Voy poco al cine, mucho menos de lo que me gustaría. Pero hoy vi “La
isla mínima” y empiezo a sospechar que el cine español está dejando de ser
cutre y con ese aroma triste de sobaco perfumado con talco. Aleluya. “La isla
mínima” no tiene absolutamente nada que envidiar a cualquier gran narración de
estilo “negro”, sea cinematográfica o en novela.
Hacía tiempo que huía yo de las películas españolas como de la peste. No
soportaba el estilo pijoprogre de los gafapastas al mando, ni la pedantería con
tutú de los almodóvares y demás ralea de cresos flautistas que fingen que
retratan la realidad mientras dan vueltas a la noria de su mundo pequeño y depilado.
Pero ya vuelvo a las salas a ver cosas de aquí, ya. Y encantado.
No conviene hacerse ilusiones excesivas, pero quién sabe si esta larga
crisis moral, económica y política de un país que se hunde no va a traernos un
renacer da las artes que estaban muertas y medio putrefactas. A lo mejor la
catástrofe circundante se lleva por delante el pijerío y las posturitas, la
pedantería de los burgueses menguantes, tipo profesores universitarios y
similares, que sin saber un carajo de nada simulan profundísimas emociones ante
obras que les han dicho que son buenas otros igual de tontos, pero que cobran
más o que viven de vender al mejor postor sus críticas de pega. Tengo yo algún
amigo que, en serio, sabe una barbaridad de cine chino o iraní o coreano y
cuyos juicios respeto en verdad; y si no comparto sus gustos de inmediato,
creo, convencido, que es por mi falta de formación cinematográfica. Eso lo digo
con sinceridad. Igual que de verdad afirmo que para mis adentros me troncho con
tanto memo con menor sensibilidad que la mía, que no sabe por dónde le sopla el
viento y que, sin embargo, asegura que tuvo orgasmillos académicos en una
película de india que vio en Madrid el fin de semana pasado. Y yo con estos
pelos, Maruja.
Para que deje de ser paleto un país de paletos, tienen que pasar
generaciones y aquí han pasado menos años que dineros. Consecuencia, con todo
se ha hecho como con los vinos o los restaurantes, hasta el lerdo contumaz se
retorcía de gusto bebiéndose el burdeos que no distinguiría del más barato en
tetrabrik si no estuviera viendo la etiqueta y no se guiara por el precio. Con
las películas lo mismo, y con otras artes, otro tanto. El leído suelta que esa
peste que acaban de ver triunfó en Sundance o fue la favorita en un festival
japonés muy exclusivo y ya no se atreve ni el Tato a confesar la pura verdad,
la de que le pareció una castaña insoportable, porque lo era. Y corriendo para
casa a ver Cine de Barrio para divertirse un poco y olvidar el pestiño.
El gafapasta progre (el otro día me enteré de que este sujeto del que
abomino debe de estar emparentado con eso que llaman la cultura hipster. No sé,
no estoy seguro, pero busqué “cultura hipster” en “Google imágenes”, salieron
unas cuantas vistas de algunos supuestos especímenes y me dije: coño, estos son
los que a mí siempre me apetece asesinar lentamente y luego convertirlos en
hamburguesas para El Bulli) ha hecho mucho daño, sobre todo a los mayores.
Porque quien más y quien menos tiene un hijo, sobrino o primo segundo de esos
que desde el fondo de sus dioptrías te miran por encima del hombro y con la
firmeza de sus muslos sebosos pontifican sobre lo ultimísimo en las cosas que
menos importan, que si el diseño zen, que si la música de un pueblo marinero de
la Costa Este, que si la poesía de la experiencia interior compartida, que si
los bares retroproyectivos remotos, que si su santa madre, y, al ver que los
mayores nos callamos porque somos una panda de acomplejados que no conseguimos
quitarnos de alma el olor a oveja, se crecen y nos piden que les financiemos
una revista o unas performances. Y los padres, tíos, abuelos, primos y demás
familia nos dejamos los ojos en los suplementos de moda y de artículos de
diseño de El País para ver qué nos ponemos en la garganta y que nos quede de pena
para que parezca que estamos en la onda, y vamos corriendo a la óptica a
cambiarnos la montura metálica de media vida por una de aquellas que en la
aldea sólo llevaba el tonto del pueblo y que ahora lucen todos los calvos altos
de camisa negra y que están a punto de inaugurar una exposición de sus
fotografías en alguna parte. Tú, con la mejor intención y a punto de sacar el
traje de camuflaje, por si acaso, comentas que jo, qué bien; preguntas de qué
van las fotos, y la madre del muñeco, que se adorna con una camiseta imposible para no
desentonar y que ha dejado de fumar Ducados porque eso es de obreros, te
explica que son buenísimas la imágenes y están tomadas todas del perro de una
novia del niño que vive en Moratalaz y es escenógrafa. Tócate los cojones. Y
como no huyas, te sacan el boceto de catálogo y ves al pobre perro como
descuartizado, aquí una foto de un ojo solo, allá una de la cola a la mitad,
luego una patita en un charco y por fin un atardecer ventoso en el que alguien
ha escrito “guau”. Hala, por preguntar. Y la abuela, que se conserva joven y
estaba al quite, apostilla que es arte conceptual, pero de uno nuevo que acaba
de salir, y que el chico ya les ha pedido algo de dinero para irse a Los
Ángeles a abrirse camino, ya sabes lo mal que está todo aquí y que ahora con
Wert lo del arte se acabó. Y tú, sí, tú, asientes y te abochornas contigo mismo
por ser tan soplagaitas, y contraatacas diciendo que has oído que en dos meses
o así van a poner aquí, en León, una retrospectiva de Kurosawa y que ya estás
impaciente, so mentiroso de los demonios, momento en el que el tío del
fotógrafo te pregunta qué tal por la universidad, para cortarte el rollo y no
vayas a hacerle sombra tú al querubín de las gafas pastosas y las playeras al
desgaire, al hípster de las pelotas que va a llegar a viejo a costa de acabar
con el patrimonio de toda la familia y que luego se meterá a auxiliar
administrativo porque ya basta de gilipolleces y no hay quien le financie más
viajes.
Pues eso, que los hipsterpasta estos, o como se llamen, fueron una muy
natural supuración de cuando éramos ricos y nos parecía que se la podíamos dar
con queso a medio mundo y competir en ciencia con Harvard y en arte con el
MOMA, mismamente desde aquí mismo, desde la braña y sin cambiarnos los
calzoncillos con la frecuencia que la higiene y el respeto exigen. Y que a ver
si es verdad que el vendaval de la crisis y del cabreo popular se los lleva por
delante y podemos volver a hablar normal y a ponernos lentillas.
Por lo pronto, he visto varias películas españolas buenas últimamente y
creo que ya me voy a atrever a hacerle la peineta al próximo amigo que me
cuente que su niño le ha pedido parné para ir a componer una ópera muy
innovadora en Edimburgo. Que puede ser verdad, claro que sí, pero no me
pronunciaré hasta no hablar con el genio o, al menos, no verlo en una foto y
mirar qué tal las gafas y cómo es su camiseta.
Donad sangre, y leed el ABC, por favor. Hace falta, al menos en Móstoles, de los tipos 0, A- y A+. Donad sangre, es necesario.
ResponderEliminarUn abrazo, profesor.
David.