existe y se nos muestra. A un civilista común
le pregunta usted por qué hay que indemnizar por daño y le responderá, la mar
de seguro de sí mismo, que porque ahí está desde el origen de los tiempos el
principio de naeminem laedere. Si
usted le insiste y le plantea por qué ese principio da lugar a que el Derecho
de daños en tal o cual sitio o ámbito se estructure sobre la base de la culpa
del agente o en forma de responsabilidad objetiva, o si la prohibición de dañar
tiene que regir por igual para el rico respecto del pobre que para el pobre
sobre el rico, o si lo que sea daño resulta evidente por sí mismo u obedece a
pautas normativas más o menos coyunturales y aleatorias, le mirará muy raro y,
con su actitud, ese iusprivatista tradicional le invitará a irse con la música
a otra parte o a no preguntar bobadas. Viene a ser como plantearle a un teólogo
entregado por qué Dios hizo a los canarios amarillos y verdes los cocodrilos:
pues porque le dio la real gana, que para eso es Dios, así que no me venga usted
con pendejadas.
Y
por el otro lado estamos los sogenannte
filósofos del Derecho, que por estos pagos tienen, en su mayoría, la siguiente
característica: filósofos lo serán más o menos, habrá que ver caso por caso y
podemos llevarnos más de cuatro sustos, pero lo que se dice del derecho, casi
nada. Hay muy poca afición a reflexionar sobre lo jurídico cuando dicha
reflexión implica algo más que el meneo de tópicos bobalicones y descaradamente
banales, tipo “el derecho, como el aire, está por todas partes”, “el derecho es
obra humana”, “todo derecho encierra una aspiración a la justicia”, “el derecho
es obra social y, como tal, perfectible”, “el derecho es un producto histórico”,
“el derecho se compone de normas” (ya ve
usted, no se va a componer de zapatos o de galletas), y así hasta unos
cien lugares comunes bien aborrecibles y que, combinados con arte, llenan
manuales y tratados y hacen pasar por iusfilosofía unas inanidades que harían
sonrojarse a nuestras abuelas. Sobre todo, huimos como de la peste de cualquier
inquietud teórica que presuponga el conocimiento un poco minucioso de algún
sector de lo jurídico, sea el Derecho de daños, el Derecho penal, el Derecho de
Familia, el Derecho Fiscal o el que sea. Por eso la mayor parte de lo que
escribimos no vale ni el papel que ocupa, gastamos páginas cuya utilidad sería mayor
si las empleáramos para envolver bocadillos o para apuntar la lista de la
compra. Vueltas y vueltas a cosas tan profundas como que los derechos humanos
puede que sean los derechos más importantes para los humanos, aunque también
hay que ver la importancia que tienen los derechos de los animales para los
animales; que es mejor que haya un derecho justo que uno injusto, porque es
mala cosa la injusticia y dónde vamos a parar así; que cuantos menos derechos
se reconocen a los más débiles, más debilitados andarán, los pobres; que en la
ética jurídica hay muchos valores contrapuestos, pero que lo bonito es
encontrar entre ellos el adecuado equilibrio, ya te digo; que, jolín, ahora
pasa lo mismo con los derechos constitucionalizados y los principios constitucionales,
pues hay muchos y diferentes y que malamente se concilian en los casos
complicados y que por eso tenemos que conciliarlos conciliándolos, tal vez con
un aparatito para pesarlos y ver lo que da de sí cada uno ese día y a tanto el
kilo. Y así, miles y miles de páginas, bosques y bosques.
Unos
por otros, la casa sin barrer. El dogmático no se hace preguntas porque las da
por respondidas en el reino del ser o cosa así, y el filósofo del derecho no
las contesta porque no sabe que se puede preguntar eso, pues desconoce la ley y
no se acuerda de la trampa. En esa línea y aparte de exageraciones y bromas de
uno, puede que ahí tengamos algo de la explicación de por qué los teóricos del
derecho anglosajones sí andan todo el día meditando sobre los fundamentos de
cada rama o disciplina jurídica: porque no es tanta la carga metafísica
asumida, porque no es tan rancia la tradición gremial de los dogmáticos
jurídicos y porque los filósofos del derecho no han vivido tantos siglos del
cuento, es decir, de los cuentos del iusnaturalismo y de sus actuales variantes
iusmoralistas y neoconstitucionalistas.
Pero
volvamos a lo nuestro, a lo que íbamos, a los fundamentos de la responsabilidad
civil por daño extracontractual. La cuestión nuclear se puede formular así: por qué y en qué casos una persona debe
indemnizar a otra por el daño que ésta ha sufrido, por la desgracia que a
ésta le ocurrió o el accidente que tuvo. Preguntarse tales cosas no es sumirse
otra vez en disquisiciones estériles o marear la perdiz tontamente, pues tiene
que ver con cosas más precisas, como las siguientes. Una, si a las vigentes
regulaciones en la materia les subyace alguna razón o propósito reconocible o
si son puramente aleatorias. Por ejemplo, interesa ver cuál es el nexo o
relación entre responsabilidad por culpa y responsabilidad sin culpa u
objetiva. Dos, si las variantes regulativas en materia de responsabilidad por
daño obedecen a una misma razón o cumplen idéntica o parecida función o no.
Tres, si cuando cualquier sistema jurídico determina que un determinado sujeto
es el llamado a indemnizar o compensar a otro por el daño por éste sufrido es
porque se da la relación o alguno de los tipos de relación constitutiva, ontológica
o moral, por así decir, entre esos dos sujetos o si, por el contrario, se trata
siempre de puras imputaciones normativas que no obedecen a más designio que los
de la política legislativa correspondiente a cada lugar y momento. Un par de
ejemplos de este último tipo de cuestiones: ¿debe el que responde haber causado
de alguna manera el daño del otro, aunque sea en un sentido bastante lato de
causación, o cabe prescindir de tal elemento causal a la hora de imputar
responsabilidad? ¿El daño tiene que ser tangible y demostrado o puede
presumirse, y, sobre todo, el daño ha de ser real, de cualquier manera que
entendamos “daño real” o puede imputarlo el sistema jurídico en razón de meras
conveniencias político-sociales? Podríamos seguir con una larga lista de
asuntos capitales de este calibre. O mirémoslo ahora bajo un prisma más de
ciencia social o a la caza de pautas empíricas: ¿por qué, por ejemplo, entre
nosotros ya es frecuente que se demande por daño al que nos vendió una cafetera
defectuosa o al médico que no nos informó adecuadamente de nuestra dolencia o
al que nos vendió una entrada para un espectáculo artístico que era un perfecto
fiasco, pero, sin embargo, sigue sin haber demandas consistentes contra la
universidad que nos pone a explicar tal o cual asignatura a un profesor
absolutamente incapaz y oligofrénico, indocumentado e indecente, que no nos
enseña nada de nada y que encima se cachondea y se las da de genio
incomprendido y de gran profesional injustamente pagado?
Tal
como explicaba muy recientemente Jorge Fabra (en el libro coordinado por él y
por mi gran amigo Carlos Bernal y titulado “La filosofía de la responsabilidad
civil”, Universidad Externado de Colombia, 2013), en la literatura en lengua
inglesa se enfrentan sobre estos asuntos dos tipos principales de doctrinas: la
que busca para la responsabilidad por daño un fundamento moral atinente o bien
a lo que el dañador hizo y no debería haber hecho o bien a lo que el dañado
padeció y no debería haber padecido, y la que pone el acento en la función
social que, en cuanto institución, cumple este tipo de responsabilidad. Esta
última es la postura de los autores adscritos a la escuela de Análisis
Económico del Derecho, para los que el Derecho, en todas sus manifestaciones,
se justifica nada más que por su contribución a la maximización de la riqueza
social o del bienestar general, de modo que ésa será también la justificación
de las normas del Derecho de daños, la de reducir en todo lo posible el coste
social de los accidentes y las desgracias. Tales normas serían una herramienta
destinada a incitar a los posibles dañadores a extremar su cuidado con medidas
que les cuesten menos que las indemnizaciones, y a los posibles dañados a
precaverse mediante inversiones más baratas que el coste del daño en cuestión.
Los
dos tipos de teorías resultan chocantes en alguno de sus extremos. Las teorías
morales de la responsabilidad por daño no parecen muy aptas para dar cuenta de
los posibles fundamentos razonables de la responsabilidad objetiva o sin culpa,
y de hecho algunos de los autores ahí adscritos, como Weinrib, rechazan por
inadecuada a injustificable la responsabilidad objetiva. Por su lado, aquellas
doctrinas funcionalistas o utilitaristas se topan con dificultades cuando se
hace ver que quizá las medidas económica y funcionalmente más convenientes y
efectivas contradicen ciertas elementales y muy asentadas intuiciones morales.
Es el mismo tipo de inconveniente que tienen las justificaciones puramente
utilitaristas del castigo penal, que llevarían a ver como fundada la imposición
de pena al que sabemos inocente, si de esa forma se maximiza el efecto
preventivo-general de la sanción penal.
Creo
que para ir saliendo del embrollo es útil tener en cuenta la relación con el
Derecho penal, precisamente. No perdamos de vista que entre las acciones de
cada uno que de alguna forma dañan o perjudican a otro, bajo el prisma del
Derecho las hay de tres clases. Unas, las que dan lugar a la imposición de un
castigo, de una pena, ya que el daño no es meramente a un sujeto, a una
persona, sino a un bien individual o colectivo que, como tal bien, se considera
merecedor de esa especial protección con carácter general. La norma penal no me
castiga por matar a Fulano, sino por matar, por quitar una vida. En cierto
sentido, a esos efectos Fulano es fungible, pues el castigo sería igual si se
tratara de Mengano. Otras acciones perjudiciales para alguien carecen de toda
respuesta negativa proveniente del sistema jurídico, las normas no prevén ni
castigo para el obrante ni que tenga que compensar al dañado. Si usted a su
vecino le arrebata la novia, rica heredera y mujer por tantos deseada, y si
además el vecino estaba genuinamente enamorado de ella y no lo movía solamente
el interés, como a usted, a ese vecino usted lo daña en lo económico y en lo
emotivo, pero no hay gran peligro de que un juez le haga responder por eso
daño, ni siquiera si usted se valió de artes no muy rectas y siempre que no
cometiera delito. En tercer lugar, y por último, hay otras veces en que usted
perjudica a alguien y el ordenamiento jurídico dispone que tiene usted que
indemnizarlo por ello, aun aunque haya sido sin querer y comportándose usted
como un perfecto señor o una dama de las de antaño.
Lo
que protegen las normas penales y ampara la responsabilidad penal lo entendemos
más o menos, se trata de bienes tenidos por esenciales para la convivencia
social civilizada y en orden. En cambio, no nos quedan tan claros estos otros
dos asuntos: por qué algunos daños dan lugar a un deber de indemnizar a la
víctima (mientras que otros daños o perjuicios no), inclusive si el que paga no
ha tenido culpa; y por qué, sin embargo, en esas oportunidades se dice que el
que paga no lo hace como castigo por su maldad, sino como compensación por el
daño del otro, hasta si aquél ha obrado dolosa o culposamente.
Mi
hipótesis es, por el momento, muy simple y, lo que es peor, me sale más bien
ecléctica. Por una parte, el Derecho de daños convierte en indemnizables
aquellos daños que se ligan a conductas que o bien se quieren evitar o bien se
quieren mejorar, si en sí no son reprochables (este sería el caso de la responsabilidad
objetiva) y todo ello teniendo mucho más en cuenta pautas de ingeniería social
que de justicia entre individuos, persiguiendo modelos sociales eficientes
antes que arreglos justos entre sujetos particulares. Ahí se hallaría la
explicación de por qué resultan daños indemnizables algunos que dañan a uno
menos que otros que el Derecho no tiene por tales. En esta parte, la razón
estaría del lado de las teorías de corte funcionalista y utilitarista.
Pero,
por otra parte, operan límites morales a esa ingeniería socio-jurídica, no
parece ni razonable ni socialmente viable que el precio que por los efectos
dañosos de ciertas conductas se pague sea independiente por completo de dos
magnitudes: el grado de reproche que moralmente (dejemos ahora de lado la
cuestión de si ese juicio moral es tributario nada más que de la moral positiva
o socialmente vigente o de una moral objetiva o racional) merezca la conducta
en cuestión y el valor que moralmente quepa asignar al daño en cuestión.
Repito,
esta mía es una hipótesis muy elemental, sumamente simple e inmadura. Habrá que
ir perfeccionándola con el tiempo. Pero por el momento acabo con dos
comentarios adicionales.
Uno.
El gran problema es y seguirá siendo la integración de los supuestos de
responsabilidad objetiva en el sistema explicativo que se quiera. La habitual y
manida referencia a la responsabilidad objetiva como responsabilidad por la
creación de un riesgo unida a la generación de un beneficio para el que provoca
ese riesgo que en la ocasión se consuma en daño, sigue pareciéndome muy poco
convincente. Cada vez que Don Juan le “levanta” las novias a los prometidos y
maridos tiene un beneficio y provoca un riesgo de suicidio, y no por ello se
convierte en indemnizador de esas víctimas de sus habilidades. Si, encima, lo
comparamos con un fabricante de algo que, además, es socialmente beneficioso,
la perplejidad aumenta. El ejemplo es de broma, pero tienen su fondo, no me
digan que no.
Dos. A lo mejor hay que darles un poquillo más de
razón a las teorías de orientación funcionalista. ¿Por qué? Porque lo que hace
que deban tomarse en cuenta convicciones morales son, quizá, razones de
eficiencia. Un sistema penal o de responsabilidad por daño ajeno a las
convicciones morales socialmente imperantes es un sistema llamado a la
ineficiencia y el bloqueo. De otra manera dicho, el hacer pagar, penal o
civilmente, a aquel que para nada parece a nadie culpable del daño o
beneficiado por él induce a los ciudadanos a comportamientos que no resultarán
nada funcionales para el orden social y la eficiencia en la administración de
los recursos. Allí donde la ciudadanía no está convencida de que el buen
comportamiento no tiene pena, sino premio, la ciudadanía no se comportará bien.
Basta ver lo que pasa en las universidades españolas, donde todos sabemos que
cuanto más pirata y miserable, mayor recompensa. Y donde los ciudadanos tienen
acicate para actuar ilegalmente y contra el interés general, el bienestar no se
maximiza y la riqueza global no crece, aunque algunos se hagan de oro.
Otro
día, más. Dejémoslo aquí.
Veo un argumento lanzado en contra de las "justificaciones utilitaristas del castigo penal" (pero lo mismo podría decirse de la responsabilidad civil) un poco "tramposillo". Se dice que estas justificaciones tienen el inconveniente de que "llevarían a ver como fundada la imposición de pena al que sabemos inocente, si de esa forma se maximiza el efecto preventivo-general de la sanción penal", consecuencia que obviamente todos estimamos intuitivamente injusta.
ResponderEliminarPero es que las teorías utilitaristas del castigo penal más sofisticadas que conozco (las procedentes del análisis económico del Derecho) demuestran que la referida hipótesis no es correcta.
Castigar a una persona que sabemos que es inocente no tiene un efecto disuasorio de la delincuencia, sino todo lo contrario, en la medida en que disminuye los beneficios que tiene abstenerse de delinquir y, por lo tanto, aumenta el atractivo que entraña cometer el correspondiente delito ("total, si me van a castigar aun cuando soy inocente").
Por lo demás, muy de acuerdo en muchas cosas. Aquí casi nadie se hace las cuestiones que importan.
Querido Gabriel, gracias por tu comentario. Sobre el ejemplo del inocente condenado y su uso como crítica a la doctrina utilitarista de la pena: tienes mucha razón, pero se complica algo más el tema cuando añadimos lo siguiente: se condena a un inocente pero la sociedad no sabe que lo es, sólo lo sabe el juez. ¿Estaría justificada esa pena si razonamos puramente en términos de eficiencia y de prevención general?
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias a ti por el blog. Me parece obvio que no es socialmente deseable que un juez cometa semejante prevaricación.
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