Con estas cosas nunca se sabe,
pero yo tengo una impresión: ya no hay amantes; o apenas. Al menos en España.
Tendrán fugaces amoríos los más jovenzuelos o abundarán los juveniles encames
en noches de farra y botellones, pero la gente de cierta edad ya no se no se da
el amoroso encuentro clandestino.
Me refiero al burgués y la
burguesa de clase media y provinciana. Puede que en materia de sexo se hayan
relajado un tanto las costumbres y no me extrañaría incluso que más de uno o de
una encontrara el tácito asentir de su pareja oficial o la resignada tolerancia
de estos tiempos en que, hasta en casa, se mira el prohibir con malos ojos. No,
no es propiamente que nos haya asaltado un nuevo puritanismo; es peor, porque
no es por convicciones o para cumplir promesas de fidelidad y uso exclusivo.
Antaño se aplicaba a la pareja un
férreo sentido de propiedad que excluía con saña el préstamo o el ajeno
usufructo. Hoy la indiferencia nos puede y la pereza nos quita del debate
público y de la pugna doméstica, y más de cuatro consentirían la aventura
extraconyugal de la contraparte con tal de que no volviera a casa el pillín
explayándose en el relato o adornando con fruición los pormenores de la
escapada. Andamos demasiado ocupados con los quebraderos de cabeza laborales o
estudiando los fichajes para la nueva campaña futbolística, cuando no
atosigados con las instrucciones de algún electrodoméstico de alta tecnología o
absortos en superar niveles en un juego de ordenador o tableta. Podría pensarse
que la ola de autismo que nos invade es terreno abonado para la cana al aire de
la pareja inadaptada o proclive a echarse al monte cada tanto. Los hay que por
tener menos que hacer en compañía, estarían bien dispuesto a repartirse ciertos
trabajos con el voluntario externo o mediopensionista.
Son de otro calibre, pues, las
mayores pegas. Los amoríos extracurriculares requieren un esfuerzo y una
disciplina, algo de constancia y ciertos gastos. Y ahí sí que ya no. Puede que
si se impusiera el aquí te cojo, aquí te mato, hubiera todavía quien dudara.
Pero por todos los santos, una cena y unas horas de motel demandan dramáticas
rupturas con las rutinas y los hábitos bien asentados. Se te puede olvidar
tomar las pastillas de antes de la comida y las de después si la pasión te
embarga o el otro te mira intenso, a lo mejor no te apetece explicar al
ilusionado compañero que ya no bebes vino porque te produce gases el tinto y al
blanco no te haces, y a ver quién se finge poseído por las eróticas ínfulas
mientras come con agua o se pide el café con sacarina y muy clarito, y sin
copita a los postres porque no entra en el precio del menú.
Y luego lo del conversar. Cuentan
que antaño los amantes se regodeaban en la confidencia y se quitaban la palabra
para explicarse los avatares más emocionantes de las respectivas biografías.
Hoy las emociones suyas sobre las que puede cada uno disertar a la luz de las
velas no pasan del viaje en chárter para ver la final de la Champions en Lisboa
o de aquella vez que en la oficina estaban casi todos de baja y hubo que hacer
dos horas extra que, para colmo, no nos pagaron, mira qué interesantes las
vivencias. Y cómo reprimir el bostezo cuando la otra parte, enardecida, se
explaya con pormenores sobre las torpezas de la última peluquera o que piensa
cambiar las cortinas del salón pero Pepe no quiere, que ya sabes cómo es y no
se fija en nada.
Tomarse de la mano y entrecruzarse
unos dedos con tácitas promesas ya tampoco se puede, pues cada poco el móvil
ronronea y hay que mirar si entró un guasap o responderle que sí al niño que te
pide el coche para el fin de semana. Luego, perdona, tengo que contestar porque
llama mi primo y estoy pendiente de que me confirme si al fin me vende el
coche, ¿sabes?, porque va a comprarse un Volkswagen y lo estoy convenciendo para que
me venda su Fiat viejo con una rebajita. A los postres, los cómplices están más
ligados que nunca en el bostezo y prestos a volver a casa sin más cuentos, pues
mañana salimos para Oropesa porque nos hemos pedido unos moscosos mi pareja y
yo y hemos pillado una oferta increíble en un hotel con jacuzzi y todo. Además,
me ha dado ardores de estómago la ensalada de mango y si quieres quedamos otro
día y charlamos más, corazón. Qué quieres que te diga, también estoy algo
dolido porque no me has comentado nada de mi nuevo iphone.
Pero creo que la madre de todas
las desdichas es el dinero, la pasta. La gente acude a las citas alternativas
con lo puesto, diez euros o así, y cuando llega la cuenta de la económica
pitanza se miran por vez primera con genuina ternura de paga tú, que es que me
olvidé en la mesilla del hall la cartera donde guardo cincuenta euros para una
ocasión, y hasta las tarjetas, qué contrariedad. Así que de hoteles y moteles a
qué hablar, a no ser que alguno saque el papelillo de alguna promoción porque
al comprar el sofá nuevo le dieron una noche de estancia a elegir en un tres
estrellas y, entonces, excitados, llaman y comprueban que esas plazas sólo son
para miércoles impares y mejor lo dejamos para otro día o esperamos a ver si el
mes próximo mi primo se va unos días a la Manga del Mar Menor con la familia
y me presta las llaves del apartamento.
Hay, al fin, alivio en la
despedida, porque como en casa no se está en ningún lado y hoy ponen el último
capítulo de la temporada de Juego de Tronos, y eso sin contar que con las
prisas y el despiste he venido sin depilar o no me he cambiado a tiempo estos calcetines que
tienen más tomates que un invernadero almeriense.
La vuelta al hogar es tranquila
y, sobre todo, sin remordimientos ni riesgos. Sí, estuve tomando un vino, ya
sabes, pero antes del ya sabes el cónyuge se ha dormido feliz y
condescendiente, tranquilo y sabedor de cómo son las cosas porque el viernes
pasado también salió con los compañeros y regresó a casa a la misma hora e
igual de entero, comentando que caray, cómo me repiten los champiñones y en la
gasolinera me encontré a Felipe, que se ha comprado un BMW y no sé cómo puede,
con su sueldo.
ja, ja ja ja ja
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